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a Jerusalén al frente de la Legión XII, Pilatos instaló unos estandartes con las figuras de los césares Tiberio y Augusto en la Torre Antonia, sede de las cohortes romanas, y el águila romana fue enarbolada frente al mismísimo templo de Dios, contraviniendo el pacto firmado con Octavio Augusto de no hacer ostentación de imágenes de ninguna índole en tan sacrosanto lugar.

      —¡Romanos, nuestra ley prohíbe la exhibición de ídolos! —gritábamos.

      La ciudad estaba soliviantada y una legación de notables del sanedrín viajó a Cesarea para exigir a Pilatos la retirada inmediata de los lábaros paganos, entre ellos mi padre, que presidía la facción farisea. C.omo hombre sanguinario y tiránico, Pilatos los amenazó con cortarles el cuello allí mismo. Los cómplices saduceos quedaron callados. Pero sí hubo una respuesta. Los fariseos presentes, a una señal de mi padre Fazael, se arrodillaron, apretaron los puños y mostraron sus cuellos desnudos al sorprendido procurador, quien, impresionado por su fervor religioso, accedió a regañadientes a su demanda.

      Mi madre Bosem, mi hermana Arusa y yo, conocidas las noticias, temimos por la integridad de mi padre, quien a su llegada manifestó preocupado a mi tío y a mí:

      —La cautividad de Babilonia será recordada como un juego de niños con lo que se avecina, queridos míos —nos aseguró con un gesto de intranquilidad y frunciendo el entrecejo—. Ese nuevo procurador, Pilatos, es un hombre despiadado e insaciable.

      —Nos hablan de la amistad de Roma cuando esos malditos Pompeyo, Craso y Casio profanaron el Santo de los Santos y expoliaron sus tesoros —intervino mi tío.

      Mi padre bufaba furioso y yo tomé conciencia de lo que es ser dominado por otro pueblo de costumbres y creencias tan distintas. Hablé con voz queda:

      —Un rabino galileo, Yeshua ben Josef, predica por Galilea un nuevo reino, cura a los enfermos y consuela a los desamparados, predicando la igualdad entre los hombres y la compasión como norma de convivencia. No niega el tributo al César y aunque él no se proclama, sus seguidores lo consideran el verdadero Mesías que esperamos. Quizá en él esté la esperanza de Israel.

      Mi tío, hombre mesurado y prudente, se mesó su barba gris y dijo:

      —Cada vez que surge un mesías, Israel sufre y padece. Al final, ese rabino galileo se convertirá en un mártir del pueblo, pues ni Pilatos, ni Herodes Antipas, ni Caifás transigirán para que ponga en riesgo sus negocios y la férrea pax romana, ¿entendéis? Ahora nos tocar probar la amargura de la humillación.

      Me noté aturdido por la funesta opinión de mis familiares más queridos.

      Nosotros no comprendíamos cómo aquellos extranjeros podían creer en dioses de mármol tan estériles como infecundos, aunque ellos a su vez nos tachaban de adorar a un dios temible y despótico y amo de nuestras vidas, que además ponía trabas a nuestra felicidad. Pero ignoraban que en esa fe inquebrantable y en ese temor a Dios residía nuestra fuerza como pueblo.

      Y como yo mismo, no había un solo israelita que no deseara la llegada del Libertador.

      II

      SALOMÉ

      Año XIII del reinado de Tiberio César

      Recuerdo aquella tarde con nitidez diáfana, al poco de regresar mi padre de su misión a Cesarea. Mi tío, el reputado comerciante Zakay, al que yo amaba por su bondad y sabiduría, me envió como otras tantas veces a llevar unos productos al palacio de los asmoneos, donde en algunas épocas del año solía residir la familia de Herodes. Algunos componentes del linaje real habían acudido a la festividad del Suvuot, la que se celebra cincuenta días después de la Pascua.

      Salí de la tienda, bordeé el muro oeste del santuario, crucé el puente y accedí al palacio que se halla frente al Atrio Regio del templo, y donde flameaba el emblema real herodiano. Portaba una caja repleta de tarros de aceite para el baño y de caros perfumes. Los haces de un sol anaranjado convergían sobre la fastuosa mansión regia, que parecía un crisol de oro. Pensé que se asemejaba a una primorosa pintura griega.

