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insana emoción al descubrir un túnel o madriguera exactamente igual a la que yo había explorado aquella diabólica noche.

      Más tarde, recuerdo que comencé a correr con la pala en la mano. Fue una carrera pavorosa por el campo lleno de montículos alumbrados por la luna y los inclinados precipicios cubiertos de monte de las colinas, saltaba, gritaba y jadeaba, corriendo hacia la espantosa mansión Martense. Recuerdo que cavé descabelladamente por todo el sótano invadido de espinos, cavé intentando descubrir el núcleo y el centro del perverso universo de montículos. Y recuerdo también cómo me reí al encontrar el pasadizo: el agujero que había en la base de la vieja chimenea, donde crecía un espeso matorral y reflejaba extrañas sombras a la luz de la única vela que, casualmente, llevaba conmigo. Aún no sabía qué se ocultaba en aquella infernal colmena, en espera de que un trueno lo despertara. Habían muerto ya dos entidades y tal vez no había más. Pero aún experimentaba en mí la fuerte determinación de llegar hasta el más profundo secreto del terror, que nuevamente me parecía definido, material y orgánico. Mi duda entre examinar el pasadizo inmediatamente, solo, con mi linterna de bolsillo, o intentar reunir un grupo de colonos para efectuar el registro, fue obstaculizada un momento después por una repentina ráfaga de viento que me apagó la vela y me dejó totalmente a oscuras. La luna había dejado de filtrar su brillo a través de las grietas y aberturas que había sobre mí y con una sensación de alarma o presentimiento escuché que se aproximaba el rumor siniestro y revelador de una tormenta. Una indeterminada asociación de ideas se apoderó de mi mente, haciéndome retroceder a tientas hacia el punto más alejado del sótano. Sin embargo, mi vista no se separó ni un solo instante de la terrible abertura en la base de la chimenea y empecé a distinguir ligeramente los ladrillos y la maleza, a medida que los distantes relámpagos lograban atravesar la espesura exterior y colarse por las grietas de lo alto de las paredes. Cada segundo sentía que me invadía una mezcla de miedo y de curiosidad. ¿Qué haría surgir la tormenta... o tal vez no había nada ya que pudiese surgir? Orientado por el resplandor de un relámpago, me situé detrás de un espeso matorral desde donde podía ver la abertura sin revelar mi presencia.

      Si el cielo es compasivo, algún día borrará de mi mente la escena que presencié y me permitirá vivir mis últimos años en paz. Ahora ya no puedo dormir durante la noche y tengo que ingerir sedantes cuando truena. Inesperadamente, aquello emergió de pronto. Salió un demonio con un jadeo infernal y un gruñido sofocado, huyendo como una rata de los profundos e inimaginables abismos. Luego, del agujero de la chimenea surgió una vida multitudinaria y leprosa, un flujo repugnante, engendro nocturno de putrefacción orgánica, devastadoramente más espantosa que los más negros conjuros de la locura y una enfermedad mortal. Bullía, hervía, subía, borboteaba como una baba de reptiles, se contorsionaba al brotar del boquete, esparciéndose como un contagio séptico manando del sótano hacia todas las salidas. Desbordándose por el maldito y tenebroso bosque para verter en él el pavor, la locura y la muerte. Solo Dios sabe cuántos eran... miles tal vez. Resultaba aterrador verlos emerger en esas cantidades bajo la luz intermitente de los relámpagos. Cuando empezaron a disminuir lo suficiente como para poderlos observar como seres separados, vi que eran como demonios o simios deformes, enanos y peludos, monstruosas y diabólicas caricaturas de la raza de los monos. Eran terriblemente mudos, apenas se oyó un chillido cuando uno de los rezagados giró con la destreza de una larga práctica y calmó su hambre en un compañero más débil. Los otros se abalanzaron sobre los restos y los engulleron con babeante satisfacción. Acto seguido, a pesar de mi perturbación, consecuencia de mi repugnancia y mi miedo, ganó mi curiosidad morbosa y cuando la última de las monstruosidades salió viscosamente de aquel mundo inferior de desconocida pesadilla, saqué mi pistola automática y disparé, camuflando la detonación con los truenos.

