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      Mayfair, mayo de 1816

      El marqués de Brentmore estaba en su casa de Londres, salió de la biblioteca y entró en el salón. Había accedido a considerar el plan de su primo... ¿En qué demonios estaba pensando?

      Se acercó a la ventana y de un tirón apartó los pesados cortinajes de brocado. ¿Por qué usarían tejidos tan gruesos cuando Londres disfrutaba bien poco de la luz del sol? Otra de las locuras de los ingleses. Lo que daría él por disfrutar de uno de los días soleados de Irlanda.

      En momentos como aquel en los que se sentía inquieto, sus pensamientos volaban siempre a Irlanda. Nunca podría deshacerse de los recuerdos de sus años más jóvenes por mucho que su abuelo inglés, el viejo marqués, se hubiera empeñado en arrancárselos.

      Miró por la ventana. Mejor seguir centrado en el tiempo. El cielo estaba más gris de lo normal. Seguiría lloviendo, sin duda.

      Una mujer joven atravesó Cavendish Square caminando y algo en ella llamó su atención, hasta tal punto que no pudo apartar los ojos de su figura.

      Parecía embargarle alguna emoción que a duras penas era capaz de contener, y tuvo la sensación de que esas emociones reverberaban también en su interior como si de nuevo estuviese lidiando una batalla con un temperamento feroz. El irlandés que llevaba dentro, como siempre le decía el viejo marqués.

      ¿Es que si dejaba libres sus pensamientos siempre tenían que volar a aquella época?

      ¿Qué estaría haciendo allí aquella preciosa señorita que parecía tan alterada como él? Su persona le afectaba de un modo en que ninguna de las innumerables hijas de la alta sociedad que atendían a bailes y musicales había sido capaz. Muchachas estúpidas que lo miraban llenas de emoción hasta que su mamá se acercaba presurosa para apartarlas de él murmurando entre dientes sobre su mala reputación.

      ¿Sería su desastroso primer matrimonio lo que aquellas matronas tenían contra él, o sería quizás la mancha de su sangre irlandesa? Fuera lo que fuese, el título de marqués no parecía tener el peso suficiente para sepultar ambas cosas.

      De todos modos no quería saber nada de aquellas jovencitas. Ni de sus bailes. Ni de su mercado de casorios, por mucho que dijera su primo. Ya se había dejado llevar por todo ello en otra ocasión y el desastre había sido mayúsculo. No, no albergaba la menor intención de dejarse engatusar por otra mujer, y menos aún por la imagen de una cruzando la plaza. Tenía trabajo que hacer.

      Iba a apartarse de la ventana cuando la joven se volvió, y la ansiedad de su expresión le llegó directa al corazón.

      Incluso desde la distancia podía ver que sus ojos eran grandes y brillantes, y que sus labios parecían haber recibido el beso de una rosa. Un cabello castaño oscuro asomaba bajo su sombrero y la muselina azul del ruedo de su falda se alzaba a impulsos del viento, dejando al descubierto un fino tobillo.

      Respiró hondo.

      Brillaba de expectación. De pasión. De esperanza y miedo. Aquella mujer había despertado su corazón y su sangre, algo que no era fácil desde que Eunice lo inhabilitara para cualquier otra mujer.

      ¿Estaría esperando a alguien? ¿A un hombre? ¿Se trataría quizá de una cita prohibida?

      Sintió una punzada de envidia. Hubo un tiempo en que habría anhelado tener a una joven respetable como aquella esperando reunirse con él.

      Se apartó de la ventana y dejó que el cortinaje ocultara los cristales. Qué tontería. Después de haber pasado por un verdadero infierno en su matrimonio, sabía bien con qué facilidad la pasión puede traer de la mano la desgracia.

      Volvió a la biblioteca y a la montaña de papeles que le aguardaba en el escritorio. Repasó sin detenerse mucho la correspondencia. Con una mano levantó una carta y releyó las noticias de Brentmore. Parker, su administrador, se ocupaba bien de sus asuntos.

