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abierta...

      —¡Cómo no!, si le tengo un gran pánico a los temblores. Y ya ve que cuando tiembla lo primero que se traba son las puertas. Pero volviendo a lo del insomnio, sí, duermo poco, a pesar de que usted y Herminia no me hagan caso.

      —Sí le hago caso, tía, yo sólo hablaba... Mmmm... ¡qué ricos le quedaron estos huevos con palmito!

      —Con eso de que ya no come carne no le puedo poner tocineta o chorizo a los huevos.

      —Para qué más colesterol, tía, así está bien. Mírese usted con sus problemas cardiacos. Si me hiciera caso y dejara la carne...

      —Ay, no, m’hijo, yo sin carne no vivo. No puedo vivir a punta de ensaladas como ustedes los vegetarianos.

      —Bueno, no sólo ensaladas...

      —Da lo mismo, sin carne toda la comida es ensalada.

      —Qué exageración.

      —Para nada. Usted lo dice porque va a las reuniones teosóficas y lee los libros que le regaló doña Eulogia o los de Herminia, o porque se sienta ahí como fakir y le reza a Buda...

      —No rezo, medito.

      —Casi lo mismo, y con eso de la fraternidad universal y de no hacerle daño a los animales... ya ve que en esto yo tengo mis diferencias; en lo otro no, en lo del plano astral y la reencarnación y todo eso, eso sí me parece bonito, muy interesante, como que sí puede ser, pero dejar de comer mi bistec, mi mondonguito, mi lengua con papas... ya como que ahí no. Por cierto, ¿cómo está doña Eulogia? Hace días que no se para por acá...

      —Supongo que bien. La vi antenoche en la logia y estuvo muy gentil, como siempre. Parece que está trabajando mucho con las damas voluntarias del Hospital San Juan de Dios y por eso no ha venido a visitarnos últimamente, según me dijo.

      —Tan caritativa que es...

      —Sí, claro.

      Dos hermanas...

      Luego de desayunar Fausto decidió hacer una caminata. Fue después de quedar huérfano cuando el entonces niño despertó a los encantos de la errancia. Ensoñaciones del paseante solitario... Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico. El carro en que viajaban se fue a un precipicio. Si no murieron por la caída, de seguro sí por el fuego. En todo caso, con su muerte, Fausto niño tuvo que irse a vivir a casa de sus tíos solteros: Marina, Herminia y Silverio.

      De las dos mujeres, Marina era la más dulce y solícita con el sobrino, siempre estaba de buen humor, aunque mejor no preguntarle por su insomnio porque entonces se desataba en un llanto de quejas. Histeria, hipocondria, ¡quién sabe! Un disculpable defecto entre tanta mansedumbre. Se ocupaba con gusto del orden doméstico y era una experta cocinera. En verdad resultaba un enigma para Fausto saber cómo esa agradable y sencilla mujer se había quedado sin marido.

      La tía Herminia era otra cosa. Siempre agobiada, siempre consumida por la abulia, siempre melancólica. Hermana menor, niña consentida en cuerpo de cuarenta y cinco años, había delegado en Marina toda la responsabilidad de la casa. A veces ayudaba en las labores domésticas, cuando su humor depresivo la dejaba levantarse de la cama. Pasaba horas en su habitación leyendo libros de ocultismo, las lecciones de la logia, estudiando las cartas del tarot o elaborando la carta astral de alguna amiga. Cuando obtenía ingresos por sus trabajos astrológicos, entonces se iba de tiendas, a La Gloria, a El Globo o a El Siglo Nuevo a comprar telas para ella y Marina con las que hacer sus propios vestidos. Ah, porque se me olvidaba decir que Marina, además de excelente cocinera, era buena costurera. Cosía y cocía con mano de ángel.

      Fue Herminia quien introdujo a su sobrino en el mundo del ocultismo, quien lo llevó por primera vez a la casona blanca de la Sociedad Teosófica, en la Cuesta de Núñez. Una vieja y enorme casa de madera de principios de siglo XX, antaño estilo moriscoide y ahora estilo de nada, que había sido casa de habitación del célebre pintor Tomás Povedano, teósofo fundador, no sólo de la logia, sino también de la Escuela de Bellas Artes del país. Casa que llevó al poeta Cardona Peña a escribir aquellos versos: ... “la pacífica Cuesta de Núñez/ donde vivía don Tomás Povedano con sus cuadros/ y había una logia llena de téosofos/ que deshojaban pensamientos sobre la flor del loto”. Vieja casona que lucía su antigüedad misteriosa a la sombra de un nunca terminado de construir nuevo edificio de la Presidencia, abanicada por los árboles del Parque Nacional, aturdida por el cacareo incesante de los diputa­dos en la cercana Asamblea Legislativa. ¡Ah, casa teósofa! Siempre tan cerca del poder...

