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que empleara diariamente metiendo el dedo en los botes de su tocador de viejo florido. Ojos, nariz y boca eran en él, como los de su hija, de una corrección admirable; mas lo que en ella cautivaba, en él hacía reir, y lo serio se mudaba en cómico, porque nada es tan horriblemente bufón como la fisonomía de una mujer hermosa colgada como de espetera en las facciones de un viejo mezquino.

      Su vestir correctísimo y elegante, sus ademanes desembarazados, su cortesía refinada y desabrida, que encubría una falta absoluta de benevolencia, de caridad, de ingenio, adornaban su persona, brillando como la encuadernación lujosa de un libro sin ideas. No era un hombre perverso, no era capaz de maldad declarada, ni de bien: era un compuesto insípido de debilidad y disipación, corrompido más por contacto que por malicia propia; uno de tantos; un individuo que difícilmente podría diferenciarse de otro de su misma jerarquía, porque la falta de caracteres, salvas notabilísimas excepciones, ha hecho de ciertas clases altas, como de las bajas, una colectividad que no podrá calificarse bien hasta que los progresos del neologismo no permitan decir las masas aristocráticas.

      Y aquel sér vacío y sin luz tenía palabras abundantes no exentas de expresión, y manejaba á maravilla todos los lugares comunes de la prensa y de la tribuna, sin añadirles nada, pero tampoco sin quitarles nada. Era, pues, un propagandista diligente de ese tesoro de frases hechas, que para muchas personas es compendio y cifra de la sabiduría. Era de los que constantemente desean que haya mucha administración y poca política; estaba convencido de que este país es ingobernable; deseaba que se conservasen las venerandas creencias de nuestros antepasados, para que volviéramos á ser asombro de propios y extraños; creía firmemente que aquí no puede haber nada bueno; que éste es un país perdido, á pesar de la fertilidad del suelo; y al mismo tiempo sostenía con rutinaria devoción los dogmas inquebrantables de la hidalguía castellana, de la religiosidad nunca desmentida del pueblo español, de la tendencia materialista del siglo, etc. Tenía además grandísimo horror á las utopias, y para él todo lo que no entendía era una utopia. A la pandereta de su verbosidad no le faltaba, como se ve, ninguna sonaja.

      «¡Siempre aquí, siempre en este bendito despacho, que parece la celda de un prior por sus buenas luces y su tamaño, y habitación de un príncipe por las obras de arte que contiene!... siempre aquí, querido León. No se te ve en ninguna parte. ¿Y María? Anoche estuvo en casa; no faltaron las lágrimas de siempre. Va á que su mamá la consuele, y Milagros y ella cuchichean... Yo creo que entre las dos te ponen como ropa de Pascua. Allí no se piensa más que en los abonos de los teatros y en los Triduos de San Prudencio. Después de misa se reúnen todas á hablar de modas... ¿Estás enfermo? Te encuentro pálido; ¿que tienes?

      —¿Yo?—dijo León mirando á su suegro como quien despierta de un sueño y se ve delante de un desconocido...—¿Decía usted...?

      —Que si estás malo. Tienes muy mala cara. Anoche se habló de tí en casa de Fúcar... Por cierto que nunca he visto al Marqués de tan mal humor. Desde que Pepa se casó con Cimarra, el pobre D. Pedro no hace más que tragar hiel... ¡Pobre Pepa! Se cuentan de Federico horribles bribonadas... ¡Y qué niña tan bonita tiene Pepa! ¿La has visto? ¿No vas por allá?... Tienes buenos cigarros, á fe mía...»

      El humo de los dos habanos se juntaba subiendo al techo. Por un instante reinó profundo silencio en la hermosa pieza. Oíase tan sólo el efervescente rumor del chorro de la manga de riego con que el jardinero refrescaba los macizos del jardín. En habitaciones lejanas cantaban algunos pájaros aprisionados, cuyo charlar parecía una disputa de todas las notas musicales, discutiendo sobre el mejor modo de formar una sinfonía en un cerebro wagneriano. En el despacho, un gran atlas geológico, abierto sobre ancho atril casi tan grande como un facistol, mostraba en franjas de colores las edades del mundo. En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares conchylológicos aserrados por la mitad, revelando el secreto de sus graciosas bóvedas esmaltadas de rosa y nácar; láminas representando huevos en distintos grados de incubación; modelo del ojo humano en cartón y del tamaño de un coco; y en medio de tales baratijas resplandecía el lente de un microscopio, reflejando un rayo de sol y enviándolo cual mirada curiosa sobre la cabeza del Marqués, que, por lo desnuda de cabello, convidaba al estudio de la craneoscopia.