      Estrepitosas, resbaladizas sombras torrenciales de viscosa locura persiguiéndose por los infinitos y sangrientos corredores de cielo púrpura y brillante... fantasmas deformes y mutaciones caleidoscópicas de un terrorífico y recordado escenario, bosques de monstruosos e hinchados robles cuyas raíces se tuercen como serpientes y absorben el jugo abominable de una tierra hirviente de demonios caníbales. Tentáculos que surgen a tientas de núcleos subterráneos, dotados de pulposa perversión. Trastornados relámpagos por encima de muros diabólicos cubiertos por una hiedra perversa y arcadas demoníacas ahogadas por una vegetación fungosa... Bendito sea el cielo por haberme otorgado el instinto que me llevó de modo inconsciente a lugares donde viven los hombres, el pueblo pacífico que dormía bajo las apacibles estrellas de despejados cielos. Al cabo de una semana me había recobrado bastante como para pedir de Albany un grupo de hombres para que dinamitaran la mansión Martense y la cima entera de la Montaña de las Tempestades, bloquearan todas las madrigueras, y derribaran determinados árboles hinchados cuya sola existencia representaba un insulto a la cordura. Después de todo ese trabajo, logré dormir un poco aunque jamás alcanzaré el verdadero descanso mientras recuerde el execrable secreto del horror oculto. Me seguirá obsesionando, porque ¿quién sabe si ha sido completa la exterminación y si no existirán fenómenos similares en el resto del mundo? ¿Quién, sabiendo lo que yo sé, puede pensar en las cuevas desconocidas de la tierra sin sufrir terribles pesadillas ante las futuras posibilidades? No puedo asomarme a un pozo ni a una entrada de metro sin temblar. ¿Por qué el doctor no me da algo que me permita dormir o me calme, de verdad, el cerebro cuando truena?

      Lo que vi bajo el brillo de los relámpagos, tras dispararle al ser indescriptible, fue tan simple que casi transcurrió un minuto antes de tener conciencia y caer en un estado de delirio. Era un ser repugnante, un gorila blancuzco y mugriento, de colmillos afilados y amarillentos, y pelo enmarañado, el último resultado de una degeneración mamífera. El espantoso resultado del aislamiento, la multiplicación y la alimentación caníbal en la superficie y en el subsuelo. La encarnación de todo lo que gruñe, de todo lo caótico que, pavoroso, vigila detrás de la vida. Me había visto al morir, y vi en sus ojos la misma extraña expresión de aquellos otros ojos que me habían visto en el subsuelo, agitando en mi interior nublados recuerdos. Uno de los ojos era azul y el otro castaño. Eran los ojos disimiles que la vieja leyenda atribuía a los Martense. Y en una asfixiante tragedia de indecible horror, alcancé a comprender qué había ocurrido con la terrible casa de los Martense y la desaparecida familia... enloquecida por las tormentas.

       The Lurking Fear: escrito en 1922 y publicado en 1923.

      En mis atormentados oídos resuenan continuamente un chirrido y un aleteo de pesadilla, también un corto y lejano ladrido como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño… y estoy seguro que tampoco es locura, ya que son muchas las cosas que me han ocurrido para que pueda permitirme esas compasivas dudas.

      St. John es un cadáver despedazado, solo yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la tapa de los sesos por temor a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e infinitos pasillos de la terrible fantasía vaga Némesis, la diosa de la negra y amorfa venganza que me lleva a aniquilarme a mí mismo.

      ¡Que perdone el cielo la demencia y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan terrible suerte! Cansados ya de los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los encantos del romance y de la aventura pierden apresuradamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todas las tendencias estéticas e intelectuales que ofrecían terminar con nuestro insufrible aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas, en su época, también fueron nuestros, pero cada moda nueva perdía demasiado pronto su seductora novedad.

      Nos apoyamos en la oscura filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando gradualmente la profundidad y el fatalismo de nuestras investigaciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse insoportables, hasta que al final no hubo más camino ante nosotros que el de los estímulos directos inducidos por experiencias anormales y aventuras “personales”. Aquella terrible necesidad de emociones nos llevó eventualmente por el infame sendero que, incluso en mi actual estado de desesperación, señalo con vergüenza y timidez: el infame camino de los saqueadores de tumbas.

      No puedo dar los detalles de nuestras sorprendentes expediciones, ni tampoco catalogar —en parte— el valor de los botines que

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