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había perdido. Y en el transcurrir de infinidad de ciclos, lo dejaron durmiendo tiernamente sobre una verde playa al amanecer, un litoral de verdor, perfumado por los capullos de lotos y plantado de rojas calamitas…

       Azathoth: escrito en 1922 y publicado de manera póstuma en 1938.

      I. La sombra en la chimenea

      La noche que fui a la mansión abandonada, a buscar el horror oculto, los truenos sacudían el aire en lo alto de la Montaña de las Tempestades. No estaba solo porque la osadía no formaba parte entonces de ese amor por lo grotesco y lo terrible que ha adoptado como oficio la búsqueda de horrores extraños en la vida y en la literatura. Me acompañaban dos hombres fieles y musculosos a quienes había pedido que me ayudaran cuando llegara el momento. Hombres que por sus características únicas, me acompañaban desde hacía mucho tiempo en mis espantosas exploraciones. Nos fuimos del pueblo en secreto a fin de evitar a los periodistas que aún quedaban después del tremendo terror del mes anterior: la muerte solapada y espantosa. Pensé que más tarde podrían ayudarme, pero en ese momento no los quería a mi alrededor. Ojalá, Dios me hubiese estimulado a dejarles participar conmigo en esa búsqueda, para no haber tenido que sobrellevar yo solo el secreto, durante tanto tiempo, por miedo a que el mundo me creyese loco, o todo él enloqueciese ante las diabólicas implicaciones del caso. Ahora que me he resuelto a contarlo —no sea que el rumiarlo en silencio me convierta en un demente— quisiera no haberlo guardado jamás. Porque yo, únicamente yo, sé qué tipo de espanto se escondía en esa montaña sombría y espantosa.

      En un pequeño vehículo circulamos por kilómetros de montes y bosques inexplorados hasta que la boscosa pendiente nos detuvo. De noche y sin la acostumbrada cantidad de investigadores, el campo tenía un aspecto más tenebroso de lo habitual, así que con frecuencia nos sentíamos tentados a utilizar las luces de acetileno pese a que estas podían llamar la atención. A oscuras no resultaba un paisaje agradable. Creo que habría notado su anormalidad aun cuando hubiese obviado el terror que allí amenazaba. No había animales salvajes, ellos son precavidos cuando la muerte está cerca. Los viejos arboles grabados por los rayos parecían irregularmente grandes y encorvados y el resto de la vegetación lucía prodigiosamente espesa e inquieta, mientras que unos raros montículos y pequeñas prominencias de tierra cubierta de maleza y fulgurita me hacían imaginar serpientes y abultados cráneos humanos de proporciones abrumadoras.

      El horror había estado escondido en la Montaña de las Tempestades durante más de un siglo. Esto lo supe de inmediato por las noticias de los periódicos acerca de la catástrofe que había hecho que el mundo se fijara en esta región. Se trata de una lejana y solitaria colina de esa parte de Catskills donde la civilización holandesa penetró débil y temporalmente en otro tiempo, dejando al retirarse unas cuantas mansiones en ruinas y una población miserable de colonos advenedizos que crearon infortunadas aldeas en las aisladas laderas. Esta zona era raramente visitada por la gente normal, hasta que se formó la policía estatal y, aún actualmente, la policía montada se limita a pasar solo de vez en cuando. Sin embargo, el horror goza de una vieja importancia en todos los poblados vecinos y es el principal tema de conversación en las reuniones de los pobres mestizos que a veces dejan sus valles para ir a cambiar sus cestas artesanales por objetos de primera necesidad, ya que no pueden cazar, criar ganado ni cultivar la tierra.

      El horror oculto habitaba en la solitaria y retirada mansión Martense, la cual coronaba la elevada pero gradual colina cuya tendencia a las frecuentes tormentas le valió el nombre de Montaña de las Tempestades. Durante un centenar de años, la vieja casa de piedra rodeada de árboles, había sido tema de historias extraordinariamente descabelladas y monstruosamente espantosas. Historias acerca de una muerte sigilosa, solapada y colosal que en verano salía al exterior. Con aterrada insistencia, los colonos advenedizos narraban historias sobre un demonio que atrapaba a los caminantes solitarios después del anochecer y se los llevaba y los dejaba en un terrible estado de semidevorado desmembramiento. Otras veces hablaban de huellas de sangre que llevaban a la distante mansión. Algunos decían que los truenos hacían salir al horror oculto de su refugio y otros que el trueno era su voz fuera de esta apartada zona. Nadie creía en estas contradictorias y dispares fábulas, con sus confusas y singulares descripciones de un demonio entrevisto, sin embargo, ningún campesino ni aldeano dudaba que la mansión Martense era refugio de una macabra entidad. La historia local imposibilitaba semejante duda, pero cuando circulaba entre los aldeanos algún chisme particularmente dramático, los que iban a explorar la residencia no hallaban nunca nada. Las abuelas contaban extrañas fábulas sobre el espectro Martense, leyendas relativas a la propia familia Martense, y a la rara diferencia hereditaria de sus ojos, a sus monstruosos y viejos relatos, y al asesinato que había provocado su maldición.

