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la Royal Society of Literature. Sus cuatro volúmenes sobre el nacimiento del mundo moderno —La era de la Revolución (1789-1848), La Era del Capitalismo (1848-1875), La Era del Imperio (1875-1914) y la Historia del siglo XX (1914-1991)- constituye un destacable trabajo de síntesis, y sólo se puede considerar en verdad tendencioso el último, en el que su interés por encubrir el experimento comunista y acusar de todos los males al capitalismo adquiere rasgos en parte siniestros y en parte sorprendentes. Su análisis sobre la Revolución Industrial y sus intenciones imperialistas —Industria e Imperio— es con justicia el manual de referencia sobre el periodo, y se ha reeditado cada año desde que se publicó por vez primera en 1968. Al reflexionar sobre el método utilizado en estas obras, Hobsbawm escribió que «no es posible ningún debate serio que no haga referencia a Marx o, más exactamente, que no comience donde él lo hace. Lo que implica básicamente (…) una concepción materialista de la historia»[2]. Y es con esta afirmación en mente por donde se debe comenzar a valorar su contribución a la vida intelectual.

      La concepción materialista de la historia de Marx era una respuesta a la filosofía de Hegel, para quien la evolución de las sociedades estaba dirigida por la conciencia de sus miembros expresada en la religión, la moralidad, el derecho y la cultura. Como se sabe, para Marx esto no era así. No es «la conciencia la que determina la vida, sino que la vida determina la conciencia» (La ideología alemana). La vida no constituye un proceso consciente desarrollado en el ámbito de las ideas, sino que es una “realidad material” enraizada en las necesidades orgánicas. También la base de la vida social es material, es decir, comprende la producción, la distribución y el intercambio de bienes. La actividad económica es la base sobre la que descansa la “superestructura” de la sociedad. Los factores mentales o espirituales, considerados tradicionalmente agentes del cambio histórico —como por ejemplo los movimientos religiosos, las innovaciones jurídicas, la autocomprensión y la cultura de comunidades locales, así como las instituciones que conforman la identidad de un Estado-nación—, son todos ellos fenómenos dependientes de la producción material. Las sociedades humanas evolucionan al desarrollarse las fuerzas productivas, lo que exige una continua revolución y transformación de las relaciones de propiedad, y esto es lo que determina la transición del esclavismo al feudalismo y de este al capitalismo, etc. Las estructuras sociales cambian y se modifican como respuesta a las necesidades y oportunidades de la producción, cambios que son similares a las adaptaciones de las especies en la dinámica evolutiva. También la conciencia de una sociedad, manifestada en su religión, en su cultura y en su derecho, es resultado de este proceso, dirigido en última instancia por las leyes del crecimiento económico.

      También en todos estos ejemplos se pueden ver las demandas y exigencias de las fuerzas productivas en relación con las instituciones y la cultura que facilitará su expansión. Esta expansión de las fuerzas productivas es el hecho básico que permite explicar todo cambio social como respuesta al mismo. Las instituciones y las formas culturales existen porque sirven para respaldar relaciones económicas, igual que una casa se apoya sobre sus cimientos. Y las relaciones económicas existen porque hacen posible el crecimiento de las fuerzas productivas causado por los cambios tecnológicos y demográficos.

      Pero una cosa es afirmar que las instituciones existen por su funcionalidad y otra, más trivial, sostener que desa­parecen al revelarse disfuncionales. Cuando la ley de herencia hizo imposible la explotación en Inglaterra de los recursos naturales, devino económicamente disfuncional. Como consecuencia de ello, surgió la necesidad de cambiarla. Pero no puede afirmarse que la ley se promulgara por su utilidad económica. Puede, y de hecho es lo que ocurrió, que naciera para favorecer intereses familiares y ambiciones dinásticas. Por otro lado, las instituciones sociales pueden ser económicamente disfuncionales y, pese a ello, seguir vigentes porque cumplen otras funciones o, simplemente, por el apego que las tenemos precisamente por ser “nuestras”. La política del Shogunato Tokugawa, que determinó el aislamiento de Japón del resto del mundo entre 1641 y 1853, era equivocada desde un punto de vista económico, ya que impidió el desarrollo del comercio internacional que después fue tan beneficioso para el país. Pero era funcional en otro sentido, pues gracias a ella Japón disfrutó de un largo periodo de paz que cuenta con pocos paralelos en la historia de otras naciones y desarrolló la refinada cultura sintoísta a la que, entre otras cosas, debemos las hermosas salas de consuelo para muertos.

      Pero entonces, ¿cuál es la utilidad de la teoría marxista de la historia? Es cierto que no puede negarse que existe una red de conexiones entre la vida económica y social, pero no es posible determinar cuál es el efecto y cuál la causa, puesto que no podemos realizar experimentos para verificar nuestras hipótesis. Puede afirmarse, pues, que en la práctica la teoría marxista de la historia no supone tanto una explicación cuanto un cambio de acento. En lugar de estudiar, como han hecho otros, el derecho, la religión, el arte o la vida familiar, los marxistas se centran en el análisis de las realidades “materiales”, es decir, en la producción de alimentos, casas, maquinaria, mobiliario y medios de transporte. Si se es suficientemente selectivo, puede dar la impresión de que la producción de bienes es el verdadero motor del cambio social, pues, al fin y al cabo, sin ellos ningún otro bien puede existir. Aunque esto sin duda es un poderoso estímulo para la búsqueda de hechos relevantes, no es en modo alguno una explicación causal, y puede resultar engañoso describir sobre esta base la historia moderna, en la que las innovaciones jurídicas y políticas han sido con tanta frecuencia tanto causa del cambio económico como resultado del mismo.

      Para los historiados marxistas de la generación de Hobsbawm, la noción de clase ha sido todavía más importante. Como veremos en nuestro análisis de la obra de Perry Anderson (Cap.7), estos historiadores se han centrado en estudiar los períodos de convulsiones sociales y rebelión con la esperanza de descubrir en ellos evidencias de esa “lucha de clases” que alimenta la agitación social y política. A este respecto Marx diferenció la “clase en sí” de la “clase para sí”. En un sistema capitalista el proletariado está formado por todos aquellos que no tienen ningún bien que intercambiar excepto su fuerza de trabajo. Objetivamente hablando, los miembros del proletariado forman una clase porque poseen intereses económicos comunes, en concreto, liberarse de la “esclavitud del salario” y controlar los medios de producción. También los burgueses constituyen una clase por idéntico motivo, es decir, por el interés que comparten en mantener el control de los medios productivos. De esa contraposición de intereses surge la “lucha de clases”, que es un conflicto que se desarrolla en el ámbito de las fuerzas materiales y de la que puede que los propios participantes no sean del todo conscientes.

      Pero las personas no solo tienen intereses económicos. A veces son conscientes de ellos. Y al hacerse conscientes, desarrollan narrativas para justificar su derecho y la justicia o injusticia de su situación. Cuando sucede esto, y se comparte esa conciencia de los intereses comunes, nace la “clase para sí”. Y, según Marx, este es el primer paso necesario para la revolución.

      Todo esto resulta tan poético como emocionante. La cuestión

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