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Читать онлайн.Uriel Quesada
Mar caníbal
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Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición: Uruk Editores, 2016.
© Uruk Editores, S.A.
© Uriel Quesada.
ISBN: 978-9930-526-93-4
San José, Costa Rica.
Teléfono: (506) 2271-6321.
Correo electrónico: [email protected]
Internet: www.urukeditores.com
Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.
Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
Hay épocas hechas para
diezmar los rebaños,
confundir las lenguas
y dispersar las tribus.
Alejo Carpentier
Para Antonio Marquet
Capítulo I
Yo soy ese chiquillo que está sentado en la playa. Le da la espalda a un puñado de palmeras que sombrean y protegen las casas de los vientos. Delante de mí un mar turquesa parece dispuesto a destrozar las piedras que toca. No se rinde a los pies del muchachito, pues hasta la última espuma se recoge velozmente sobre sí misma, tan inquieta y poco dispuesta a que los humanos la acaricien. El chiquillo desea estar solo, pero sospecha que Ada o las primas lo están vigilando ocultas en la vegetación. Siente presencias, pero no voltea a mirar, no quiere darse cuenta de que lo han seguido todo este tiempo, que todos lo saben. Lo que Chalito realmente desea es que llegue Tobías.
Vino a la playa aunque no debía. Por ello mismo se ha sentado a cierta distancia de donde el agua se detiene y regresa a sus corrientes, por eso toca la arena negra y casi enseguida se la sacude para borrar toda evidencia de que ha desobedecido. Mira el movimiento de las olas con fascinación y espanto: sus pequeñas proezas han surgido, paradójicamente, de la colisión de ambas fuerzas. Pero esta vez Ada, su madre, ha sido muy clara por cuanto no desea que ni siquiera toque el agua, pues todo en Hawksbill es salvaje, peligroso, sucio. “Hay que aprender a temerle al mundo para poder defenderse de él”, le ha dicho la noche anterior justo antes de apagar el quinqué. En este momento en que está sentado en la playa, Chalito se debate entre la curiosidad y el horror, pues le dijo a Tobías que sí se iría con él aunque no le aclaró que no tenía todo el dinero prometido.
Chalito no comprende bien por qué la vida ha de estar contra las personas. Nunca se lo ha preguntado a su madre pero lo ha intuido por años, desde cuando ambos rezaban el rosario en aquel cuartillo iluminado apenas por una vela colocada ante el altar de una virgen blanquísima, sufriente. “A ti llamamos los desterrados… –repetían mecánicamente cada noche antes de irse a dormir– gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Si había visitado esa misma tarde a su abuela, el rosario de la noche era el segundo de la jornada. La abuela, sin embargo, lo hacía sentarse en un sillón frente a una cómoda llena de estatuillas de santos, estampas de beatos y fotografías de religiosos, de quienes Chalito había memorizado las leyendas de sus vidas y portentos. Entre ellos se hallaba San Sebastián con el cuerpo lleno de flechas y la mirada en éxtasis, o Santa Bárbara con un castillo en la mano, símbolo de su encierro. Pero los favoritos de su abuela eran el Padre Pío, que tenía en sus manos el estigma de los clavos de Cristo, y Sor María Roselló, una monja a quien visitaba frecuentemente para tratar de limpiar las maldiciones que pesaban sobre la familia. La monja le había revelado a la abuela que Chalito sería un hombre santo, que muy pronto recibiría la llamada del Señor y necesitaba por tanto purificarse, tomar una ruta ejemplar lo más pronto posible, entregarse de lleno a La Llamada. Y para evitar el asedio del Mal, Sor María Roselló le había recomendado a la abuela pintar cruces de yodo en el cuerpo del chiquillo.
—Esto te va a proteger de los malos pensamientos –le había dicho la abuela intentando convencerlo para que se dejara desnudar–. De las tentaciones de la carne sobre todo, las más perversas.
—Pero eso es raro y mi mamá va a enojarse mucho.
—Nadie se dará cuenta porque Dios hará el milagro, vas a ver. Solo vos y yo sabremos de estas señales, para los demás serán invisibles –siguió diciendo la abuela mientras trazaba cruces con el dedo sobre la camisa del muchachito. Chalo sintió un cosquilleo agradable en la espalda y el pecho, pero imaginarse con manchas de yodo lo aterraba. ¿Acabaría como el Padre Pío, esperando que el Altísimo se manifestara con dolor y sangre?
—Además –insistió la abuela– la familia necesita un líder de la fe. No una mujer de fe, sino un hombre, porque las monjas no tienen los privilegios ni la buena vida de los curas.
Sentado en la playa, el chiquillo le da otra oportunidad a Dios para que arrastre hacia el mar las tentaciones. Se mira el cuerpo por si acaso las cruces de yodo le aparecen por milagro. Pero Dios se manifiesta de maneras extrañas, y en ocasiones como esta prefiere callar.
—No te hagás monje –la abuela sopló para asegurarse que el yodo se había secado. Esta vez el frío fue ascendiendo por el cuerpo de Chalo–. Cuidado te metés en una de esas congregaciones de hombres que viven encerrados o andan descalzos. Te quiero algún día con alzacuellos, vestido de negro. Ojalá a vos te toque pedir por mis huesos y personalmente rociés mi ataúd con agua bendita y lo envolvás en incienso.
Pero la llamada del cielo no había llegado todavía. En Hawksbill más bien se había colado una tentación de nombre Tobías, y por él Chalito había salido de la casa de Gregorio Malverde, su tío abuelo, cuando supuestamente todos aún estaban dormidos, aunque al pasar frente a los cuartos de arriba, donde estaban las camas de Ada y las primas, oyó algo así como una conversación, quizás un lamento venido del sueño, y abajo, en el primer piso, la voz de Gema preguntó: “¿Quién anda por ahí?”. Él se detuvo en seco, conteniendo la respiración como para volverse invisible. Gema volvió a gritar: “¿Quién está en la sala?”, antes de pedirle a Dios que la protegiera de los espíritus rencorosos que poblaban el caserón.
Chalito quitó la tranca que aseguraba la puerta principal. Con sumo cuidado logró colocarla casi sin ruido en el piso. Abrió apenas lo suficiente para poder pasar, luego salió corriendo. No le importó dejar la entrada desprotegida, al fin y al cabo las primas se jactaban de que nadie nunca se había atrevido a tomar nada propiedad de los Malverde. Mientras corría hacia la playa, la brisa lo iba envolviendo, lo soltaba, se le subía al cuello, le acariciaba el rostro. “¿Entonces usted va a ser sacerdote cuando crezca?”, le preguntaba la gente instigada por la abuela. Él estaba seguro de que la anciana había incumplido su promesa, y que el chisme ya circulaba entre las beatas de Cartago. “¿Va a estudiar en Roma?”, le preguntó en la calle una de las llamadas Esposas de Cristo. Chalo había asistido con la abuela a su consagración en la catedral, ellas vestidas de blanco, de bruces en el piso, jurando acatar todo tipo de privación. “Eso no lo quiero para vos –le había murmurado la abuela al oído– aunque hagás todos los votos del mundo”. El chiquillo miró alrededor mientras pensaba, luego le respondió a la mujer con un inseguro sí. Ella celebró con muchas bendiciones, pues la abuela le había confesado que en algún trance había visto a su nieto susurrándole al oído a Su Santidad. “Usted va a llegar muy lejos”, le dijo. “Siga haciéndole