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por nuestras venas.

      Pero, de lejos, la persona más importante de mi amplia familia que estudió en Míchigan fue mi abuelo por parte de madre, Richard Spindle. A finales de los años veinte, Richard había liderado el equipo de natación de la Universidad de Míchigan llevándolo a una serie de campeonatos de la Big Ten Conference y a innumerables victorias bajo la tutela del venerable entrenador Matt Mann, que una vez dijo: «El equipo de natación de la Universidad de Míchigan de 1926-1927 es el mejor equipo universitario de la historia»1. Y mi abuelo destacó esa temporada, registrando el récord nacional en los 150 metros espalda. Esta marca le convirtió en una promesa olímpica para los Juegos de Verano de 1928 en Ámsterdam, junto con el más famoso nadador de la época, Johnny Weissmuller, que luego se convertiría en Tarzán en la gran pantalla. Finalmente, mi abuelo se quedó sin plaza olímpica por un puesto al terminar cuarto en las pruebas. Pero ha quedado como uno de los grandes nadadores de su tiempo, una auténtica leyenda que completó su carrera como capitán del equipo de Míchigan durante su último año de universidad, en 1929.

      Decorando los pasillos del magnífico Matt Mann Natatorium del campus Ann Arbor había muchas fotografías de equipos de la época de mi abuelo. Y si miras de cerca la foto de 1929, dejando a un lado el tono sepia de la imagen envejecida y los bañadores de lana sin mangas, mi parecido con mi abuelo es más que inquietante. Por desgracia, Richard Spindle murió años antes de que yo naciera víctima de una predisposición genética a las enfermedades cardíacas que se lo llevó cuando mi madre estaba en la universidad, a la relativamente temprana edad de 54 años. Pero, aunque nunca llegó a conocer a su homónimo nieto, tuvo mucha influencia en lo que soy hoy en día. Pese a que tengo que confiar en la memoria de mi madre para conocerle, está claro que compartimos muchas cosas, incluidas las más obvias: la fascinación por el agua, un ardor competitivo y la pasión por la forma física.

      Fue ese amor de mi madre por el padre que perdió tan pronto el que hizo que me pusiera su nombre y que imbuyera mi vida con las cosas que le gustaban a él. Fue por eso por lo que me tiró a la piscina aquel profético día siendo yo bebé, y su apoyo fiel a mis sueños de agua fue un factor importante. Solía bromear diciendo que yo era la reencarnación de Richard Spindle. Pero en muchos aspectos, no era una broma. Siento una conexión espiritual con ese hombre; estoy convencido de que estoy aquí para seguir con su legado y completar su misión inacabada.

      En mi graduación, mi madre me regaló copias enmarcadas de aquellas fotografías de equipo. Están colgadas en mi despacho. Varios años después, para mi cumpleaños, me regaló su manta de deportista de Míchigan, un paño de lana azul oscuro con una «M» mayúscula en color maíz y su nombre bordado en una elegante cursiva. Hoy en día sigue extendida sobre nuestra cama. Ambos regalos me recuerdan cada día de dónde vengo y quién soy, y son talismanes que representan la lógica que hay detrás de mi decisión de cambiar de vida.

      Fue la imagen de mi abuelo la que me vino a la cabeza la noche antes de mi 40 cumpleaños cuando casi me desmayo subiendo las escaleras. No quería morir como él. No podía. Sabía que en cierta forma mi misión era corregir en mi propia vida lo que había ido terriblemente mal en la suya. Richard Spindle fue la razón por la que volví a comprometer mi vida a ampliar los límites de la salud y la forma física.

      Pero volvamos a mi viaje de reclutamiento a Míchigan. La visita empezó con una competición dual el viernes por la noche en la que me senté en las gradas, intimidado y en silencio, a observar al equipo competir mientras los nadadores iban pasando para presentarse. Era dolorosamente consciente de mis poco desarrolladas habilidades sociales, de que mi conversación era forzada y de que era incapaz de establecer contacto visual. Lejos de mis amigos del club de natación Curl, me sentía un completo inadaptado social. Podía encantarme nadar, pero interactuar con la gente siempre había sido algo muy difícil para mí, sobre todo con gente nueva. A mi edad, otros parecían sentirse muy cómodos consigo mismos, algo que me desconcertaba. En ese momento todavía no me había dado cuenta de que, muy pronto, encontraría la solución a mi problema, aunque fuera una que llevaba un coste asociado.

