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ella te conserva algún afecto, y al oírlo rabia... ¡Oh! si rabia, avísamelo: quiero tener ese gusto.

      »El lunes te esperamos. Papá dice que si no vienes no eres hombre de palabra. Está muy impaciente por hablar contigo de política, pues según él, aquí hay una plaga de gente ministerial que le apesta. Si al fin le hicieran senador... y francamente, temo por su razón si no consigue ese bendito escaño. Sigue con la manía de mandar sueltos á los periódicos. En los de estos días hemos encontrado algunos, y también artículos. Ya sabes que mamá los conoce en que casi invariablemente empiezan diciendo: Es de lamentar...

      »Hoy entró muy orgulloso mostrándome la obra que has publicado. Él hacía elogios ardientes, y le leyó á mamá los primeros párrafos. Era cosa de risa. Ni él, ni mamá ni yo comprendíamos una sola palabra, y, sin embargo, todos encarecíamos mucho la sabiduría del libro. Figúrate lo que entenderemos nosotros del Análisis del terreno plutónico en las islas Columbretes, ni qué interés pueden tener para mí las capas cuaternarias, los terrenos pirógenos, azóicos... Hasta el escribir estas palabrotas me cuesta trabajo, y tengo que ir trazando letra por letra. Sin embargo, basta que hayas hecho tú esa monserga de sabidurías obscuras, para que me cautive. He pasado algunos ratos leyendo tus páginas, como si leyera el griego, y... no lo creerás, pero es cierto que sin saber la causa, yo leía y leía, llevada de un no sé qué de admiración y respeto hacia tí. Entre tantos nombres endiablados he encontrado algunos preciosísimos y que han despertado en mí simpatías, tales como sienita, pegmatita, variolita, anfibolita. Todas estas niñitas me parecen nombres de hadas ó geniecillos que han jugado alrededor de tu cabeza cuando estudiabas la obra de Dios en las honduras de la tierra.

      »Pero sin quererlo me estoy volviendo poetisa, y esto es inaguantable, señor mío. ¡Y esta pícara carta que no quiere dejarse acabar!... Mamá me está llamando para ir á paseo. Está muy aburrida. Dice que éste es un lugar de baños eminentemente cursi, y que antes se quedará en Madrid que volver á él. Ni casino, ni sociedad, ni expediciones, ni tiendas de chucherías, ni gente de cierta clase. La verdad es que no hay dos Biarritz en el mundo.

      »Leopoldo también está aburridísimo. Dice que éste es un pueblo salvaje, y que no comprende cómo hay persona decente que venga á bañarse entre cafres. Así llama á los pobres castellanos que inundan estas playas. Gustavo ha pasado á Francia para visitar al santo y angelical Luis Gonzaga, que está algo delicado. ¡Pobre hermanito mío! Hace días nos visitó de parte suya un clérigo italiano, un tal Paoletti, hombre amabilísimo, muy instruído y de conversación muy amena... Pero quiero darte cuenta de todo, y no puede ser. El papel se acaba, y mamá me llama otra vez. Adiós, adiós, adiós. Que no faltes el lunes... Hablaremos de aquello, ¿sabes? de aquello. Anoche, cuando rezaba, le pedí á Dios por tí... No pongas esa cara de pillo. Hay en tu alma un rinconcito obscuro que no me gusta. No digo más por no parecer doctora de la Iglesia, por no anticipar una empresa gloriosa que tendrá su... quédese también esta frase sin concluir... Abur, perdido... Memorias á las sienitas, pegmatitas y anfibolitas, únicas señoritas de quienes no tiene celos la que te quiere de todo corazón, la que tiene la simpleza de creer todo lo que le dices, la que te espera el lunes... cuidado con faltar. Hasta el lunes. Si no, verás quién es tu

      María.»

      II

       Herpetismo.

       Índice

      El que leyó esta carta paseaba, mientras leía, por una alameda de altísimos árboles. En uno de los extremos de ella había una construcción baja, de cuyo pórtico con pretensiones greco-romanas salían tibios vapores sulfúricos, harto desagradables, y en el otro uno de esos edificios falansterianos á que concurren los españoles durante el estío para reproducir en el campo la vida estrecha, incómoda y enfermiza de las poblaciones. Escabrosas montañas, de hierba y musgo vestidas, daban con el pie al establecimiento, como para arrojarlo al río, y éste, que intentaba disimular su pequeñez haciendo ruido (á semejanza de muchos hombres que son Manzanares de cuerpo y Niágaras de voz), se encrespaba junto al muro de sostenimiento, jurando y perjurando que se llevaría falansterio, alameda, cantina, médico, fondista y veraneantes.

