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deporte. Por supuesto que no se trata de futbol, natación, jogging o cualquiera de esas actividades que hacen sentir a la gente menos culpable por lo que le hacen cotidianamente a su cuerpo. Créamelo, doctor: conozco cocainómanos que van a correr a Chapultepec. El ejercicio que practico, como ya se podrá imaginar, es algo peculiar y, estoy seguro, único en el planeta. Si el Club de Amigos Exterminadores de Moscas hubiera progresado, otra cosa sería, pero como le dije, mi iniciativa fue censurada. Practico este deporte –o pasatiempo, ¿no es lo mismo?– una vez por semana, los viernes, cuando regreso estresado por las tensiones acumuladas a lo largo de la semana. Lo preparo todo temprano, antes de salir de casa. Dejo varios recipientes con carne cruda y sanguinolenta en distintas partes, abro las ventanas y me marcho a la oficina. Cuando vuelvo, mi hogar es un hervidero de moscas. Entonces cierro las ventanas, me aflojo la corbata y me arremango la camisa, saco mi matamoscas favorito y me lanzo sobre ellas. A veces precipitadamente, dando alaridos y golpes a diestra y siniestra; otras con giros delicados, como si interpretara algún ballet sobre hielo. Acepto que si algún extraño me observara en esos momentos le parecería un espectáculo grotesco, pero yo lo disfruto y, sobre todo, me hace mucho bien. Cuando barro la alfombra negra de cadáveres, empapado en sudor y exhausto, el mundo me parece un lugar mejor y lleno de posibilidades. A veces regreso de tirar la bolsa repleta de moscas en el contenedor de la calle y descubro que se me escapó una viva. Ah, doctor, es indescriptible el placer que proporciona esa última cucharada de postre.

      CINTA 5

      Si le parece exagerado todo lo que le he dicho sobre las moscas, hacer un poco de historia nos vendrá bien, doctor. No quiero parecer un presuntuoso ante usted, pero la información es poder. Recuerdo a un maestro de inglés de mi infancia cuya mayor lección fue la siguiente: nunca proporcionaba el nombre de su perro cuando lo llevaba a pasear al parque, para que así nadie pudiera llamarlo y alejarlo de su lado. ¿Entiende lo que le digo? Pero basta de distracciones, vamos a los datos: Belcebú quiere decir “Dios de las moscas” en hebreo. Lutero, por su parte, las consideraba la vanguardia de las legiones infernales. Según otras creencias menos cultas, las moscas son siervas de las brujas, quienes las utilizan en sus hechizos y para espiar a sus enemigos. Por supuesto que yo no creo en esas supercherías: lo comento para ejemplificar el temor atávico del hombre ante este bicho. Lamentablemente, es el miedo equivocado. Cierto día, un vecino llamó a mi puerta horrorizado porque dejó la ventana de su baño abierta y se metió un montón de moscas. Creía en verdad que una amante despechada le había hecho brujería. Su rostro estaba deformado por el pánico, parecía un niño asustado por un programa de televisión nocturno. Me pidió insecticida –él no sabía nada de mis actividades recreativas secretas, curiosamente acudió a mí, ¿nada es casualidad?– pero yo le dije que no era necesario contaminar su casa con químicos. Salí armado con mi matamoscas y me encargué de eliminar la plaga. Tras ese episodio se me ocurrió una idea: arrojar también pedazos de carne putrefacta a las casas de mis vecinos y convertirme en el matamoscas oficial del vecindario; pero no estoy loco, doctor, aunque quizá a estas alturas usted ya tenga su veredicto. ¿Las moscas, enviadas del diablo? Tonterías. Tan sólo es la lucha de las especies, y no hay lugar para todos. A los supersticiosos les tengo una noticia: si las moscas provienen en efecto del infierno, entonces los humanos cometimos la estupidez de mudarnos a su barrio.

