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perlíferas que pueden arrancar. Pero generalmente estos pescadores no llegan a viejos. Su vista se debilita y sus ojos se ulceran, sus cuerpos se cubren de llagas. Y con frecuencia sufren ataques de apoplejía bajo el agua.

      -Sí, es un triste oficio, y tanto más cuanto que sólo sirve a satisfacer los caprichos de algunos. Pero, dígame, capitán, ¿qué cantidad de ostras puede pescar un barco al día?

      -De cuarenta a cincuenta mil. Se dice que, en 1814, el gobierno inglés acometió por su cuenta la explotación y, en veinte días de trabajo, sus buceadores cogieron setenta y seis millones de ostras.

      -¿Están bien retribuidos, al menos, estos pescadores?

      -Apenas, señor profesor. En Panamá, sólo ganan un dólar a la semana. Se les paga un sol por cada ostra que contenga una perla. Imagínese el número de ostras que recogen sin perlas.

      -Es odioso que se pueda pagar así a esas pobres gentes que enriquecen a sus patronos.

      -Bien, señor profesor, visitarán usted y sus compañeros el banco de Manaar, y si por casualidad encontramos allí algún pescador madrugador le veremos operar.

      -De acuerdo, capitán.

      -A propósito, señor Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.

      -¿Tiburones?

      La pregunta me pareció a mí mismo ociosa.

      -¿Y bien?

      -Debo confesarle, capitán, que todavía no estoy muy familiarizado con esta clase de peces.

      -Nosotros sí lo estamos, como lo estará usted con el tiempo. Además, iremos armados y quizá podamos cazar alguno por el camino. Es una caza interesante. Así, pues, hasta mañana. Habrá que madrugar mucho, señor profesor.

      Dicho eso, con la mayor naturalidad, el capitán Nemo salió del salón.

      Cualquiera a quien se le invitara a una cacería de osos en las montañas de Suiza, diría naturalmente: «Muy bien, mañana vamos a cazar osos». Si la invitación fuera a cazar leones en las llanuras del Atlas o tigres en las junglas de la India, diría no menos naturalmente: «¡Ah! Parece que vamos a cazar leones o tigres». Pero cualquiera a quien se le invitara a cazar tiburones en su elemento natural solicitaría un tiempo de reflexión antes de aceptar la invitación.

      Hube de pasarme la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor frío.

      «Reflexionemos -me dije -y tomémoslo con calma. Pase aún lo de ir a cazar nutrias en los bosques submarinos, como hicimos en la isla Crespo. Pero eso de ir al fondo del mar con la seguridad de encontrar tiburones es harina de otro costal. Ya sé que en determinados lugares, como en las islas Andamenas, los negros no vacilan en atacar al tiburón, con un puñal en una mano y un lazo en la otra, pero también sé que muchos de los que afrontan a esos formidables animales no vuelven nunca. Además, yo no soy un negro, y aunque lo fuera, creo que la duda no está desplazada.»

      Y heme aquí con la mente llena de tiburones, pensando en esas terribles mandíbulas armadas de múltiples hileras de dientes capaces de cortar a un hombre en dos. Creo que llegué a sentir el dolor en los riñones. Y, además, me era difícil digerir la naturalidad con que el capitán me había hecho esa deplorable invitación. Cualquiera hubiese dicho que se trataba simplemente de cazar un inofensivo zorro en el bosque.

      «Bueno -pensé-, de todos modos, Conseil no querrá venir, lo que me dispensará de acompañar al capitán.»

      No estaba yo tan seguro de la cordura de Ned Land. Cualquier peligro, por grande que fuese, ejercía una invencible atracción sobre su naturaleza combativa.

      Intenté continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin poder hacer otra cosa que hojearlo maquinalmente. Veía entre las líneas las formidables mandilbulas abiertas de los escualos. En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Venían tranquilos e incluso alegres. No sabían lo que les esperaba.

