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rel="nofollow" href="#litres_trial_promo">XVII. Visitas de duelo.

       XVIII. El cónyuge inocente.

       XIX. Tres por dos.

       XX. Final.

       XXI. Del Marqués de Fúcar al Marqués de Onésimo.

      PRIMERA PARTE

       Índice

      I

       De la misma al mismo.

       Índice

       Ugoibea, 30 de Agosto.

      «Querido León: No hagas caso de mi carta de ayer, que se ha cruzado con la tuya que acabo de recibir. La ira y los pícaros celos me hicieron escribir mil desatinos. Me avergüenzo de haber puesto en el papel tantas palabras tremebundas mezcladas con puerilidades gazmoñas... pero no me avergüenzo: me río de mí misma y de mi estilo, y te pido perdón. Si yo hubiera tenido un poco de paciencia para esperar tus explicaciones... Otra tontería... ¡Celos, paciencia! ¿quién ha visto esas dos cosas en una pieza? Veo que no acaban aún mis desvaríos; y es que después de haber sido tonta, siquiera por un día, no vuelve á dos tirones una mujer á su discreción natural.

      »Mientras recobro la mía, allá van paces y más paces y un propósito firme de no volver á ser irascible, ni suspicaz, ni cavilosa, ni inquisidora, como tú dices. Tus explicaciones me satisfacen completamente: no sé por qué veo en ellas una lealtad y una honradez que se imponen á mi razón, y no dan lugar á más dudas, y me llenan el alma, ¿cómo decirlo? de un convencimiento que se parece al cariño, que es su hermano y está junto con él, abrazados los dos, en el fondo, en el fondo... no sé acabar la frase; pero ¿qué importa? Adelante. Decía que creo en tus explicaciones. Una negativa habría aumentado mis sospechas; tu confesión las disipa. Declaras que en efecto amaste... no, no es ésta la palabra... que tuviste relaciones superficiales, de colegio, de chiquillos, con la de Fúcar; que la conoces desde la niñez, que jugabais juntos... Yo recuerdo que me contabas algo de esto en Madrid, cuando por primera vez nos conocimos. ¿No era esa la que te acompañaba á recoger azahares caídos debajo de los naranjos, la que tenía miedo de oir el chasquido de los gusanos de seda cuando están comiendo, la que tú coronabas con florecillas de dondiego de noche? Sí: me has referido muchas monadas de esa tu compañera de la infancia. Ella y tú os pintábais las mejillas con moras silvestres y os poníais mitras de papel. Tú gozabas cogiendo nidos, y ella no tenía mayor placer que descalzarse y meter los pies en las acequias, andando por entre los juncos y plantas acuáticas. Un día, casi á la misma hora, tú te caíste de un árbol, y ella fué mordida por un reptil. Era la de Fúcar, ¿no es verdad? Mira qué bien me acuerdo. ¡Si sería yo capaz de escribir tu historia!

      »La verdad, yo no había puesto mucha atención en estos cuentos de bebés... pero cuando ví á esa mujer, cuando me dijeron que la amabas... Hace de esto diez días, y aún se me figura que me estoy ahogando como en el momento en que me lo dijeron. Créemelo: me pareció que se acababa el mundo, que el tiempo se detenía (no lo puedo explicar) y se doblaba mostrando un ángulo horrible, un lado desconocido donde yo... otra frase sin concluir. Adelante.

      »Ahora me acuerdo de otra aleluya de tu infancia, que me contaste no hace mucho. ¡Cómo se quedan presentes estas tonterías! Cuando fuiste pollo y empezaste á estudiar esa ciencia de las piedras, que no sé para qué sirve; cuando ella (y sigo creyendo que sería otra vez la de Fúcar) no metía los pies en las acequias, ni se pintaba la cara con moras, ni se ponía tus mitras de papel, jugásteis á los novios con menos inocencia que antes; pero... vamos, lo concedo, siempre con inocencia. Ella estaba en un colegio donde había muchas lilas y un portero que se encargaba de traer y llevar cartitas. Asómbrate de mi memoria. Hasta me acuerdo del nombre de aquel portero: se llamaba Escóiquiz.

