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ángeles o de la inspiración celestial para transmitir los mensajes divinos a los hombres, y las necesidades humanas a los seres celestiales. El ángel es el verdadero intermediario entre Dios y los hombres, aunque Jehová, como cualquier otro dios de la jerarquía celestial, está facultado para comunicarse directamente con los hombres si así lo cree necesario.

      De hecho, en la Biblia hay ciertas confusiones en lo que a la personalidad de Dios se refiere, y aunque solo tres arcángeles son mencionados en las Escrituras (Miguel, Gabriel y Rafael), los estudiosos creen que en muchas ocasiones los profetas hablan con uno u otro ángel cuando creen estar hablando con Jehová en persona. Jehová, el más alto representante de la jerarquía celestial hebrea, es confundido a menudo con los Elohim, con los Beni Elohim, con Uriel, con Miguel y con Gabriel.

      Los Elohim

      Una vez que Lucifer había echado a perder a los Reyes de Edom, los ángeles creadores y redentores de luz, los Elohim, limpiaron y rehabilitaron la Tierra, y más que Jehová en persona, ellos se encargaron de la Creación que relata el Génesis. Los Elohim fueron los que descansaron al séptimo día. Incluso, la forma plural del texto bíblico, indica que la confección de Adán y Eva fue realizada por los Elohim, y no por Jehová en persona.

      No en vano a Jehová se le llama el sin nombre, el innombrable, el que está más allá, el señor oculto, porque, como en el caso de Brahma, su cualidad esencial está muy lejos del hombre y de todo lo que esté relacionado con el hombre.

      Es difícil hablar de un Dios completamente ajeno a los problemas humanos y terrestres, porque desde siempre nos han enseñado un Dios con personalidad propia y hasta con un aspecto físico definido. Sin embargo, y a pesar de la popularización de Dios, las escrituras sagradas de todos los tiempos hacen una clara distinción entre los dioses, los demiurgos, los ángeles y el verdadero y único Dios.

      Entre el verdadero Dios y el Dios que conocemos hay una amplia diferencia, ya que el Dios personalizado que conocemos responde más a la figura de un jerarca celestial, de un ángel de primera magnitud, que a un Dios único y universal propiamente dicho.

      Los Elohim, habitantes del Sol, así como el resto de los arcángeles que aparecen en la Biblia y en otros textos sagrados o míticos, responden más a la idea que los seres humanos tenemos desde el principio de los tiempos sobre Dios.

      Los Beni Elohim

      Los Beni Elohim, o los hijos de los Elohim, fueron los ángeles que se mezclaron con las hijas de los hombres dejando su simiente divina entre los hombres.

      Una de las preguntas básicas de todos los niños que practican la religión católica, se refiere a cómo pudieron Adán y Eva repoblar la Tierra por sí solos, sin caer en la más reprobable de las endogamias. Es decir, cómo es posible que solo dos personas con un hijo (tras la muerte de Abel) pudieran dar lugar, ya no solo a las doce tribus de Israel, sino a la humanidad entera.

      Ni los sacerdotes, y mucho menos las catequistas, se refieren en ningún momento a los Elohim, a los hijos de los Elohim, o a los edomitas, y dejan que los niños piensen que Eva tuvo más hijos que se casaron entre ellos para dar lugar a la repoblación de la Tierra, practicando el incesto hasta el hartazgo. Cuando, según las leyendas que se pueden leer en la misma Biblia, los hijos de Adán y Eva, que en realidad fueron más que Caín y Abel, pues Seth fue algo tardío, pero el tercero, se mezclaron con los edomitas, los jebuseos, los cananeos y con los hijos de los ángeles y muchas otras mujeres que poblaban la Tierra más allá del Paraíso. Hay que tener en cuenta que la Tora, el Pentateuco, Antiguo Testamento o Biblia, es originalmente un documento hecho por los hebreos para el pueblo de Israel, y no para el resto del mundo.

      Los otros pueblos que habitaban la Tierra, para los israelitas, no eran humanos, sino goyim, o perros, que no pertenecían a la Creación de Eli, su gran Dios.

