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en la madrugada. Cuando desperté por la mañana en el cuarto de hotel, no la encontré a mi lado. Las cortinas estaban abiertas, y a través de la ventana se veían los edificios a medio construir y las palmeras del malecón de Santo Domingo. Desde que llegamos a la isla, hace una semana, las grúas abandonadas que dominan el horizonte de nuestra habitación me parecieron siniestras: dan la impresión de que han sido puestas ahí más para derribar que para construir. Todas las mañanas he contado los edificios esperando que falte alguno. Una obsesión paranoide, porque nadie va a mover esas grúas con ningún propósito, y los cascarones de concreto seguirán siendo parte del paisaje de Santo Domingo y su atmósfera; parece como si el tiempo se hubiera detenido en este lugar. Ligia sabía de mi pequeño ritual matutino y por eso dejó las cortinas abiertas antes de marcharse: un último mensaje, metáfora obvia de las ruinas de nuestra relación.

      Volví a contar los edificios antes de decidirme a bus-carla, retrasando el momento de afrontar su partida. Dados los acontecimientos de los últimos meses y la conversación con el taxista que nos llevó del aeropuerto al hotel en días pasados, no podía esperar otra cosa. Tras revisar el baño y buscar alguna nota inexistente, decidí que seguiría cierto “protocolo” antes de comunicar a los organizadores de la Feria del Libro lo que para mí ya era un hecho: que mi mujer había desaparecido. Son las palabras que prefiero utilizar, aunque otros con seguridad considerarían más adecuado decir “se marchó” e incluso “me abandonó”. Ni yo mismo comprendo todo esto, así que lo pongo por escrito. Mis actividades en la Feria terminaron ayer, y mañana debo tomar el avión que hará escala en Panamá y después me devolverá a la Ciudad de México; un avión que, evidentemente, tomaré solo.

      Hice el “protocolo” al que me refería; busqué en el lobby y en el restaurante, en la sala de Internet y en la piscina, y después retrasé aún más el momento de dar la noticia a los organizadores y subí a escribir estas páginas a la habitación, donde hay un cómodo escritorio que desde el primer instante de nuestra llegada me hizo despreciar el de mi estudio y desear escribir algún relato en él. Todos los días lo pensé, aunque no tenía alguna idea concreta que me permitiera arrancar, así que me limité a mirar el mueble por el rabillo del ojo mientras leía o intentaba seguir un programa en la televisión. Ahora ese deseo se está cumpliendo, y me pregunto si la voluntad de escribir un cuento, una historia, no echará a andar mecanismos siniestros e insospechados a nuestro alrededor. Nunca he entendido bien de dónde nace un relato, si es que nace o si en realidad está en alguna dimensión paralela, esperando a que el escritor meta la mano en la oscuridad y saque de ella algún conejo muerto. Lo cierto es que escribir historias y libros me ha llevado a algunas partes del mundo, incluida República Dominicana. No creo en la trillada idea de que los viajes y los lugares remotos y exóticos inspiran y proporcionan material a los autores –eso se debe, sobre todo, al esnobismo exacerbado y propio del gremio; generalmente las mejores historias están a la vuelta de la esquina, a veces basta con abrir un periódico, y si es de nota roja, mejor–, pero en este caso, si bien esta historia se originó en México –en Tampico, para ser más exactos–, en realidad encontró su destino inevitable en la isla caribeña.

      2

      Antes de ese inicio en el puerto mexicano, esta historia tuvo un arranque más formal en la Ciudad de México, hace once meses, en el departamento que compartimos –que compartíamos– Ligia y yo en el Centro Histórico, en la calle de Donceles, justo a un lado del Templo Mayor. Un edificio viejo, cuyas paredes están cubiertas de mosaicos de puntos amarillos y negros que dan la sensación de vivir dentro de un gran panal. Don Roberto, el conserje, siempre está arreglando algún departamento próximo a rentarse, y pone su radio a todo volumen que, sintonizada en alguna estación de boleros o big bands, proporciona la atmósfera adecuada. Para mí, más que el conserje, es una especie de disc jockey encargado de transportar a los inquilinos a la época en que el edificio fue construido.