      Estos cojeaban tosiendo en la alameda, ó formaban desiguales grupos bajo los árboles y en los bancos de césped. Oíanse monografías de todos los males imaginables: cálculos sobre digestiones hechas ó por hacer; diagnósticos ramplones; recuentos de insomnios, hipos y acedías; inventarios de palpitaciones cardiacas; disertaciones varias sobre las travesuras del gran simpático; sutiles hipótesis sobre los misterios del sistema nervioso, iguales á los de Isis en lo impenetrables; observaciones erigidas en aforismos por un pecho optimista; vaticinios de aprensivo que cuenta por sus toses los pasos de la muerte; esperanzas de crédulo que supone en las aguas la milagrosa virtud de resucitar difuntos; sofocados ayes del atacado de gastralgia; soliloquios del desesperado y risas del restablecido.

      El que no ha vivido siquiera tres días en medio de este mundo anémico y escrofuloso, compuesto de enfermos que parecen sanos, sanos que se creen enfermos, individuos que se pudren á ojos vistos carcomidos por el vicio, y aprensivos que se sublevarían contra Dios si decretara la salud universal, no comprenderá el fastidio é insulsez de esta vida falansteriana, tan ardientemente adoptada por nuestra sociedad desde que hubo ferrocarriles, y en la cual rara vez se encuentra el plácido sosiego del campo.

      Con todo, no faltan atractivos en la sociedad herpética. La renovación constante de tipos; las bellezas que entran cada día, acompañadas de más mundos que un sistema planetario; el lujo, las tertulias; la delicada ambrosía de la murmuración, servida á cada instante y pasada de boca en boca sin saciar jamás á ninguna ni agotarse con el diario consumo; los improvisados ó redivivos noviazgos; los rozamientos morales, ora ásperos; ora de dulce suavidad; los mil cabos que se atan ó se desatan, el bailoteo, las expediciones para ver gruta, panorama ó golpe de ruínas, que ya se vieron el año pasado, y que se han de gozar uniendo la voz al coro de la admiración general; los juegos inocentes ó venialmente criminales; las bromas, los complots, las galanas intrigas con que algunos se atreven á romper la monotonía de la felicidad colectiva, de aquel esparcimiento colectivo, de aquella higiene colectiva, de aquella vida eminentemente colectiva, que en medio de sus esplendores tiene un no sé qué reglamentario y lúgubre á estilo de hospital, dan atractivos á estos sitios, al menos para ciertos caracteres, precisamente los que más abundan. Por eso van allá todos los españoles, unos con su dinero, otros con el ajeno, y desde que apunta Julio son puestos en prensa el administrador ó el prestamista para que alleguen los caudales que reclama aquel importante fin de la vida moderna. Enardece á la sociedad un loco afán de embriagarse con aguas de azufre, y para cantar esta sed elegante se echa de menos un Anacreonte hidropático.

      El que leía la carta era un joven vestido de riguroso luto. Leídos y guardados los tres pliegos, quiso seguir paseando; mas le fué preciso atender á los saludos de sus compañeros de fonda. Era la hora en que la mayor parte de los bañistas bajaban á beber el agua y á pasearla. Veíanse caras desconsoladas y escuálidas, unas de viejos verdes y otras de jóvenes achacosos; sonrisas mustias que se confundían con las contracciones de dolor; no se oía más que un preguntar y responder constante sobre las distintas formas y maneras de estar malo.

      La chismografía patológica es insoportable, y así debió comprenderlo el de la carta, que afortunadamente estaba bien con Esculapio, porque tomó el camino de la fonda para salir del establecimiento; pero fué detenido por un grupo compuesto de tres personas, dos de las cuales eran de edad madura, de aspecto grave y hasta cierto punto majestuoso.

      «Buenos días, León—dijo el más joven en tono de confianza íntima.—Ya te ví desde mi ventana leyendo los tres pliegos de costumbre.

      —Hola, amigo Roch, usted siempre tan madrugador,—indicó el más viejo, que era también el más feo de los tres.

      —Leoncillo, buena pieza... alma de cántaro, ¿no paseas hoy con nosotros?—dijo el de aspecto más imponente, que ocupaba entonces, como siempre, el centro

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