      El sobresalto que me había llevado a mí a ese lugar era la repentina y extraordinaria confirmación de la leyenda más trastornada de los montañeses. Una noche de verano, después de una tormenta de una violencia nunca vista, la aldea se despertó con una desbandada de colonos advenedizos que ninguna ilusión podría haber causado. La horda de miserables habitantes gritaba y narraba sollozando que un horror inconfesable había caído sobre ellos, cosa que nadie puso en duda. No lo habían visto, pero habían escuchado tales lamentos en una de las aldeas, que supieron de inmediato que la tenebrosa muerte la había visitado. Por la mañana, la policía estatal y los ciudadanos acompañaron a los estremecidos montañeses al lugar que, según decían, había visitado la muerte. Y en efecto, la muerte estaba allí. El terreno en el que se encontraba uno de los poblados de colonos se había hundido a causa de un rayo, demoliendo muchas de las malolientes chozas, pero este daño evidente era sobrepasado por una devastación orgánica que lo hacía insignificante. De unos setenta y cinco colonos que habitaban el lugar, no encontraron ni a uno solo con vida. La tierra revuelta estaba bañada de sangre y de restos humanos que mostraban con demasiada claridad los estragos de unas garras y unos dientes infernales, sin embargo, ninguna huella visible se alejaba del sitio de la carnicería. En seguida, todo el mundo coincidió en que esta había sido ocasionada por alguna sanguinaria bestia. A nadie se le ocurrió avivar la denuncia de que tales muertes misteriosas no eran sino espantosos asesinatos, usuales en colectividades decadentes. Solo cuando notaron la ausencia entre los muertos de unas veintiocho personas resurgió tal acusación, pero aun así, resultaba arduo justificar la mortandad de cincuenta por la mitad de ese cifra. El hecho era que una noche de verano había caído un rayo del firmamento y había sembrado la muerte en la aldea, dejando los cadáveres terriblemente amputados, roídos y rasgados.

      De inmediato, aunque las aldeas se hallaban a más de tres kilómetros de distancia, los aterrorizados campesinos relacionaron esta monstruosidad con la embrujada mansión Martense. La patrulla de la policía se mostró incrédula, incluyó la mansión en sus investigaciones solo por rutina y la descartó totalmente al encontrarla deshabitada. Sin embargo, los habitantes del campo y de los pueblos registraron el lugar con minuciosidad. Voltearon todo cuanto encontraron en la casa, exploraron los estanques y las fuentes, inspeccionaron los matorrales e hicieron una búsqueda por el bosque de los alrededores, pero todo fue inútil. La muerte no había dejado otra huella que la propia destrucción. Al segundo día de investigación, después de invadir la Montaña de las Tempestades de reporteros, los periódicos narraron el caso extensamente. Lo describieron con mucho detalle e incluyeron variadas entrevistas que confirmaban la historia de terror que describían las abuelas de la comarca. Al principio leí las crónicas sin mucho entusiasmo, ya que soy versado en esta clase de turbaciones, pero una semana después, distinguí ciertos detalles que extrañamente despertaron mi atención, de modo que el 5 de agosto de 1921 me anoté entre los reporteros que llenaban el hotel de Lefferts Corners, el pueblo más cercano a la Montaña de las Tempestades y reconocido cuartel general de los investigadores. Tres semanas más tarde, la deserción de los reporteros me dejaba en libertad para comenzar una exhaustiva indagación de acuerdo con las pesquisas y detalladas averiguaciones que había ido recogiendo mientras tanto.

      Así, que esa noche de verano, mientras la tormenta tronaba distante, dejé el silencioso vehículo y emprendí la marcha con mis dos acompañantes armados. Recorrí el último tramo llenó de montículos hasta la Montaña de las Tempestades, apuntando la luz de la linterna eléctrica

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