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sé si pueda. Tratarla de usted me parece la manera más natural, la que me sale solita. Tratarla como usted quiere, de vos, me parece una falta de respeto, aunque seamos amigos. Me sentiría muy forzado, sin naturalidad. Tal vez más adelante.

      —Ni modo... si te molesta tanto... ¿Y lo del doña?

      —Pues lo mismo. ¡Cómo la voy a tratar tan confianzudamente!

      —Cabezón que sos. No podés hacerme ni siquiera ese pequeño favor...

      Eulogia puso entonces una cara de tristeza que buscaba conmover al joven. Dio unos pasos hacia el piano y, meditabunda, comenzó a tocar algunas teclas, sin ton ni son. Fausto, con un sentimiento de culpa, exclamó:

      —Bueno, hagamos una cosa. La llamaré Eulogia y la trataré de vos pero sólo en privado, cuando nadie más esté. ¿Qué le parece?

      —Maravilloso, será nuestro pacto secreto –respondió Eulogia, quien de inmediato cambió de cara y, entre sonrisas, con un paso infantil se alejó del piano y se acercó a Fausto. Entonces lo tomó de la mano y, como una niña que juega a la ronda, dio los pasos de una danza personal. Fausto, al verla tan contenta, también sonrió. Alrededor de ellos, los libros se extendían desordenados sobre la alfombra.

      El guiño de Indra

      Para seguir viéndose sin interferencias, Eulogia sugirió a Fausto que la visitara más a menudo en su casa de Los Yoses. Ahí también podría almorzar, dormir su siesta, hacer sus tareas, estudiar lo profano y lo oculto, en fin, lo que más se le antojara. Tampoco era ésta una solución, argumentó Fausto: si su tío estaba en casa, igual notaría su ausencia y, al regresar, armaría camorra. En todo caso –pero esto ya no lo dijo– visitar a Eulogia en su residencia serviría para alejarla un poco de Tibás y no echar así más leña al fuego.

      Una vez a la semana, generalmente los martes –día de la reunión teosófica–, Fausto visitaba a Eulogia luego del colegio. Ese día marcado lo esperaba siempre un banquete vegetariano que, una vez consumido, lo enviaba invariablemente a dormir la siesta a la recámara de la hija de Eulogia, quien desde hacía dos años vivía en los Estados Unidos con su papá. Aunque Eulogia se había casado dos veces (y dos veces se había divorciado), sólo del segundo matrimonio tenía descendencia: esa “nena” de diecinueve años que, una vez terminado el colegio, se fue a estudiar música al extranjero aprovechando que su papá vivía en los Estados Unidos desde hacía varios años –incluso había vuelto a casarse-.

      Fausto aceptaba los beneficios de su amistad con Eulogia. La estimaba, pasaba ratos agradables con ella, admiraba su entereza ante las adversidades, su constante buen humor, su locuacidad. Sin embargo, a ratos tantas atenciones de su parte lo abrumaban, lo hacían sentirse como volviendo a un estado infantil, de indefensión, del que más bien quería alejarse. Sentía que Eulogia, en su soledad, se aferraba a él y, la verdad era que Fausto no quería convertirse en salvavidas de nadie. A ratos se sentía culpable por esa actitud que autotildaba de egoísta, pero rápidamente se reponía, sobre todo ante la inminencia de un pleito con Silverio.

      Era cierto que antes de la aparición de Eulogia había broncas en su casa, estelarizadas casi siempre por Herminia y Silverio. Pero se trataba de peleas internas, de las que se dan en casi todas las familias, chispas del oficio de convivir, de las que no duran mucho y que terminan volviendo a la calma. Los conflictos generados por Eulogia tenían un matiz distinto ya que, sin atenuantes, la señora emperifollada no pertenecía al núcleo familiar, y era evidente que el ritmo de las cosas se había modificado con su presencia. Eulogia, consciente o inconscientemente, no podía dejar de influir en su entorno, había en ella una voluntad de cambio, de adaptar cuanto la rodeara a su propia visión del mundo, una visión que aunque Fausto compartiera en algunos aspectos –sobre todo los relativos a la teosofía y demás asuntos de esta ralea–, no podía ser impuesta así como así a los demás sin ocasionar problemas. También a Fausto le molestaba un poco que en su propia casa las cosas marcharan –como por control remoto– al ritmo de Eulogia.

      Esto despertaba en el muchacho un cierto resentimiento que él ocultaba y que no le permitía acercarse más a Eulogia, por más esfuerzos que ésta hiciera. No se lo decía por temor a ofenderla, esperando vanamente que ella misma se diera cuenta de la dinámica producida.

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