      «¿Te dedicas también á la Historia Natural?—dijo éste con expresión de tolerancia.—Esa parece ser la ciencia del día, la ciencia del materialismo. ¡Bonito servicio estáis haciendo al género humano, arrancándole sus venerandas creencias, para darle un cambio... ¿qué?... la famosa hipótesis de que somos primos hermanos de los monos del Retiro!»

      Rióse con pueril carcajada de su propia ocurrencia, y después echó una ojeada sobre los estantes de libros.

      «¿Sabes—dijo súbitamente,—que soy ponente de la Comisión que ha de dar informe sobre la Ley de vagos?

      —Darán ustedes un informe brillante.

      —¡Oh! es cuestión delicada—añadió el Marqués, echándose atrás en la mecedora, de modo que se quedó mirando al cielo y con los pies en el aire;—es la cuestión madre. Yo le he dicho varias veces al Presidente del Consejo: «Mientras no tengamos una buena Ley de vagos, no hay que pensar en una buena política.» Hay que ir al fondo de las cosas, á las causas fundamentales, ¿no te parece? De la multitud de holgazanes y gentes de mal vivir, cesantes hambrientos y pillastres que aguardan las revueltas públicas para hacer su agosto, proviene el malestar en que vivimos. Bárreme toda esa inmundicia y te respondo del orden social.

      —Muy bien pensado—dijo León.—Barrer, barrer es lo que importa.

      —¡Ah! lo malo es que no puedo dedicar á la Comisión todo el tiempo que deseara. Estoy muy ocupado. Y á propósito, querido León, tengo que hablarte de un negocio.»

      Había llegado al punto que era objeto de su visita; pero abordándolo con grandísimo interés, que hacía palpitar su corazón, lo disimulaba expertamente. No podían faltar á aquel hombre enteco emociones íntimas y donosura cortesana para velarlas.

      «Ya sabes que soy consejero de Administración del Banco de Agricultores. Es una empresa grande, patriótica. Hemos de levantar el crédito territorial del abismo en que yace

      Esta y otras frases de suelto financiero andaban por la boca del Marqués de Tellería como Pedro por su casa. Dijo después varias cosas jamás oídas, á saber: que España es esencialmente agrícola; que la riqueza agrícola no puede desarrollarse por falta de capitales; que los capitales existen... ¿pues no han de existir?... pero que es preciso reunirlos, encauzarlos, distribuirlos convenientemente para que fertilicen... para que beneficien... para que fecunden... El Marqués no pudo acabar la frase, que por ser de su invención y no del repertorio, se le atascó. El Banco de Agricultores estaba íntimamente ligado á la gran compañía inglesa Spanish Phosphate Limited, destinada á hacer una transformación en nuestro país... Era una idea estupenda. ¡Capitales, abonos! He aquí los dos polos del eje sobre que ha de girar la regeneración agrícola del país. (Esta también era frase de prospecto.) El Marqués concluyó la arenga diciendo con aparente indiferencia:

      «¿Qué te parece? ¿Colocarás parte de tus capitales en nuestras acciones?

      —Necesito mi capital para vivir,—dijo León con fingida inocencia.

      —¡Hombre!...»

      León le dijo algo tan crudo sobre ciertas sociedades, que el Marqués perdió de súbito aquel colorete enfermizo que teñía sus mejillas y parte de su nariz, un no sé qué purpúreo como zumo de moras, que eclipsándose ó apareciendo en su cara, expresaba los distintos afectos de su alma. Después de una pausa, durante la cual empeñóse en dar á las guías de su bigote blanquinegro el aspecto terrorífico de las astas de un toro, se levantó y se puso á observar los objetos de Historia Natural. «Bien: no hay más que hablar de este asunto,» murmuró.

      Siguió observando, revolviendo, tocando aquí y allí, cogiendo algunos objetos para acercarlos á sus ojos, y adaptando después uno de éstos al ocular del microscopio, para

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