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y en completa soledad. El truco nunca le falló al maestro del suspenso, Alfred Hitchcock.

      La compañía alivia un poco el temor a la oscuridad. Es sorprendente —y absurdo a veces— el aumento de confianza y tranquilidad que se siente por la noche cuando se dispone de alguna compañía, aunque esta no aumente efectivamente la protección, como ocurre, por ejemplo, cuando se está acompañado por un niño o por un inválido. Pero los cálculos racionales no funcionan cuando se trata de explicar las conductas innatas. Durante el azaroso y largo pasado prehumano y humano primitivo, las tinieblas significaron peligro; la compañía nocturna, protección. Podría también argumentarse que la falta de compañía nocturna estuvo siempre asociada con peligro. Cuando hay más de uno, el sistema de vigilancia se amplifica y toma un valor que puede ser mucho mayor que la simple suma de las capacidades de vigilancia individuales. Entonces, nuestro cerebro primitivo, la capa más profunda, nos debe inclinar naturalmente hacia la búsqueda de compañía, especialmente en las horas de mayor peligro, y para ello el sistema emocional ha respondido creando la angustia, la desazón y el miedo ante la oscuridad en soledad. Y si, además, el sitio es desconocido, el temor puede convertirse en terror. A este componente del sistema emocional se lo puede engañar con una solución falsa o con un simulacro de solución (lo que prueba su carácter innato): la sola presencia de un niño. Como ya se dijo, su presencia disminuye de manera considerable el temor y la ansiedad, aunque la seguridad, es obvio, no aumenta en la misma medida.

      Eleanor Gibson (Gregory, 1965), mientras realizaba una excursión por el Gran Cañón del Colorado, se preguntó si el temor a la altura brotaba espontáneamente. Al volver a su sitio de trabajo, y para responder el interrogante, diseñó el siguiente experimento: pintó la mitad de una placa de vidrio simulando piso firme y la otra mitad la dejó transparente, simulando el vacío (figura 7.6).

      Después de ubicar la placa a cierta altura sobre el piso, los bebés de entre seis y diez meses de edad (cuando ya ha madurado la capacidad de percibir la profundidad), que dejaba gatear por primera vez sobre ella, tan pronto llegaban a la mitad transparente se detenían perplejos y se negaban a seguir, mostrando gran temor frente al precipicio simulado, y lo mismo hicieron los gatos pequeños. La investigadora concluyó que el temor a la altura es innato y que, en consecuencia, la mayor parte de las caídas de los niños se deben más a su torpeza motora que a una incapacidad de intuir el peligro.

      Figura 7.6 Izquierda: el niño se niega a gatear sobre la parte del vidrio que simula el precipicio; derecha: el gato también se niega

      Contrario a lo que uno se imagina, este temor infantil a la altura no parece disminuir con los años; más bien, muestra tendencia a crecer y llega en ocasiones a convertirse en una verdadera fobia, “acrofobia”. Los directores de cine, desde la época de las películas mudas, se han aprovechado de este temor ancestral para crear suspenso entre los espectadores. Una persona caminando por una cornisa estrecha en la parte más alta de un edificio es suficiente para crisparle los nervios a cualquiera. Y los negociantes de la adrenalina han descubierto una mina con nuestra acrofobia. En la Torre CN de televisión, en Toronto, se ha instalado una plataforma de cristal, a trescientos cuarenta y dos metros de altura, con el fin de poner a prueba los nervios de los curiosos visitantes, que pagan por estimular su sistema adrenérgico. Aunque el cristal es grueso, a prueba de rotura, son más de uno los que se resisten a caminar sobre él.

      Es razonable sentir temor cuando se está a gran altura y más aún cuando el sitio no ofrece seguridades. Lo que no es razonable es sentir miedo extremo, con gran angustia y un impulso incontrolable por abandonar el lugar, cuando nos encontramos en un sitio alto pero protegido con suficiencia por barandas fuertes y resistentes. En estas situaciones, la protección nos parece siempre insuficiente, y los cálculos racionales que hagamos para convencernos de que no corremos ningún peligro resultan igualmente insuficientes. El único argumento efectivo y que elimina inmediatamente la molestia intolerable que produce la altura es bajarse cuanto antes de allí.