      Hacía mucho calor y las moscas y el asfixiante mes de elul, a primeros de agosto, torturaban con saña a los jerosolimitanos. Sabía que, al reconocerme, los guardias que vigilaban el portón no me impedirían el paso para hacer la entrega en el aposento del mayordomo Sekhmat, como era la costumbre.

      —¿Eres tú Ezra, el perfumista? —me preguntó el escolta al verme.

      —Sí, soy el hijo de Fazael Eleazar —informé confundido por la novedad.

      —La señora Salomé, la amirah, desea hablar contigo. Vamos, pasa conmigo para presentarte ante el intendente del palacio, el kurós Chuza.

      Expresé mi extrañeza, pero lo seguí nervioso y con no menos diligencia hasta el aposento del orondo y rollizo palaciego, que me recibió con afecto. Crucé con él unos pasillos donde no percibí ninguna representación de animal, persona o dios, como prescriben las creencias judías. Todos sabíamos que la familia herodiana era maestra de la diplomacia y sabían cómo aparecer devotos ante el pueblo y los sacerdotes, aunque sus costumbres fueran abiertamente paganas e inmorales.

      Vasallos interesados de Roma habían sometido al pueblo hebreo de forma tiránica desde el despótico Herodes el Grande, despreciando nuestra religión y tradiciones y oprimiéndonos con impuestos obscenos, mientras soportábamos sus ambiciones.

      De sangre edomita, nabatea y árabe, la amirah Salomé II estaba casada con su tío, Herodes Filipo II, quizás el más justo de los gobernadores de la familia, que administraba la región del norte y oeste de Galilea con equitativo tino. Hija de Herodías, se comentaba en Jerusalén que era una lilit, un demonio, una mujer maliciosa y pervertida y la encarnación del mal, indecencias que había heredado de su bisabuela, la macabea Mariamne, esposa del viejo Herodes el Grande.

      Aseguraban quienes la conocían que poseía la infinita perfidia de las mujeres paganas, amén de una exótica belleza, casi fatal, y que en la conversación directa esgrimía un inquietante temple y una agudeza sutil, como si conversaras con una cobra egipcia. Los jerosolimitanos la llamaban la Perra de Petra, pues solía exhibirse ante los hombres como una zorra de burdel, atrayendo sus lascivas miradas. No obstante, yo sabía que muchos sacerdotes del sanedrín la deseaban con desespero, cayendo en el mismo pecado que ella.

      Ignoraba con qué clase de persona iba a encontrarme y estaba inquieto, pues yo era un joven inexperto en el trato con las mujeres. Me mostraría respetuoso.

      De repente se acercó lo que me pareció un paje o doméstico palatino, un joven menudo de cuerpo al que yo conocía, pues asistía a la Academia del templo, que recibió la orden de Chuza de acompañarme hasta los aposentos de la regia dama. Supe después que pertenecía a la familia herodiana, ignoro si por sangre, por servidumbre o por tributo, y que se había criado en Cesarea y Tiberíades junto a los cachorros reales, acompañando a su señor, el suntrophos Herodes Antipas, con el que mantenía un cercano apego.

      No parecía judío, sino idumeo, por su tez muy morena, cabello ensortijado y nariz aquilina, y advertí que se movía con gran autonomía por el palacio. No sin cierta prepotencia, me habló en un griego perfecto y, tras despedir al guardia, me dijo que me conduciría ante su señora:

      —Me llamo Saúl, o Saulos, como lo desees, y te conozco. Eres Ezra Eleazar, ¿verdad?, y uno de los discípulos predilectos del maestro Gamaliel.

      —Así es Saúl. Puedes saludarme cuando me veas en la escuela del Templo —contesté cordial al hospitalario recibimiento del mozalbete.

      Me condujo a un habitáculo abierto a un patio de rosales y adelfas, y me quedé en medio inmóvil, sin saber qué hacer. Se respiraba la benignidad del silencio y erráticos efluvios de un perfume dulcísimo a rosas de Sharon halagaron mis sentidos. Me acerqué al ventanal y palidecí, percibiendo un estremecimiento en mis entrañas.

      —Espera aquí —me rogó.

      En el centro geométrico del jardín se alzaba un estanque de chorros menudos donde

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