      CINTA 6

      Ésta es la última vez que vengo, doctor. No quiero que mis palabras se conviertan en moscas zumbando en sus oídos. Por otra parte, y no se ofenda, mis encuentros con usted no han servido para mitigar mis inquietudes. Le he dicho antes que la información es poder, pero en el fondo, conocer la verdad no sirve de nada. Mucho menos si se es el único que la posee. En el mejor de los casos, la verdad se convierte en una pesada losa; y en el peor, nos aísla y coloca la etiqueta de raros. Al menos me queda el consuelo de que no moriré ignorante. Le confieso que me siento muy cansado. El cardiólogo –a quien también visito regularmente, y quien se encarga de mi maltrecho corazón– me ha advertido sobre cierto padecimiento que requiere bisturí. Pero no pienso someterme al quirófano. El momento llegará cuando tenga que llegar; aunque parezca ingenuo, creo en los designios. Los últimos viernes me he sentido desfallecer al blandir el matamoscas. Cualquier otro tipo de persona dejaría esa actividad física tan demandante, pero yo no soy –y eso usted ya lo sabe– cualquier tipo de persona. Mañana es viernes. Hoy por la noche dejaré los recipientes con carne y las ventanas abiertas. He comprado el doble de cebo de lo habitual. Y dos matamoscas: uno para cada mano. No intente detenerme. Lo que hemos hablado aquí es secreto profesional, un código inquebrantable. Por eso y no por otra cosa es que acudí a usted, doctor. Los grandes actores mueren en el escenario. Imagine: un millón de moscas y un solo hombre en el centro del espectáculo. ¿Acaso no soy un hombre afortunado?

      CUADERNO DE NOTAS

      Repasé las cintas de X el fin de semana y me quedé inquieto. Atiendo a muchos pacientes extraños como para que algo me sorprenda, pero en su caso hubo algo que me dejó inmerso en pensamientos sombríos. No sabría explicar qué los provocó, lo único que se me ocurre es que se trató de una especie de premonición. Los psiquiatras no debemos involucrarnos con nuestros pacientes más allá del consultorio, pero con X seguí mis impulsos y rompí las reglas. La primera vez que nos vimos me dejó su tarjeta, así que el lunes por la mañana llamé a su oficina, donde me informaron que aún no había llegado. Le dije la verdad a la secretaria: que era su psiquiatra, que estaba preocupado por él y que me gustaría darme una vuelta por su casa para comprobar que todo estuviera en orden. No sé si me creyó o si sólo quería colgar rápido, pero me dio la dirección.

      Conduje mi automóvil hasta una antigua vecindad en la Condesa, extrañado de que X viviera ahí, pues es una colonia invadida por artistas, escritores, extranjeros, oficinistas esforzados y otros trepadores sociales. Él no parecía encajar, aunque ahora que lo pienso, quizá tenía mucho sentido que su neurosis se desarrollara en un barrio tan artificial como ése. La puerta de acceso general estaba abierta y el edificio solitario: seguramente a esa hora los inquilinos trabajaban detrás de un cubículo por un sueldo que se les iba en pagar la renta. Las ventanas de su departamento estaban abiertas, como dijo. Me introduje por una de ellas, cerciorándome que nadie me viera, y recorrí con cautela los pasillos de mosaicos estilo art decó. En el aire flotaba un olor dulzón y desagradable, similar al que produce la fruta cuando se pudre. Recordé lo que X me dijo de sus cebos de carne; había recipientes, pero estaban vacíos.

      Al entrar a la sala vi a mi paciente tirado en el suelo, en mangas de camisa y con la corbata aflojada. Tenía los ojos abiertos y fijos en el techo. A su lado yacían los matamoscas. A pesar de la contundencia de los hechos, sentí que algo no encajaba. Todo era demasiado obvio; parecía que X estaba representando una obra de teatro en exclusiva para mí, y que mi llegada marcaba justo la caída del telón. Pensé: ahora se levantará y se reirá a carcajadas. Pero eso no ocurrió, y tampoco fue ése el final de esta historia. Me hinqué junto a X y lo observé de cerca. Lo primero que noté es que tenía el abdomen mucho más abultado de lo que recordaba. Después escuché un ruido extraño que brotaba del interior de su cuerpo, semejante al sonido que hacen los cables de alta tensión. Luego su boca se abrió. No creo en las cosas del cielo ni en las del infierno, pero lo que salió de ella ha puesto en duda mi propia salud mental: un torrente de moscas cubrió el techo como la más negra de las noches, y se reagrupó para desaparecer por la ventana en cuestión de segundos… Una vez que la sorpresa pasó, abandoné el edificio e hice una llamada anónima para reportar el hallazgo del cadáver.

      Dos días más tarde, un excompañero de la facultad que trabaja en el Servicio Médico Forense me pasó una copia de la autopsia: infarto fulminante. No conté a nadie lo que había visto aquella mañana en casa de mi paciente, y ése sí fue el final de esta historia. Mencioné antes que dudaba de mi cordura. La locura es peligrosa porque se contagia. Pero esas dudas se disiparon hace unos momentos, en una pausa que hice mientras escribo estas notas. X se equivocó; los bichos son, en verdad, cosa del infierno: sentí un espasmo en el estómago, me puse la mano sobre la boca y eructé. Cuando la retiré, una mosca salió volando.

      SAMANÁ

      Para

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