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si los humanos presentamos temor innato a las serpientes se han realizado algunos experimentos con niños (Morris, 1980). Los resultados obtenidos han mostrado que, con poco o nulo condicionamiento cultural en contra de los ofidios, aproximadamente un tercio de la población infantil desarrolla tal temor. A la edad de 3 años, más o menos, aparece un leve rechazo, que aumenta y llega a su máximo a los 4, para luego descender con lentitud, de tal suerte que a los 14 años alcanza su mínimo o desaparece por completo. En algunos individuos, sin embargo, el temor, en lugar de disminuir, aumenta hasta convertirse en una verdadera fobia.

      Los resultados experimentales y la universalidad del temor nos permiten conjeturar la existencia de un residuo arcaico antiofídico, que se manifiesta como fastidio o temor natural a esos reptiles, impulso de rechazo que en un pasado remoto pudo ser muy importante para nuestra supervivencia en las sabanas calientes del Plioceno. Téngase en cuenta que la peligrosidad de una serpiente no es proporcional a su tamaño, como sí es el caso cuando se trata de los grandes predadores. Basta mirar de lejos uno de estos últimos para reconocer inmediatamente su peligrosidad; las primeras, en cambio, juzgadas únicamente por su talla podrían parecer inofensivas.

      El temor innato a los ofidios también ha sido registrado en algunos primates. Se cuenta que, en cierta ocasión, en el zoológico de Londres, uno de los guardianes, que transportaba en ese momento un guacal con serpientes, pasó por azar frente a las jaulas de lo monos. Estos, tan pronto advirtieron el contenido de la caja, comenzaron a emitir los típicos chillidos de terror y alerta. Es necesario aclarar que la mayoría de los monos habían nacido en el mismo zoológico, lo que excluía cualquier experiencia previa con serpientes. Contrasta lo anterior con la reacción que presentan los lémures de Madagascar frente a los mismos ofidios. Cuando el guardián de la historia anterior pasó frente a sus jaulas, los lémures se asomaron curiosos sin mostrar el más mínimo temor. Casualmente, en Madagascar no existen serpientes venenosas, por lo cual es explicable que los animales nativos no hayan desarrollado ninguna protección contra ellas.

      Los chimpancés comunes son excepcionalmente aprensivos en presencia de serpientes, aunque no hayan tenido experiencias previas con las mismas (Wilson, 1999): se retiran a una distancia prudente y siguen a la intrusa con la mirada fija, al tiempo que alertan a sus compañeros con una llamada de aviso. Los fornidos y prepotentes gorilas manifiestan un temor innato y difícilmente disimulable frente a las, comparadas con su talla, insignificantes serpientes. Es conocido por todos los administradores de zoológicos que los primates defecan como reacción al miedo intenso (el hombre también es un primate). En relación con este hecho, Eimerl y De Vore (1982) refieren el caso de un gorila de zoológico al cual, ante una grave crisis de estreñimiento, se lo trató con una eficiente terapia naturista: mostrándole una cabeza de tortuga (que se confunde fácilmente con la de una serpiente), con resultados laxantes muy visibles e inmediatos.

      Conductas del recién nacido

      La conducta de los recién nacidos brinda un excelente ejemplo de algo determinado totalmente por el genoma, ya que, en teoría, los pequeños no han tenido tiempo de aprender. El bebé sabe perfectamente cómo se busca el pezón, conoce los movimientos de succión y deglución y la técnica para respirar en los momentos justos, y también sabe llorar conmovedora e irritantemente cada vez que requiere algún cuidado. Más tarde, entre los seis y los ocho meses, y como si estuviera cumpliendo un programa predeterminado, empieza a mostrar temor y desconfianza frente a los mismos extraños que antes admitía sin ningún recelo. Todos los niños normales del mundo se comportan de forma parecida, sin importar raza ni cultura; o, en otros términos, exhiben una característica universal, específica de la especie humana.

      Se ha comprobado que, apenas diez minutos después de nacer, los niños se fijan más en diseños faciales normales que en dibujos anormales. Y pasados dos días, miran a su madre más que a otras mujeres desconocidas. La capacidad de los recién nacidos para reconocer rasgos de la cara va unida a su capacidad para enfocar a solo veinte centímetros de distancia de los ojos, justo la que los separa de la persona que los amamanta. Es destacable, también, la temprana manifestación del mecanismo que se requiere para generar e interpretar metáforas: el infante reconoce que el pezón que ve es el mismo cuando está en su boca, lo cual significa que es capaz de transferir información de un sentido a otro y unificar los dos conceptos.

