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especialmente, porque las comunidades evangélicas, más que meros sujetos religiosos, son actores sociales y políticos que están insertados en la dinámica de la sociedad civil organizada. En tal sentido, las comunidades evangélicas no pueden desconocer que se encuentran situadas visiblemente en un escenario público concreto, como tampoco pueden eludir su compromiso con la defensa del sistema democrático en el que cumplen su misión.

      Pero ¿están conscientes de esa realidad? Lo que necesitan, así parece indicarlo la historia de los últimos años, es comprender que la política no es un asunto para los aficionados, los improvisados, los aventureros, los ingenuos, los despistados o los tontos útiles, tampoco para los arribistas, los caudillos y los ambiciosos, ya que la política debe ser vista esencialmente como un compromiso ético. Los evangélicos necesitan comprender, además, que la política es una tarea para personas que mucho antes de embarcarse en una aventura individual o colectiva, tienen que conocer lo que se hace en ese espacio público y saben cómo manejarse en ese mundo complejo en el cual no son suficientes ni las buenas intenciones ni las convicciones religiosas. Particularmente, cuando estas se separan de la ética en la gestión pública, y cuando la eficacia deja a un lado el valor imponderable de la vida humana. Necesitan entender también que la práctica de un buen gobierno demanda transparencia en la gestión pública, rendición de cuentas de los funcionarios, acceso a la información y vigilancia ciudadana.

      Dentro de una realidad en la que se generan espacios de participación ciudadana, y en la cual las iglesias evangélicas tienen la necesidad de involucrarse en los asuntos públicos, habría que preguntarse si ellas, cuando irrumpen en el escenario público, coadyuvan al fortalecimiento de la democracia, de la plena ciudadanía y del desarrollo. Aquí habría que tener en cuenta las dos formas de ver la participación política y la incidencia ciudadana que están presentes actualmente al interior de las iglesias evangélicas.

      Otro sector de los evangélicos considera que la participación política y la incidencia pública, más allá de intereses religiosos particulares, se relacionan con la defensa de los intereses de la sociedad civil y de una afirmación de su ciudadanía. Intervienen en los asuntos públicos porque consideran que allí se construye ciudadanía y porque es un espacio en que se incide, se negocia y se formula agenda para el bien común. Ellos consideran que se debe estar presente en los espacios de poder porque son los lugares en los que se debate, analiza y articulan propuestas para el fortalecimiento de la democracia y la defensa de todos los sectores sociales. Este sector de las iglesias evangélicas entiende que la política, más allá de sus evidentes limitaciones como toda empresa humana, constituye una legítima frontera de misión para las iglesias evangélicas.

      Para el caso de los ciudadanos evangélicos, sean estos pastores o miembros de las iglesias, debería estar suficientemente claro que todos aquellos que pretendan incursionar en ese espacio público tienen que ser creyentes teológicamente articulados y coherentes, técnicamente capaces y eficientes, políticamente competentes y éticamente responsables. En otras palabras, aquellos evangélicos que pretenden tener un llamado divino para transitar en la frontera misionera de la cosa pública, necesitan entender que se requiere una sólida formación bíblica, una experiencia concreta de servicio al prójimo, una cultura política mínima, y coherencia entre lo que se predica y lo que se hace cada día en el espacio social en el que está insertado como discípulo de Jesús de Nazaret Encarnado, Crucificado y Resucitado, especialmente para que no se repita nuevamente, como ocurrió en el contexto peruano, la lamentable experiencia de la última década que Daniel Levine ha subrayado con bastante precisión:

      Para que las nuevas comunidades evangélicas puedan reclamar un rol en la vida política de sus países, y para cumplir este rol con eficacia y honestidad, no basta que sus líderes o representantes sean (o crean ser) personas honestas y morales. Bien podrían serlo y, sin embargo, caer bajo la influencia de la corrupción y el abuso del poder en la política [...]. La política tiene sus propias reglas de juego, y quienes las ignoren resultan ser fácil blanco de manipulación. Lamentablemente, tal ha sido el caso de muchos de los representantes evangélicos que entraron en la política del Perú con el surgimiento de la figura del Ing. Alberto Fujimori, y que luego se comprometieron con su régimen durante la década en que se mantuvo en el poder. Resultaron tan ineficaces y tan corruptos como cualquier otro grupo de políticos (Levine 2004:12).

      Más aún, teniendo en cuenta la experiencia política reciente de los evangélicos que estuvieron en la gestión pública en los años en los que gobernó Alberto Fumijori (1990–2000), Levine señala que una de las lecciones que ha dejado esta experiencia es «[...] no dejarse seducir por el poder, ni por las dádivas clientelistas que proporciona el régimen de turno. Los favores, privilegios y beneficios materiales que se obtienen de un gobierno autoritario, traen su propio veneno y corrompen profundamente» (Levine 2004:13). Casi lo mismo puntualiza Samuel Escobar cuando afirma que durante el régimen de Fujimori:

      Los congresistas evangélicos no mantuvieron en su vida pública ninguna de las características típicas de la ética social protestante. A falta de convicciones políticas básicas y de claridad ética estos políticos elegidos con los votos evangélicos se dejaron guiar solamente por la conveniencia personal y el oportunismo, como cualquier otro político sin convicciones lo haría (Escobar 2004a:14).

      Existen suficientes razones por las que los evangélicos ya deberían tener experiencias de eficiencia y eficacia en la gestión pública, antes que prácticas nocivas y bochornosas como el clientelismo o el nepotismo, y, lo que es peor, formar parte de los círculos de corrupción. Los evangélicos ya no son un “don nadie” ni unos “andrajosos” sociales. Actualmente representan entre un 12 a 15% de la población peruana, un porcentaje que le da un peso social y político electoral preciso. Por eso mismo, ya no tendrían que ser unos despistados en los asuntos públicos, ni unos “tontos útiles” para el régimen de turno.

      La inestabilidad y fragilidad democrática de nuestros países, asolados por el virus de una corrupción sistémica y el descrédito creciente de buena parte de los políticos profesionales y del sistema de partidos, demanda que los sectores organizados de la sociedad civil —y entre ellos los evangélicos— participen activamente en los espacios en los que se diseñan las políticas de Estado y en tareas impostergables como la vigilancia ciudadana, la defensa de la dignidad humana, la lucha contra el flagelo de la pobreza y la reconciliación nacional.

      Tiene que ser así porque la política no está restringida al ámbito parlamentario o a los gobiernos locales, tampoco al papel de la sociedad civil organizada, sino que es un asunto público que compete a todos los ciudadanos y tiene un efecto directo en todas las relaciones humanas. La política es más que la participación en elecciones periódicas y el acto ciudadano de otorgarle el voto a cierto candidato o partido político en cada proceso electoral. La política es una tarea para todos y exige que todos los ciudadanos estén interesados en asuntos clave para la democracia como la vigilancia ciudadana, la rendición de cuentas, la transparencia en la gestión, el buen uso de los fondos públicos y la igualdad de oportunidades.

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