      Es muy posible que los jerarcas eclesiásticos, antes de que en el siglo II a. C. se diera forma a los textos sagrados, compilando unos y rechazando otros, creando lo que ahora conocemos como Antiguo Testamento, fueran más explícitos con su parroquia y que contaran a sus fieles una cosmogonía menos oscura y más lógica, pero desde que los grandes imperios hicieron su aparición en la Tierra, el ocultismo veló lo más básico de las enseñanzas religiosas.

      En otras palabras, parece que a partir del II siglo a. de C., los ángeles dejaron de tener la debida comunicación e influencia sobre los hombres.

      La edad de oro y el primer apocalipsis

      Quizá las jerarquías celestiales no deseaban la precoz evolución de los hombres porque temían que pasara lo que pasó dos siglos antes del nacimiento de Cristo.

      Si echamos una mirada a las historias y leyendas de la humanidad antes de esta fecha, descubriremos la certeza que se tenía de la existencia y coexistencia de los seres divinos con los hombres.

      Los profetas bíblicos estaban acostumbrados a hablar con los ángeles, con Jehová, y a menudo se topaban con toda suerte de señales y actos divinos. Los griegos hablaban de sus dioses como si los tuvieran al lado, y no como seres invisibles que solo se manifestaban en la imaginación de los más beatos.

      Entre los egipcios la presencia divina era más un hecho cotidiano que una desvelada teoría, y entre los nórdicos, los chinos y los pueblos americanos parecía patente una comunicación intensa y directa con toda clase de seres sobrenaturales.

      Y de pronto, de un siglo para otro, los seres divinos empezaron a brillar por su ausencia, dejando tras de sí un cúmulo de leyendas difíciles de corroborar, como si un pacto de silencio se hubiera establecido entre los ángeles y los hombres, o como si las entidades divinas se hubieran decidido a hablar y pactar solo con las cúpulas de las jerarquías religiosas.

      ¿Perdió el hombre su imaginación religiosa? ¿O las jerarquías religiosas secuestraron su pensamiento mágico?

      Cuando se reunieron los Setenta Sabios y recopilaron los más antiguos escritos religiosos para dar forma a lo que ahora conocemos como Biblia, no lo hicieron solo en un intento de conformar lo que sería la religión a partir de entonces. Todo lo contrario, creían firmemente en que el final de los tiempos se acercaba y querían encontrar el medio para contactar con los seres celestiales.

      Los textos oficializados de la única religión monoteísta de la época quedaron como la parte externa del conocimiento místico, mientras que los textos más mágicos pasaron a formar parte del bagaje esotérico de los Setenta Sabios, con el escriba Esdras y su séquito a la cabeza de la compilación.

      A estos textos no tomados en cuenta, como El libro de Enoc, se les llaman apócrifos, pero no por su falsedad, sino porque conformaban el aspecto interno, mágico y misterioso de las Sagradas Escrituras. Curiosamente, los textos que han pasado a la historia son los oficiales, mientras que los escritos secretos se perdieron o dejaron de tener importancia con la llegada de la Edad de Oro.

      En los textos ocultos, como más tarde sucedió con el Nuevo Testamento, lo más importante era el apocalipsis que se venía encima con el cambio de las constelaciones. La famosa Edad de Oro, esperada hasta por los Césares, era contemplada bajo dos prismas bien distintos:

      1. La llegada de una nueva era donde los ángeles volverían a la Tierra para convivir con los hombres como sus iguales.

      2. El fin de los tiempos con la devastación del planeta. Y en cualquiera de los dos supuestos los jerarcas religiosos y políticos querían estar bien considerados por las jerarquías celestiales.

      Hasta los textos mágicos de Oriente hablaban de un final de los tiempos. Brahma cerraría un ojo, Shiva lo destruiría todo, o Visnú despertaría de su sueño, donde existimos nosotros, y todo el universo regresaría al caos del que emergió.

      Antes de que la física descubriera el principio de entropía, las antiguas religiones ya hablaban de que si todo había salido del caos y de la nada, todo volvería al caos o a la nada en un momento determinado, y la mayoría de los sabios y religiosos de la época, orientales y occidentales, coincidían en que ese caos llegaría cuando la constelación de Piscis alcanzara, en el retroceso de los equinoccios, la posición que ocupaba hasta entonces la constelación

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