      ... Un hermano

      A diferencia de sus hermanas, caseras de hueso colorado, Silverio casi nunca estaba en la casa. Por temperamento y por trabajo (agente de ventas que debía desplazarse por todo el país, a veces incluso por toda Centro América), el caso era que Silverio brillaba por su ausencia. No ganaba mal ni rezongaba por ser el real sostén de la casa. Mantener a sus dos hermanas y al sobrino no significaba para Silverio una carga sino un deber que él asumía sin chistar. Después de todo le correspondía: sólo él fue varón y lo demás tres hermanas. Una se casó, tuvo un hijo y murió. Marina y Herminia no servían para trabajar fuera de casa ni se casaron. Así que él era el llamado a sostener al resto.

      Cuando Silverio estaba en casa, Marina se desvivía por atenderlo. Los mejores platillos, la ropa bien limpia y planchada, la habitación impecablemente lustrosa. Entonces Fausto notaba cómo esa sobreprotección que día a día le dispensaba su tía se desviaba para acoger gustosa al hermano pródigo. Fausto no se molestaba. Después de todo... Marina no era su madre. Entendía el entusiasmo de su tía y le parecía justo que Silverio fuera agasajado.

      Contrariamente a Marina, Herminia mantenía mucha distancia con su hermano. A la menor provocación estaban peleando, por lo que se evitaban. Silverio no dejaba de echar pullas contra su hermana vaga y bruja. “Que se deje de güevadas –gritaba Silverio a Marina para que oyera Herminia–, que se deje de libritos, achaques y hechicerías, que se ponga a trabajar aquí en la casa, como vos, Marina, que te doblás el lomo, mientras esa vagabunda se la pasa como vaca en el prado, echadota en la cama con sus dichosos Madama Babaski y su Papús”. Silverio hablaba y hablaba y Herminia leía en un rincón sin hacerle caso. Ya se calmaría y ella seguiría en lo suyo y él en lo de él.

      Fausto, por una cierta solidaridad silenciosa con su tía Herminia, evitaba un poco a Silverio quien, a decir verdad, nunca le había resultado especialmente simpático. Lo estimaba y lo respetaba como su benefactor, pero de ahí a quererlo con la intensidad con que quería a sus tías había un gran trecho. Silverio era recíproco en el sentimiento pues nunca se sintió muy atraído por su sobrino, ese chiquillo esmirriado que a los diez años se convirtió en su protegido. Ahora, de quince, el mocoso no le era más simpático que antes, sobre todo después de seguir a Herminia en sus delirios de bruja. “Además –le había dicho a Marina– a mí no me parece que un chamaco ande en esas cosas, está muy joven, allá Herminia que está vieja y loca, pero Fausto no. Por otra parte, yo sé que en esos ambientes hay mucha gente rara, tanto hombres como mujeres, y quién sabe, en la de menos afectan al muchacho, ¿no te parece, Marina?”

      Marina, atrapada entre dos fuegos, los enigmas y gritos de Silverio y los ataques y silencios de Herminia –quien fingía, y a veces sufría, unos congestionamientos asmáticos ante la menor provocación–, optaba por dejar que las cosas siguieran su propio rumbo, tranquilizando a Silverio durante las temporadas que pasaba en casa y cuidando de Herminia y Fausto en sus excesos vegetarianos. Escuchaba las peroratas ocultistas de su hermana pero no la afectaban gran cosa. Le parecían bonitas historias en las que no había que creer demasiado... aunque tampoco dejar de creer. Le resultaba interesante, quizás demasiado interesante, aquel mundo misterioso y pleno de correspondencias ocultas descrito por su hermana. Sin embargo, ella mejor seguía con sus misas y sus rosarios, con su fe católica y su biblia Nácar-Colunga pues, si como cuenta Herminia, todas las religiones son ramas del árbol de la sabiduría divina –y nada si no esto es la esencia de la dichosa teosofía, afirmaba–, entonces ella, Marina, está bien ubicada, subida como ardilla en su rama de cristianismo, sentada en la espina católica,

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