      El 64% de los niños norteamericanos nacen con la capacidad de doblar la lengua en sentido longitudinal, formando un tubo abierto, en U (buenos silbadores, posiblemente). Este rasgo fue estudiado por D. Jukes (Lehninger, 1971), quien encontró el porcentaje mencionado y descubrió que se trata de una característica de origen genético asociada a un solo gen y, en consecuencia, heredable de forma mendeliana (algunos sostienen que se trata de un rasgo aprendido). Jukes supone que este rasgo fue adaptativo, pues permite que los niños succionen eficientemente el pezón, aunque, reconozcámoslo, con la introducción de la lactancia artificial sus ventajas iniciales se han reducido. Algunas personas que no poseen esta característica pueden, si se ejercitan suficientemente, llegar a enrollar la lengua, mientras que para otras dicha tarea será siempre imposible, como si carecieran de las zonas cerebrales encargadas de accionar los músculos correspondientes o esas zonas estuvieran atrofiadas.

      Figura 7.7 Capacidad e incapacidad de enrollar la lengua

      El desarrollo de la locomoción en el hombre es un excelente ejemplo de un proceso influenciado por el genoma y cuya ontogénesis se cumple siguiendo una secuencia temporal muy bien definida. La locomoción se desarrolla a medida que el niño madura somática y neuronalmente, especie de revelado que va acompañado de una motivación placentera o un refuerzo apetitivo, que el niño no oculta, por supuesto, y que le sirve para acelerar su perfeccionamiento. Es una clase de saber que aparece esbozado o embrionario, y que se completa con el ejercicio. Las madres saben que los bebés, entre la semana uno y la ocho, son capaces de caminar ayudados; después de este periodo, la capacidad desaparece misteriosamente, para reaparecer de manera definitiva al cumplir 1 año de edad. Que el ejercicio sea indispensable es algo de lo cual no podemos estar plenamente seguros; puede ocurrir que la locomoción humana, al igual que el vuelo de las palomas, se dé naturalmente sin que medie ninguna práctica, bastando únicamente la maduración muscular y neurológica.

      El etólogo Eibl-Eibesfeldt (1979) ha estudiado el comportamiento de niños ciegos y sordos, y ha encontrado que las expresiones faciales de la risa, el llanto y los gestos ante lo ácido y lo amargo son similares a las de los niños normales, de lo cual se deduce que este tipo de conductas, dada la incomunicación visual y verbal de los sujetos, debe necesariamente haberse transmitido por caminos hereditarios. Paul Ekman, investigador de la Universidad de California, fotografió americanos y nativos de Nueva Guinea mientras escuchaban ciertos relatos. Presentadas las fotografías de un grupo al otro, cada uno de ellos fue capaz de identificar, por las expresiones faciales, las partes de la historia que se estaban narrando en el momento de la toma. Este experimento sugiere la existencia de ciertos universales en el repertorio de los gestos humanos, e implica, a su vez, dada la gran diferencia de las dos culturas estudiadas, la existencia de una base genética responsable de dichos universales (figura 7.8).

      Figura 7.8 Un niño ciego se cubre el rostro cuando se siente avergonzado, como lo haría cualquier niño normal

      Etapas de Piaget

      Jean Piaget descubrió que la inteligencia de los niños, en todas las culturas estudiadas, pasa siempre por las mismas etapas de desarrollo. Además, siempre en el mismo orden cronológico. La primera etapa, llamada “sensorio-motriz”, dura aproximadamente dieciocho meses, justo hasta el momento de aparecer el lenguaje. El juego del niño se reduce en esta primera fase a simples ejercicios motores. Hay inteligencia, pero no hay pensamiento, asevera Piaget. Entre los 18 meses y los 7 años, aproximadamente, se presenta la segunda fase o etapa de la “representación preoperatoria”. En este momento aparece la función simbólica o capacidad de representar una cosa por otra: el niño es ya capaz de hacer un juego representativo (puede jugar con una caja, por ejemplo, y esa caja representar un automóvil). Todo lo adquirido en la primera etapa debe necesariamente reelaborarse

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