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finalmente, me abrí paso a tientas hasta el lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble música. Debía tratar de escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me rozara y lancé un grito de espanto, pero este fue sofocado por la música que salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de aquella oscuridad total me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que pude advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta tocar el respaldo de la silla de Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en un intento de hacerlo volver a sus cabales.

      Pero Zann no dio respuesta, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar la menor intención de parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su mecánica inclinación y le grité al oído que debíamos escaparnos los dos de aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí respuesta ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas corrientes de aire parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por qué… no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada, tersa, sin la menor señal de respiración, cuyos vidriosos ojos sobresalían inútilmente en el vacío. Y acto seguido, tras encontrar milagrosamente la puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de vidriosos ojos que habitaba en la oscuridad y de los horribles acordes de aquel maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada salida de aquella estancia.

      Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta, empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas. Como una exhalación descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar a las calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé el gran puente oscuro que conduce a las amplias y saludables calles y bulevares que todos conocemos… todas ellas son terribles impresiones que me acompañarán donde quiera que vaya. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían.

      A pesar de mis esmeradas búsquedas e indagaciones, no pude volver a conseguir la Rue d’Auseil. Aunque tampoco es que lo sienta en demasía, quizá por esto o por la pérdida en los infinitos laberintos de aquellas hojas con apretada letra que solamente la música de Erich Zann podría haber dado explicación.

       The Music of Erich Zann: escrito en 1921 y publicado en 1922.

      En el tope de la montaña más alta del mundo moran los dioses de la tierra y no soportan que ningún hombre presuma de haberlos visto. Tiempo atrás poblaron los picos inferiores, pero los hombres de las llanuras se empeñaron siempre en escalar las pendientes de roca y nieve, haciendo subir a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta el día de hoy en que solo les queda esta última. Al dejar sus picos anteriores se llevaron con ellos sus propios signos, salvo una vez que según se dice, dejaron una imagen tallada en la faz del monte llamado Ngranek.

      Pero ahora se han ido a la desconocida Kadath, la del helado desierto donde los hombres no se adentran jamás, y se han vuelto rigurosos. Si en otra época toleraron que los hombres los desplazaran, ahora les han negado que se acerquen, pero si lo hacen les prohíben marcharse. Es conveniente que los hombres no sepan dónde está Kadath, de lo contrario, tratarían de subir hasta ella en su imprudencia.

      A veces, en la tranquilidad de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten nostalgia, visitan las cumbres donde habitaron una vez y lloran silenciosamente al tratar de recrearse en silencio en las recordadas montañas. Los hombres han experimentado el llanto de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque pensaron que era lluvia, y han escuchado sus suspiros en los tristes vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen transitar en las naves de nubes y los sabios campesinos mantienen leyendas que les impiden acercarse a ciertas montañas altas durante la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses ya no son tan considerados como antes.

      En Ulthar, más allá del río Skai, una vez habitaba un anciano que anhelaba observar a los dioses de la tierra. Este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan cómo subió una montaña la noche del raro eclipse.

      Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía narrar sus idas y venidas y predecía tantos secretos que se tenía a sí mismo por un semidiós. Fue él quien asesoró sensatamente a los diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía asesinar gatos y quien señaló al joven sacerdote Atal, la medianoche de la víspera de san Juan, adónde se habían marchado los gatos negros. Barzai estaba profundamente instruido en la ciencia de los dioses de la tierra y le habían invadido deseos de ver sus rostros. Creía que su profundo y recóndito conocimiento de los dioses lo resguardaría de la ira de estos y decidió subir hasta la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que estaba al corriente que los dioses estarían allí.

      El Hatheg-Kla está en el desierto rocoso que se desarrolla más allá de Hatheg, del cual recibe el nombre, y se levanta como una estatua de piedra en un callado templo. Las nieblas juegan lúgubremente alrededor de su cima porque las nieblas son las evocaciones de los dioses y los dioses amaban el Hatheg-Kla cuando en otro tiempo habitaban en él. Continuamente los dioses de la tierra saludan el Hatheg-Kla en sus naves de nube y arrojan descoloridos vapores sobre las laderas cuando danzan melancólicos en la cima bajo la clara luna. Los aldeanos de Hatheg explican que no es conviene escalar el Hatheg-Kla en ningún momento y que es mortal hacerlo de noche, cuando los claros vapores esconden la cima y la luna, sin embargo, Barzai no los escuchó cuando llegó de la vecina Ulthar con su discípulo, el joven sacerdote Atal. Atal solo era el hijo del posadero y a veces sentía miedo, pero el padre de Barzai había sido un noble que habitó en un viejo castillo, por lo que no había supersticiones ramplonas en sus venas y se burlaba de los asustados aldeanos.

      A pesar de los ruegos de los campesinos, Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto y por las noches charlaron acerca de los dioses de la tierra junto a su fogata. Viajaron durante numerosos días hasta que vieron a lo lejos el elevadísimo Hatheg-Kla con su halo de sombría niebla. El décimo tercer día llegaron al pie de la montaña solitaria y Atal declaró sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo, así que, osadamente, caminó delante por la pendiente que ningún mortal había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los enmohecidos Manuscritos Pnakóticos.

      El camino era rocoso y muy peligroso debido a los precipicios, declives y aludes. Luego se volvió frío y nevado, y Barzai y Atal resbalaban con frecuencia y se caían, mientras se hacían camino con palos y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color y los escaladores descubrieron que era difícil respirar, pero continuaron subiendo más y más, sorprendidos ante lo insólito del paisaje y emocionados imaginando lo que ocurriría en la cima, cuando asomara la luna y se disiparan los pálidos vapores. Durante tres días permanecieron subiendo, más y más, hacia el techo del mundo, luego se asentaron esperando que la luna se nublara.

      Durante cuatro noches esperaron las nubes inútilmente, mientras la luna vertía su frío resplandor a través de las sutiles y sombrías nieblas que envolvían el silencioso pináculo. La quinta noche, en que salió la luna llena, Barzai vio a lo lejos por el norte unos nubarrones espesos y ni él ni Atal se acostaron, mirando cómo se acercaban. Espesos y solemnes, navegaban lenta y premeditadamente, envolvieron el pico muy por encima de los espectadores y escondieron la cima y la luna. Durante una larga hora ambos estuvieron observando, mientras los vapores se arremolinaban y la cubierta de nubes se concentraba y se hacía más inquieta. Barzai era instruido en la ciencia de los dioses de la tierra y escuchaba atento cada sonido, pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba horrorizado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más y, ansiosamente, le hacía señales para que lo siguiera, Atal tardó mucho

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