      »Basta de historia antigua. Lo que no me dijiste nunca, lo que yo no sabía hasta hoy, cuando he leído tus explicaciones, es que... (pues repito que no me hace gracia, caballero) es que hace dos años os encontrásteis otra vez allí donde florecen los naranjos, mascan los gusanillos y corren las acequias; que hubo así como un poquillo de ilusión; que desde entonces tuviste para ella un afecto sincero, y que ese afecto fué creciendo, creciendo hasta... (aquí entro yo) hasta que me conociste... Muchas gracias, caballero, por la retahila de galantería, de finezas, de protestas, de amorosas palabras que vienen en seguida. Esta lluvia de flores lleva una carilla. Hay carillas que parecen caras divinas, y ésta me hace llorar de contento. Gracias, gracias. Esto es muy hermoso; y lo que dices de mí muy exagerado. Más vales tú que yo... Vives para mí. ¡Ay! León, lo mejor que se puede hacer con estas frases de novela es creerlas. Ábrete, corazón, y recíbelo todo. Yo soy buena católica y me he educado en el arte de creer.

      »¡Si seré tonta que he vuelto á leer la bendita carilla!... ¡Oh, está muy bien!... Que un amor verdadero, elevado, profundo, borró aquel capricho, no dejando rastro de él: muy bien... Que las ilusiones infantiles rara vez persisten en la edad mayor: perfectamente... Que tus sentimientos son sinceros y tus propósitos formales: sí, sí... Que la voz que llegó á mi oído haciéndome creer en el fin del mundo, fué una de tantas conjeturas que lanza la frivolidad del mundo para que las recoja la malicia y haga con ellas armas terribles: eso es, eso es... Que la de Fúcar es hoy para tí tan indiferente como otra cualquiera: divino, delicioso... En fin, que yo y sola yo... que á mí y sólo á mí... ¡Oh, qué dulce es ponerse la mano en el pecho y apretarse mucho diciendo con el pensamiento: «á mí, á mí sola, á nadie más que á mí!»

      »¡Qué argumento tan poderoso me ocurre en favor tuyo! La de Fúcar es inmensamente rica, yo soy casi pobre. Pero cuando se tiene fe no se necesitan argumentos, y yo tengo fe en tí... Cuantos te conocen dicen que eres un modelo de rectitud y de nobleza, un caso raro en estos tiempos. Estoy tan orgullosa como agradecida. ¡Qué bueno ha sido mi Dios para mí al depararme un bien que, al decir de las gentes, anda hoy tan escaso en el mundo!...

      »No quiero dejar de manifestarte, aunque esta carta no se acabe nunca, la impresión que me causó la Fúcar, dejando aparte el rencorcito que despertó en mí. Después de pasado el temporal, puedo juzgarla fríamente y con imparcialidad; y si cuando me dijeron lo que sabes parecióme tener grandes perfecciones, ahora la veo en su verdadero tamaño. No hay que hablar del lujo escandaloso de esa mujer: es un insulto á la humanidad y á la divinidad. Papá dice que con lo que ella gasta en trapos en una semana, podrían vivir holgadamente muchas familias. No carece de elegancia; pero á veces es extravagantísima y parece decir: «Señores, me pongo así para que vean todos que tengo mucho dinero.» Mamá dice que no habrá hombre alguno que se case con ese mostrador de maravillas de la industria. Los Rothschilds no abundan, y la de Fúcar causa terror á los pretendientes. Esa muchacha pródiga, voluntariosa, llena de caprichos y pésimamente educada, tendrá al fin por dueño á cualquier perdido. Así lo dice mamá, que conoce el mundo, y yo lo creo.

      »No la encuentro yo tan graciosa como dicen y como á mí me pareció cuando me moría de celos. Es demasiado alta para ser esbelta, demasiado flaca para airosa. El bonito color no puede negársele; pero se necesita un microscopio para encontrarle los ojos: ¡tan chicos son! Cuentan que habla con mucho gracejo: yo no lo sé, porque nunca la he tratado ni quiero tratarla. La ví de lejos en la playa, y en el balcón de la casa de baños, y me pareció de maneras desenvueltas y libres. Creo que me miró de un modo particular. Yo la miré queriendo darle á entender que me importaba poco su persona: no sé si lo hice bien.

      »Estuvo aquí tres días. Yo no salí de casa. Nunca he llorado más. Al fin se fué esa loca. El gozo que me causó dejar de verla, se anubla un poquito cuando considero que ahora está donde tú estás. He

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