      Tras la competición, me mandaron a una fiesta de nadadores en una casa local. El equipo había ganado y los ánimos estaban altos, literal y metafóricamente. Antes incluso de que pudiera quitarme la chaqueta, ya me habían plantado en la cara una enorme jarra de plástico de cerveza, la primera de mi, hasta entonces, corta vida, cortesía de Bruce Kimball.

      Bruce, acertadamente llamado «El remontador», era el mejor saltador de Míchigan y acababa de ganar una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de 1984 desde la plataforma de 10 metros. Sólo tres años antes, Bruce había sido envestido de frente por un conductor borracho que le rompió una pierna y le fracturó todos y cada uno de los huesos de la cara. Tuvo una laceración en el hígado y le habían quitado el bazo. Las cicatrices de su rostro contaban el trágico suceso. Todo el mundo sabía quién era Bruce: su historia era leyenda. Y ahora estaba allí, dándome una cerveza. Mi primera cerveza.

      —¡Traga! —gritó Bruce, seguido de sus compañeros.

      —¡Traga! ¡Traga! ¡Traga!

      Aunque yo no era saltador, idolatraba a Bruce y todo lo que había tenido que superar para alcanzar la grandeza. Así que no estaba dispuesto a decepcionarle, a pesar de mis dudas ante ese extraño brebaje. Siempre me había sentido orgulloso de mi abstemia y era bastante crítico con los compañeros que se pasaban los fines de semana borrachos, pero esta vez era diferente. Esta vez, una auténtica leyenda del deporte me estaba exhortando a beber. Me sentí obligado a inclinar la jarra tamaño Big Gulp y a tragarme el litro entero hasta que no quedó ni una sola gota. No estuvo mal para la primera cerveza de mi vida.

      Con el estómago hinchado, me doblé intentando mantenerlo a raya. Pero tras unos segundos, se me calmó. Lo que experimenté después me cambiaría la vida para siempre. Para empezar, me puse rojo. Después, un profundo calor empezó a subirme por las venas, como si la mantita más cálida del mundo me envolviera todo el cuerpo. Y, de repente, todos esos sentimientos de miedo, resentimiento, inseguridad y aislamiento desaparecieron convirtiéndose en una avalancha de confort y sentido de la pertenencia.

      ¿Mi único pensamiento? Consigue más. Ahora. Y para deleite de los nadadores de Míchigan, en un abrir y cerrar de ojos ya me había bebido la mayor parte de un paquete de seis, y venían más de camino. Y cuanto más bebía, mejor me sentía. Por primera vez en mi vida experimenté lo que podría ser sentirse normal: unirse a un grupo de personas y, simplemente, iniciar una conversación espontánea; mirar a alguien a los ojos y bromear; flirtear con una chica, reír y, en general, sentirme bien conmigo mismo. Me sentí encantador, incluso divertido, y el centro de atención. Sinceramente, había encontrado la respuesta. ¿De verdad podía ser tan fácil?

      Los datos preliminares indicaban que sí, que era así de simple. En una hora, Bruce Kimball se había convertido en mi mejor amigo. Juntos nos tomamos más cervezas, y vi con asombro cómo este raro espécimen deportivo realizaba lo que, hasta el día de hoy, sigo considerando el mejor truco de fiesta que he visto en mi vida. Con una jarra de cerveza llena en una mano, desde una posición inmóvil, saltó varios metros sobre el suelo antes de doblar las rodillas y echar la cabeza hacia atrás hasta completar una perfecta voltereta clavando la caída sin el más mínimo bamboleo. ¿El giro inesperado? No derramó ni una sola gota de la cerveza que llevaba en la mano. Fuera lo que fuera lo que tenía ese chico, yo lo quería.

      Pero el futuro de Bruce no sería la maravillosa historia de éxito que me imaginaba en ese momento. Tres años más tarde, en 1988, sólo dos semanas antes de las pruebas de salto para el equipo olímpico estadounidense, arroyó a un grupo de adolescentes con el coche a cerca de 150 km/h matando a dos niños e hiriendo a cuatro. Fue sentenciado a 17 años de cárcel por conducir borracho, que, al final, se quedaron en cinco.

      Por supuesto, no podía adivinar el futuro ni cómo transcurriría mi propia vida a raíz de las semillas plantadas aquella noche. No, aquella noche mi horizonte se limitaba a mi borrosa visión y al creciente éxtasis que sentía. Estaba extremadamente feliz, no sólo porque por fin me había mezclado con un grupo de extraños y había descubierto que podía ser encantador con las chicas, sino también porque había encontrado una cura para todo lo que

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