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Yo lo que preciso es un buen antídoto, Ezra. No me malinterpretes.

      —Eso cambia las cosas, alteza —aseguré emitiendo un leve suspiro—. Os prepararé un antiveneno que ya se usaba en los tiempos del Éxodo.

      —En Jerusalén se dice que los Eleazar conocéis secretos de las plantas con los que muchos sabios caldeos palidecerían. ¿Podrá ser posible, Ezra? Pagaré lo que me pidas. He de confesarte que temo por la subsistencia de mi madre y de mi marido, y por eso reclamo tu reservada ayuda. No reina precisamente la concordia entre hermanos, y Roma acecha para desposeernos del trono. Hay que estar preparada.

      No deseaba otra cosa que ser complaciente con tan fascinadora mujer.

      —Aprovecharé el don que Dios nos legó en el desierto para facilitaros unas redomas de un eficaz antídoto que os regalaré con sumo placer, princesa, y al que deberéis añadir, no lo olvidéis, varias gotas de aceite purificado para acelerar su efecto, si es que tenéis que usarlo, Yavé no lo quiera —le revelé para evacuar su preocupación y agradecerle su sinceridad para conmigo.

      —Me halaga que seas tan servicial. Gracias, muchacho.

      Abierta la brecha de la franqueza, me consultó sobre las bondades de las plantas curativas y yo colmé su curiosidad. Era evidente que estaba a gusto y deseaba hablar con una persona ajena a la ralea regia, y que además conociera los secretos de la farmacopea. Se interesó por la fabricación de nuestros perfumes y por mis estudios en la Academia y, al rato, y a pesar del abismo que nos separaba, me animé a preguntarle:

      —¿Injurio vuestra dignidad, amirah, si os hago una consulta?

      —Hazla con libertad, Ezra. Ya tenemos un secreto en común —me instó serena y recogió el felino de uno de los cojines, donde ronroneaba.

      Aquella mujer ejercía sobre mí una fascinación rayana en la excitación. Me atreví a mirarla directamente a los ojos y le manifesté mi reflexión. Deseaba saber su opinión, conociendo que no era judía, y por su insumiso coraje natural.

      —¿Creéis en el Mesías que espera el reino de Israel, mi señora? —lancé la pregunta, ignorante de si iba a enojarse o llamaría a sus criados para que me arrojaran a la calle a patadas. Aguardé nervioso su respuesta.

      Su mirada se reactivó ante mi indiscreta curiosidad. Se tornó grave y me dijo:

      —No me tengo por persona religiosa. Por supuesto que no creo en esos dioses griegos y romanos que me producen risa, y detesto que divinicen a sus emperadores, les alcen templos y les ofrezcan incienso, pero tampoco concibo a Dios como vosotros, airado, vengativo, excluyente de los demás pueblos, eternamente agraviado y siempre dispuesto a castigar a su grey, o a quien quebrante la ley. Y esos arrogantes sacerdotes saduceos, ratas de los romanos, me causan repugnancia.

      —¿Y sobre el Redentor que nos libre del dominio de Roma? —insistí, deseoso de su veredicto.

      Me sentí mal al inmiscuirme en sus opiniones, pero las precisaba. Sonrió.

      —¿De verdad, tú que eres un estudioso de las escrituras, piensas que surgirá un enviado que acabará con la dominación extranjera, destruirá a esa laya de sacerdotes venales y corruptos y llevará al pueblo a una edad de oro donde abunde la leche y la miel? Qué poco conoces la codicia de los gobernantes. Los saduceos nunca lo permitirán, ¿sabes? Y los romanos, menos aún, Ezra. No seas iluso, querido amigo.

      —Es la esperanza secular del pueblo de Israel —afirmé.

      Erráticas fragancias a rosas, jazmines y arrayanes entraron por la ventana.

      —¿Y para qué? ¿Para que lo toméis por loco y lo matéis a pedradas? ¿No ha ocurrido siempre así? ¿No está el desierto lleno de los huesos calcinados de muchos profetas que aseguraban ser el Mesías? —me interrogó con su mirada fija en la mía—. Asúmelo de una vez por todas, Ezra. El pueblo judío es bárbaro e ignorante, excluyente e intransigente en su fe, que teme más que ama a un dios sombrío, insatisfecho y lleno de venganzas. Además, está cegado por reglas tan estrictas que lo apartan de la felicidad terrenal y de su disfrute. Y más pronto que tarde, Roma aplastará a Israel.

