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comunal no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de socialismo natural.

      Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al arborizarse, según la muy atinada observación de los naturalistas, y nada podía tener mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.

      Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, caminamos a lo largo de un banco de coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a diferencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fijadas a las rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.

      La luz producía maravillosos efectos entre aquellos ramajes tan vivamente coloreados. Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y cilíndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pasar como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replegaban en sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba en un bloque pétreo.

      El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito. Aquel coral era tan valioso como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.

      El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el kilogramo, y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos conjuntos inextricables y compactos que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admirables especímenes de coral rosa.

      Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fantástica. El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo largo de una suave pendiente que nos condujo a una profundidad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas verdes y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a las que los naturalistas han alojado definitivamente, tras largas discusiones, en el reino vegetal. Un pensador ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo punto de partida».

      Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el aislado «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el dominio del bosque inmenso, de las grandes vegetaciones minerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices de color y sus destellos fosforescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes perdidos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las meandrinas, las astreas, las fungias, las cariófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de gemas resplandecientes.

      ¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comunicar nuestras sensaciones! ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para comunicarnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos peces que pueblan el líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albedrío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

      Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había detenido, con sus hombres formando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

      Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una especie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.

      Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

      En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas groseramente amontonadas, se erguía una cruz de coral cuyos largos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petrificada.

      A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.

      Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un cementerio, el agujero, una tumba, y el objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo y los suyos habían venido a enterrar a su compañero en esa última residencia común, en el fondo inaccesible del océano! ¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel momento! ¡Jamás me había sentido embargado por una emoción tan impresionante como aquélla! ¡No quería ver lo que estaban viendo mis ojos!

      Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresaltados, huían los peces de aquí y de allá. Se oía resonar el hierro del pico sobre el suelo calcáreo y de vez en cuando sobre algún sílex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y pronto se convirtió en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.

      Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco, descendió a su húmeda tumba. El capitán Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y todos los demás, se arrodillaron en la actitud de la plegaria… Mis dos compañeros y yo nos inclinamos religiosamente. Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.

      El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acercándose a la tumba, extendieron sus manos en un gesto de suprema despedida.

      La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de regreso al Nautilus, bajo los arcos del bosque, a través de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso continuo.

      Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nuestros últimos pasos. A la una, ya estábamos a bordo.

      Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plataforma donde, Presa de una terrible confusión de ideas. fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me levanté y le dije:

      -Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió anoche.

      -Sí, señor Aronnax.

      -Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese cementerio de coral.

      -Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros cavamos las tumbas y los pólipos se encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.

      Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capitán trató vanamente de contener un sollozo. Luego, dijo:

      -Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del mar.

      -Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del alcance de los tiburones.

      -Sí, señor -respondió gravemente el capitán Nemo-, fuera del alcance de los tiburones y de los hombres.

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