      No menos convincente es el caso —muy común por cierto— de una madre que en el aeropuerto despide confiada y tranquila a su hijo, una de sus posesiones más preciadas, pero se siente aterrorizada cuando es ella misma la que debe viajar. Para su hijo, cuya vida aprecia tanto como la suya, acepta y cree en todas las estadísticas publicadas sobre la seguridad del transporte aéreo; aplicados a ella, esos mismos argumentos de confianza y seguridad son insuficientes para neutralizar los irracionales y arcaicos temores a la altura.

      En el transcurso de la evolución humana, y después de concluir la etapa arbórea, durante la cual la altura representaba seguridad, pues ponía a nuestros antepasados fuera del alcance de los grandes predadores, se inició la vida terrestre en las sabanas. Tuvo que ser durante ese periodo, al ir perdiendo progresivamente las características anatómicas que nos permitían un desplazamiento seguro por las partes altas de los árboles, cuando a la par fuimos desarrollando protecciones, en forma de temores naturales, para evitar los peligros de la altura. Adquirimos el asimiento de precisión y perdimos un poco el de potencia, nos erguimos para liberar las manos de la locomoción y perdimos el pie prensil. Desarrollamos brazos hábiles y perdimos los brazos ágiles, y con ello la capacidad de braquiación. Transformados de esa manera, quedamos bien adaptados para la vida en tierra firme, mientras sacrificábamos nuestras antiguas capacidades funambulescas y adquiríamos los miedos apropiados para no volver a intentar peligrosas excursiones por las copas de los árboles.

      La evolución se muestra otra vez precisa y acertada: si nos volvimos torpes para las alturas se hizo necesario sentir los temores correspondientes. Fue así como el sistema límbico evolucionó para producir el conjunto de emociones que ahora nos hacen sentir el vértigo paralizante y el desasosiego atormentador cada vez que nos elevamos unos pocos metros por encima del nivel del suelo. El hecho de que el temor a la altura paralice debe interpretarse como una defensa natural, pues permite que la inminente víctima sea auxiliada. Para la vida actual, tan lejos de las copas de los árboles, el exagerado temor adulto a la altura no desempeña ya ninguna función vitalmente útil; en consecuencia, se constituye en un anacronismo más, un vestigio molesto que se remonta a la época cuando del bosque pasamos a la sabana abierta.

      Los indios mohawk de Kahnawake, nómadas de Canadá, han sido obligados a establecerse al sur de Montreal y a integrarse por fuerza a la vida moderna civilizada. Lo extraño e interesante de este grupo étnico es que sus gentes parecen haber perdido el temor natural a la altura (Dubois, 1986), virtud de trapecistas que los ha hecho insustituibles en oficios de altura, como la limpieza de ventanas en rascacielos y similares. Es correcto pensar en una mutación genética liberadora que, debido a la inevitable endogamia de los grupos pequeños y cerrados, se ha propagado por toda la población. El hecho de que se manifieste de manera natural en todos los individuos esta indiferencia al vértigo de la altura, sin haber recibido ningún adiestramiento cultural, hace más valedero el argumento genético propuesto.

      El temor exagerado a las serpientes, aun a las no venenosas, parece existir en todas las culturas, incluyendo aquellas que han habitado por siglos regiones exentas de esos animales. Y no es de extrañar que así sea. Las serpientes venenosas están ampliamente difundidas y representan un peligro mortal, a pesar de que su tamaño no lo revele directamente. De ahí que resulte muy adaptativo aprender a evitarlas desde muy temprano, sin que medie ninguna experiencia previa con ellas. Y una manera eficiente de lograrlo es contar con una programación genética que las haga, a simple vista, temibles y poco amistosas.

      El temor a los ofidios es un instinto establecido con cierta rigidez, una propensión que se manifiesta durante el desarrollo y pertenece al ya estudiado aprendizaje preparado. Los niños simplemente aprenden a temerles a las serpientes con mayor facilidad que a permanecer indiferentes o sentir afecto por ellas. Antes de los 5 años no sienten ninguna ansiedad especial. Más tarde se van haciendo cautelosos. Después, solo una o dos experiencias (una sombra que culebrea entre la hierba cercana) pueden volverlos temerosos de manera profunda y permanente. La propensión está muy arraigada. Mientras que otros miedos naturales, como el que se siente frente a los extraños o ante ruidos fuertes y repentinos, empiezan a desaparecer pasados los 7 años de edad, la tendencia a

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