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escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal, la placentera reunión de todos los suyos, ocupaba su pensamiento. ¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos que irían saliendo, y haciendo gracias pedirían piando el pan de la educación; desarrollar en ellos con derechura el sér moral y el físico; vivir por ellos y atender á las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra, ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido... ¡Oh! para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera, no. Luego venían á su imaginación los encantos de la vida del rico ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo de él... una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por mitad á los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y más grata la sociedad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible á los amigos discretos... Sí: era preciso realizar esto, y realizarlo pronto, antes que se pasase la vida en un rodar incesante y vertiginoso; era menester hallar pronto la que había de ser base de aquella felicidad soñada, pero posible. La elección no era fácil: debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las mejores condiciones para hacerla bien?... Sí: la haría bien, porque era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de crítica, grandes hábitos de análisis... Y sin embargo...

      XIV

       Marido y mujer.

       Índice

      «Y sin embargo... me equivoqué.»

      Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella, en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios, tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después de representarse los hechos del día que hace poco eran escenas y figuras reales, y que pronto serían pesadillas.

      Frente á él, dispuesta ya á acostarse, estaba la incomparable figura de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo, llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas, sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad, ni estilo, ni espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.

      León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche, otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y de ásperos cencerros, y contemplaba á su mujer, cavilando en la espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, habíale soltado un día las riendas sin darse cuenta de ello, y se dejó arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos? ¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura sorprendente? ¿Cómo no vió la pared de hielo, enorme, dura, altísima, que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal compensada por una exaltación áspera ó mimosa? ¿Cómo no adivinó aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de todas, la confianza?

      En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano del corazón á la frente y asentó sobre ésta la palma crispada, como echando una maldición á su sabiduría. María no advirtió aquel movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.

      «Me enamoré como un estúpido—pensó él volviendo á mirarla.—¿Y cómo no, si es tan hermosa?...»

      Recordó después sus infructuosas tentativas para formar el carácter de María. En la primera época del matrimonio, María amaba á su marido con más ardor que ternura. Bien pronto, sin dejar de amarle del mismo modo, empezó á ver en él un sér extraviado y vitando en el orden intelectual. León le había dado libertad para practicar el culto; y ella la usó con moderación al principio. Pero á medida que León trataba de influir en el carácter de ella, no para arrancarle su fe, como algunos mal intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la libertad concedida á sus devociones, y éstas llegaron á ser tantas que ocuparon pronto la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu. No se crea por esto que renunció á las vanidades del mundo, pues gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los paseos de moda, y dedicaba parte del verano á los esparcimientos y expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo, porque gustaba de agradar á su marido; de su casa poco, de su esposo nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas benéficas á cuyo seno había sido llevada por sus amigas ó por su madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.

      «¿Pero no soy yo el rebelde?—decía León con desaliento.—¿De qué la acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué no la tengo?»

      Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual como al principio. En dicho período, revolviéndose María contra su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística, sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante, perfumado con inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado con bonitos sermones y acompañado de hermosas damas. La aspiración de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle á la iglesia era su afanoso empeño.

      «Déjame solo—le decía León agobiado de pena.—Vete y ruega á Dios por mí.

      —Sin tí me falta la mitad de mi vida, y parece que no soy nada buena, como deseo serlo.»

      Luego se abalanzaba hacia él, le estrechaba en sus brazos, y reclinando su frente sobre el pecho del hombre aburrido, decía con gemido perezoso: «¡Te quiero tanto!...»

      La resistencia de León á tomar parte en las prácticas piadosas estableció al fin aquella desavenencia, ó mejor dicho, completo divorcio moral en que les hallamos á los dos años de su matrimonio. Ni se comunicaban un pensamiento, ni se consultaban una idea ó plan, ni partían entre los dos una alegría ó un pesar, que es el comercio natural de las almas, ni se entristecían juntamente, ni mutuamente se alegraban, ni siquiera reñían. Eran como esas estrellas que á la vista están juntas y en realidad á muchos millones de leguas una de otra. Fácil era á los amigos conocer que León sufría en silencio un gran dolor.

      «Se empeña—decían,—en que su mujer sea racionalista, y esto es tan ridículo como un hombre beato.

      —Eso digo yo—añadía otro.—El creer ó no es cuestión de sexo.

      —Es que está enamorado de su mujer.»

      Esto último era exacto en el sentido de que León vivía fascinado aún por la hermosura cada día más sorprendente de María Egipciaca, hermosura que ella, sin dar tregua á la devoción, sabía realzar con el lujo, con la elegancia del vestir y el delicadísimo cuidado de su persona.

      De María podía decirse lo mismo que de León, en lo relativo al enamoramiento: ella también no cambiara por cosa alguna el hombre que le habían dado la sociedad

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