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época, mi compañero de piso Matt Nance había empezado a entrenar para la Manhattan Island Marathon Swim, una circunnavegación de 45 kilómetros de toda la isla de Manhattan.

      —Deberías hacerlo conmigo, Rich —me dijo Matt.

      ¿Rodear nadando Manhattan? ¿Incluido el río Harlem? Sí, claro. No sólo me parecía imposible, sino que además no me interesaba lo más mínimo. No, estaba demasiado ocupado emergiendo de sopores etílicos en apartamentos extraños, deambulando por callejones vacíos del centro en plena noche y subsistiendo a base de cerveza, perritos calientes de Gray’s Papaya, hamburguesas de McDonald’s y pizzas de Ray’s Pizza. Aunque en esos momentos no tenía la suficiente conciencia de mí mismo como para darme cuenta, iba a la deriva, hacia el caos, destruyéndome lentamente a mí mismo.

      Y entonces recibí la llamada. Un día antes de que empezaran las clases, me informaron de que había sido la última persona de la lista de espera de la Cornell Law School en ser aceptada. Tras un montón de cartas de rechazo, era mi última oportunidad de estudiar derecho. Teniendo en cuenta mi estelar experiencia en Skadden, suele sorprenderme que mordiera el anzuelo, pero en aquel momento me pareció lo correcto. Quizá algún tipo de instinto protector me había hecho darme cuenta de que me podría salvar de caer al abismo.

      En menos de 24 horas de infarto, me encontraba en la curiosa aldea rural de Ithaca (Nueva York). Al entrar en un auditorio para escuchar al corpulento profesor Henderson amenizar a un grupo de entusiastas e inocentes estudiantes de primero de Derecho con los nada fascinantes principios del derecho de responsabilidad civil, sentí que privado de sueño me daba vueltas la cabeza. Al echar un vistazo a la habitación, me pareció más que obvio que todos los demás estudiantes se habían pasado todo el verano preparándose para ese día. Mientras yo estaba ocupado en las raras profundidades de Manhattan, mis compañeros de clase habían completado diligentemente la lectura de una larga lista de libros, por lo que llegaban más que preparados. La única cosa para la que yo estaba preparado era para la hora feliz. Seis mil solicitudes para tan sólo 180 plazas, y yo había sido la última persona en entrar. El absoluto fondo del barril. No pude evitar preguntarme si había cometido un grave error.

      Sin embargo, resulta que me gustó bastante la Facultad de Derecho. Al seguir una trayectoria sólida, fuera la que fuera, sentí una especie de liberación. No puedo decir que los profesores de Cornell hicieran nacer en mí el amor por las leyes, pero me gustó volver a un entorno académico y a los retos que eso suponía.

      Siempre había sido una persona sensible a las fluctuaciones del tiempo, y en un determinado día mi estado de ánimo dependía de si el sol brillaba o no. Llámalo «trastorno afectivo estacional» o, simplemente, carencia de vitamina D, pero al principio el frío de Ithaca me provocó un estado depresivo. Lo bueno es que tenía la cura perfecta para esa afección. Ya te lo imaginas, ¿no? Alcohol.

      En esa época tenía la esperanza de que salir de Nueva York sería la forma perfecta de dejar atrás mis problemas con el alcohol. Pero en vez de admitir conscientemente que tenía un problema, tuve el impulso de controlar y disfrutar de la bebida.

      Por supuesto, fuera donde fuera, siempre me llevaba a mí conmigo, así que no tardaba mucho en volver a mis antiguas costumbres. De hecho, al añadir un coche a la ecuación las cosas empeoraron. Me llevó a unos cuantos roces con la ley y al fantasma de un arresto por conducir bajo los efectos del alcohol, del que me salvé por poco en varias ocasiones. Y cuando el entorno pastoril empezó a aburrirme, volví pitando a Manhattan (las cuatro horas de coche eran un precio pequeño que pagar por un fin de semana perdido empapado en cerveza).

      A pesar de todo, conseguí sacar unas notas decentes. No fueron sobresalientes, pero sí sólidos notables o notables altos como media. Bueno, vale, también saqué unos cuantos suficientes, pero no muchos e, incluso, de vez en cuando me ponían algún sobresaliente para equilibrarlo todo. «No está mal», pensé. En mi opinión, teniendo en cuenta que había sido la última persona admitida en la clase, todo lo que no fuera ser el último era una victoria. Nada que ver con mi desenfrenada ambición de juventud. Ese fuego en el estómago que me había definido años atrás no sólo estaba dormido, sino que ya se había extinguido.

      En una ocasión me metí un paquete de seis cervezas Beck entre pecho y espalda sentado en mi Volvo antes de presentar un trabajo sobre constitucionalismo ruso. La clase empezaba a las dos de la tarde. Puedo ser idiota, pero no estúpido. Sabía que lo más probable era que fuese un total y absoluto desastre. Entonces, ¿por qué? No tengo una respuesta satisfactoria. De hecho, ni siquiera me hice la pregunta. Todo lo que recuerdo es la incapacidad de parar. Tras quince minutos de alocución, el profesor visitante de Moscú me llevó aparte.

      —¿Tendría unos minutos para hablar después de clase? —me preguntó con serenidad con su fuerte acento ruso sacado de una película de espías de la KGB.

      Con el alcohol corriendo por las venas, respiré hondo y aguanté la respiración. «Prepárate para el gulag», pensé.

      Cuando el aula se vació, me acerqué, mentalizado y aterrorizado. Me puso la mano en el hombro y esbozó una extraña sonrisa.

      —Richard, la presentación ha sido brillante. Sobresaliente. Con su permiso, me gustaría presentarla en Moscú en la convención rusa constitucional especial.

      ¡¿Qué?! Ese organismo especial de setecientas personas incluía a algunos de los líderes políticos y juristas más entendidos del mundo que habían sido reclutados para ayudar a la redacción de la Constitución rusa. En vez de la inevitable humillación, el castigo o, incluso, la expulsión para la que me había preparado, me premiaron. Por supuesto, el mensaje fue exactamente el que no necesitaba: beber es la solución, no el culpable.

      En la primavera de mi tercer y último curso, recibí una oferta para trabajar como asociado en el bufete Littler Mendelson de San Francisco, especializado en derecho laboral. ¿Era un apasionado del derecho laboral? Pues no, pero la oficina era muy bonita y el salario, decente. Me valía. Conseguir el trabajo me tranquilizó y me preparó para lo que vendría después, permitiéndome dejar de preocuparme por las notas y disfrutar de los días que me quedaban en la Facultad de Derecho en una neblina etílica libre de preocupaciones.

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