      No pude soslayar una punzada de abatimiento en mi interior y reflexioné sobre sus palabras. De repente fue ella la que me preguntó a mí, taladrándome el alma. Yo jamás me hubiera atrevido a interrogarla sobre asunto tan controvertido en Israel.

      —¿Y tú, crees que Johanan el Bautista fue también un Mesías?

      Medité mi respuesta, pues su memoria estaba unida al encuentro reciente con Salomé, a la que acusaban de bruja intrigante. Sabía que había sido ejecutado por orden de Antipas, en el decimoquinto año del reinado de Tiberio, hacía muy poco, y que como yo mismo era hijo de la casta sacerdotal y un austero nazir, o sea un asceta de Hebrón con voto de ayuno y abstinencia de todos los placeres mundanos.

      —No lo creo, mi señora, pero sí que fue un esenio de convicción, un hombre justo que luchó por la pureza del Templo y de nuestras creencias, que removió corazones dormidos y que bautizaba para purificar nuestras conciencias —dije lo que pensaba.

      Salomé no deseaba dar por zanjada la cuestión, y como si deseara exculparse y estuviera resignada a lo inevitable, me preguntó:

      —¿Y opinas que fui yo la culpable de su muerte, como cree todo Israel, y esos bastardos sacerdotes? Habla con libertad, Ezra. Me interesa conocer la opinión de un futuro escriba, hombre sabio y erudito en nuestro pueblo.

      —No sabría deciros, mi señora —mascullé y apenas me salieron las palabras.

      —¿Por qué el pueblo me arroga la responsabilidad en ese enojoso asunto?

      —Yo solo soy un humilde levita, princesa, pero así es.

      —Escucha —solicitó mi atención—. Qué poco conocéis a Herodes Antipas. ¿Tú crees que mi padrastro precisaba de la exigencia de mi madre, o de mí, para librarse del Bautista? Temía un levantamiento popular hacía tiempo, ¿sabes? Las mujeres valemos menos que un shelek de cobre para él, y la promesa hecha a mi madre en nada lo obligaba. Nos desprecia y utiliza, y nuestra opinión no cuenta. Lo del baile fue una argucia que utilizó arteramente, como una hiena que es. Yo dancé aquella noche como lo había hecho otras muchas veces, pero la decisión ya estaba tomada por él. Te pregunto, ¿acaso sus discípulos saben dónde está su cuerpo enterrado?

      —No, no lo saben, según creo.

      —¡Claro! Lo tenía todo previsto y lo hizo desaparecer para que su sepulcro no se convirtiera en un santuario de peregrinación y se mantuviera encendida la antorcha de la insurrección. Y eso hará con todos los mesías que surjan en Israel. Los judíos ignoráis cuánto gusta el poder a los hijos de zorro de Herodes el Viejo. Y ni que bajara el mismo Elías rodeado de ángeles, atenderían a sus consejos. Ni mil profetas, ni cien sumos sacerdotes, lo apartarán de la jerarquía de sus dominios y de su deseo de ser coronado como rey de Judea. ¿Entiendes, Ezra?

      La lindeza de la dama principesca me resultaba ilimitada, pero sus certeros argumentos sobre el poder del templo y del trono me habían convencido, y así se lo hice saber. Y desde aquella tarde de verano, la amirah Salomé reinó única en mi corazón.

      Y aunque yo sabía que era una fruta prohibida y que estaba obligada por intereses de gobierno, su exotismo, su sutilidad y su certero discernimiento hicieron presa en mi alma.

      Cometí un capital error en convertirla en mi amor platónico y amarla solo con el pensamiento. Me hizo sufrir, pero yo era un joven inexperto en el mundo de las mujeres y por aquel entonces no conocía cómo actuaban y mucho menos lo que pensaban. Siempre he venerado a las mujeres, pero ahora sé que nunca te dan lo que deseas.

      —En unos días enviaré a Saulos por las redomas. Te agradezco tu compañía y tu lúcida conversación. Y te daré un consejo para tu futuro como maestro del Templo: no te fíes de esos dos buitres que se llaman Anás y Caifás. Venderían a sus propias madres por un denario. Preocúpate solo de la obra de Dios —me aconsejó fraternal.

      La princesa Salomé

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