      La institutriz de los niños había muerto de repente, pero Parker se había ocupado rápidamente de todo: de su funeral y posterior entierro. Diablos, ¿cuánto iban a tener que soportar en la vida aquellos dos niños?

      Primero la muerte de su madre… y ahora la de la institutriz.

      Brent se pasó la mano por la cara.

      Sus hijos habían sufrido demasiado en su corta vida. Quizá su primo tuviera razón y había llegado ya el momento de considerar volver a casarse. Eunice llevaba un año muerta y los niños necesitaban una madre que cuidara de ellos, que se ocupase de contratar a una institutriz y esa clase de cosas, que se asegurara de ahorrarles preocupaciones.

      Él no sabía nada de niños. Eunice era quien se ocupaba de ellos y no le gustaba que él interfiriera. De hecho, era prácticamente un extraño para sus hijos. Las breves visitas que les había ido haciendo desde la muerte de su esposa eran casi una formalidad, ya que la institutriz le aseguraba que tenía a los niños bajo su control, y al fin y al cabo ¿quién era él para cuestionar sus años de experiencia? Siendo un niño, el viejo marqués lo dejó al cuidado de unos severos tutores y luego lo mandó a un internado. En realidad podía decirse que no se conocieron hasta que volvió de su viaje por Europa, lo mismo que pasaba con la mayoría de los hijos de los nobles.

      Con las yemas de los dedos rozó la madera oscura del escritorio. Pensar en sus hijos, en cómo iban a sufrir por los pecados de sus padres, le encogía el corazón. Mejor volver a la ventana del salón y dedicarse a contemplar a aquella apasionada joven que esperaba a su amado que seguir agonizando por cosas que ya no podía cambiar.

      Llamaron a la puerta. Era Davies, su mayordomo.

      —Perdón, milord. La señorita Hill desea verle. Dice que tiene una cita.

      La mente se le quedó en blanco. ¿Una cita?

      Ah, sí. A veces la suerte se dignaba a sonreírle. La noche pasada en White’s había oído decir a alguien que tenía una institutriz de la que quería deshacerse. Ya no la necesitaba y quería quitársela de en medio lo antes posible. Él le dijo a… ¿quién era?... le dijo que se la enviase a casa a la mañana siguiente. Quería solventar cuanto antes el problema de sus hijos, aunque no tuviera ni idea de qué rasgos debía buscar en una institutriz.

      —Hazla pasar.

      Dejó la carta y se sentó tras su mesa.

      —La señorita Hill, milord —anunció Davies.

      Una dulce voz de mujer musitó:

      —Milord…

      Brent alzó la mirada y las sensaciones de su cuerpo se dispararon.

      De pie ante él estaba la apasionada joven que había estado observando por la ventana. Dio dos pasos hacia él y quedó lo bastante cerca como para poder percibir su aroma a lavanda y ver que sus enormes ojos eran de un intenso color azul y más vibrantes que el azul de su vestido, bastante poco propio de una institutriz, dicho sea de paso. Tras el marco de unas oscuras y rizadas pestañas, aquellos ojos lo miraban con la misma esperanza y el mismo temor que había visto en ellos a través del cristal.

      De cerca no le defraudó. Tenía una piel tan blanca y tan sin mácula como una estatua de Canova y respiraba juventud. Tenía los labios sonrosados y tentadoramente húmedos, y lo peor de todo era que su evidente nerviosismo lo empujaba a la ternura, un peligro mucho mayor que la respuesta básica de su cuerpo.

      —Anna Hill, señor —se presentó, haciendo una pequeña reverencia.

      Le resultaba imposible apartar la mirada de la gracia con que se movía, del brillo expectante de su mirada, del suave movimiento de su pecho.

      Desde luego, aquella joven no era institutriz, eso quedaba patente con tan solo verla. Era una joven de clase, hija de algún miembro de la

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