      -Oiga -me dijo Ned Land-, su capitán Nemo (que el diablo se lleve) acaba de hacernos una amable invitación.

      -¡Ah!, entonces ya sabéis lo que…

      -El comandante del Nautilus -dijo Conseil -nos ha invitado a visitar mañana, en compañía del señor, las magníficas pesquerías de Ceilán. Y lo ha hecho en los términos más amables, como un verdadero gentleman.

      -¿No os ha dicho nada más?

      -Nada, sino que ya le había hablado al señor de este pequeño paseo.

      -En efecto, pero no os ha dado ningún detalle sobre…

      -Ninguno, señor naturalista. Nos acompañará usted, ¿no?

      -Yo-… . sin duda, Ned. Pero veo que le apetece a usted.

      -Sí, será curioso, muy curioso.

      -Peligroso tal vez -añadí con un tono insinuante.

      -¿Peligrosa una simple excursión por un banco de ostras?

      Decididamente, el capitán Nemo había juzgado inútil hablarles de los tiburones. Yo les miraba, turbado, como si ya les faltara algún miembro. ¿Debía advertirles? Sí, sin duda, pero no sabía cómo hacerlo.

      -¿Querría el señor darnos algunos detalles sobre la pesca de perlas?

      -¿Sobre la pesca en sí misma, o sobre los incidentes que pueden-… ?

      -Sobre la pesca -respondió el canadiense-. Bueno es conocer el terreno antes de adentrarse en él.

      -Pues bien, sentaos, amigos míos, y os enseñaré todo lo que el inglés Sirr acaba de enseñarme sobre esto.

      Ned y Conseil se sentaron en el diván. Antes de que comenzara a explicarles, preguntó el canadiense:

      -¿Qué es exactamente una perla?

      -Amigo Ned, para el poeta, la perla es una lágrima del mar; para los orientales, es una gota de rocío solidificada; para las damas, es una joya de forma oblonga, de brillo hialino, de una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el químico, es una mezcla de fosfato y de carbonato cálcico con un poco de gelatina, y, por último, para el naturalista, es una simple secreción enfermiza del órgano que produce el nácar en algunos bivalvos.

      -Rama de los moluscos -dijo Conseil-, clase de los aréfalos, orden de los testáceos.

      -Precisamente, sabio Conseil. Ahora bien, entre estos testáceos, la oreja de mar iris, los turbos, las tridacnas, las pinnas, en una palabra, todos los que secretan nácar, es decir, esta sustancia azul, azulada, violeta o blanca que tapiza el interior de sus valvas, son susceptibles de producir perlas.

      -¿Las almejas también? -preguntó el canadiense.

      -Sí, las almejas de algunos ríos de Escocia, del País de Gales, de Irlanda, de Sajonia, de Bohemia y de Francia.

      -Habrá que estar atentos de ahora en adelante -respondió el canadiense.

      -Pero el molusco por excelencia que destila la perla es la madreperla, la Meleagrina margaritifera, la preciosa pintadina. La perla no es más que una concreción nacarada de forma globulosa, que se adhiere a la concha de la ostra o se incrusta en los pliegues del animal. Cuando se aloja en las valvas, la perla es adherente; cuando lo hace en la carne, está suelta. Siempre tiene por núcleo un pequeño cuerpo duro, ya sea un óvulo estéril, ya un grano de arena, en torno al cual va depositándose la materia nacarada a lo largo de varios años, sucesivamente y en capas finas y concéntricas.

      -¿Puede haber varias perlas en una misma ostra?

      -Sí, hay algunas madreperlas que son un verdadero joyero. Se ha hablado de un ejemplar que contenía, aunque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tiburones.

      -¿Ciento cincuenta tiburones? -exclamó Ned Land.

      -¿Dije tiburones? Quería decir perlas. Tiburones… no tendría sentido.

      -En efecto -dijo

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