      Cierta madrugada, Ligia me despertó sobresaltada, y aseguró que alguien acababa de tocar a la puerta del cuarto. Aún medio dormido, le dije que se trataba de las vibraciones de algún camión, pero ella insistió hasta despertarme por completo. Molesto, salí de la cama y abrí la puerta para comprobar que no había nadie en el umbral. Para dejarla tranquila, revisé la casa por todos su rincones –también para mi tranquilidad, pues ella estaba convencida de haber escuchado no una, sino varias tandas de golpes contundentes en la puerta del dormitorio. Tras la minuciosa investigación volví a la cama y apagué la luz, pero ambos tardamos en volver a conci-liar el sueño. Esta escena se repitió cuatro o cinco veces en el transcurso de un mes agotador. Más exhausto que desconcertado, tomé la decisión de que dormiríamos con la puerta abierta. Durante algunos días recuperamos la tranquilidad y el buen sueño, hasta que otra noche las cosas empeoraron. Ligia me despertó y me juró que había visto una silueta en el umbral de la puerta. Encendí la luz; no había nada, pero ella estaba temblando. Para calmarla, le pedí que me describiera a la sombra. “No le vi el rostro”, me dijo entre sollozos, “solamente estaba ahí, observándonos”.

      Para mí estaba claro que Ligia pasaba por una crisis nerviosa, aunque no descartaba el tema de alguna aparición. Jamás me he topado con un fantasma, pero no desestimo las historias de quienes afirman haberlos visto –quizá por mi educación católica, quizá por mi exacerbada imaginación, quizá sólo porque resulta más interesante creer que no creer, y porque los escépticos me parecen personas planas y aburridas. Además, estábamos en un edificio antiguo y en una zona cargada de historia y energía. Más de alguna vez, al caminar de noche por República de Argentina y doblar en Donceles, pude sentir que algo ocurría entre las ruinas del Templo Mayor, algo parecido a un rumor de pasos furtivos y respiraciones agitadas que se confundían con el viento.

      Indagué con Don Roberto sobre sus experiencias sobrenaturales en los treinta años que tenía como conserje del edificio, y me confesó que en más de una ocasión había visto “cosas extrañas” pero, aclaró, nunca en el departamento donde Ligia y yo vivíamos. Hablé con mi mujer y la convencí de que, por el bien de los dos, era momento de ver a un médico y pedirle pastillas para dormir. La medida funcionó un tiempo, y hubo algunas noches en las que Ligia durmió de corrido, aunque con una permanente expresión de angustia en el rostro, tal vez sumida en sueños tormentosos de los que era incapaz de despertar. Eso comenzó a generar en mí un miedo creciente, así como ciertos lapsos de insomnio durante los cuales mis ojos iban del rostro de Ligia al umbral de la puerta. Una noche que caía una llovizna arrulladora –me gustaba imaginar que el agua calmaba la sed milenaria de nuestras vecinas las pirámides–, Ligia despertó sobresaltada, señalando al umbral de la puerta: ahí estaba de nuevo la sombra, gritó, enorme y oscura, acechándonos. Yo no vi nada, pero no necesitaba contemplar aquello para saber que nuestras noches tranquilas habían llegado definitivamente a su fin. Lo que no sabía entonces era que esta historia nada tenía que ver con fantasmas.

      3

      Ligia y yo llegamos a un acuerdo: ella iría a terapia y yo aceptaría que trajera a una médium a la casa. Quise estar presente en la sesión espírita, y le pagué por adelantado a la mujer para evitar que se sintiera comprometida a decirnos algo. Tras encender velas por toda la casa y recorrer las habitaciones, la médium se detuvo en la sala, cerró los ojos, juntó las palmas de las manos frente a su rostro y meditó durante largos minutos. Su conclusión fue que ahí habitaba el espíritu de una adolescente que se había suicidado por desamor. Después, la mujer nos preguntó si queríamos entrar en contacto con ella, pero Ligia le dijo que no, le dio las gracias y la despachó. Le reclamé que hubiera desaprovechado la oportunidad:

      –Muy mal. Nos cobró carísimo.

      Ligia me lanzó una mirada en la que se mezclaban miedo y enojo.

      –Estaba mintiendo.

      –¿Cómo sabes?

      –Porque la otra noche pude ver el rostro de la sombra. Y es un hombre. Un negro.

      Ligia comenzó a asistir a terapia y a tomar medicamentos fuertes. Dejó de mencionar a la sombra; no supe si la seguía viendo, y la verdad prefería no saberlo. Lo cierto era que ambos continuábamos intranquilos, había un ambiente tenso en nuestra

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