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Y, a pocos metros de distancia, astutamente escondido entre los árboles, había un pequeño utilitario.

      Dante alcanzó el bate de béisbol que estaba debajo del asiento, con la esperanza de no tener que utilizarlo. Luego, salió del coche con sus guardaespaldas y se acercó al destartalado edificio al abrigo de la espesura, para que no los vieran. La noche era fresca, y se tuvo que frotar los brazos para entrar en calor. El eco del invierno, que había sido particularmente duro, seguía flotando en el aire.

      Mientras caminaba, se dio cuenta de dos cosas: la primera, que todas las contraventanas estaban cerradas, y la segunda, que alguien había encendido la vieja chimenea, algo evidente por el humo que echaba. Marcello, el encargado de la propiedad, tenía razón. Alguien había entrado en ella.

      Dante y sus hombres se detuvieron en la puerta e intentaron abrir, pero estaba cerrada. Extrañado, sacó la llave, la metió en la cerradura y, tras girarla, empujó. El chirrido de las oxidadas bisagras le arrancó un escalofrío, y él entró en la casa por primera vez desde su adolescencia, cuando llevaba allí a sus novias.

      El interior era más pequeño de lo que recordaba. Las luces estaban encendidas y, tras echar un vistazo a su alrededor en busca de posibles desperfectos, vio que la ventana de la pila estaba rota y que alguien la había tapado con un cartón. Por lo visto, el intruso había entrado por ahí. Pero todo lo demás estaba bien, lo cual parecía indicar que la persona en cuestión no era ni un ladrón ni un vándalo.

      Lo único que no encajaba en la imagen era el montón de libros que estaban sobre la mesa, detalle que le desconcertó. Y, aún estaba pensando en lo incongruentes que resultaban, cuando oyó pasos en el piso de arriba.

      Apretando el bate, indicó a sus hombres que lo siguieran y empezaron a subir por la escalera, cuyos tablones crujían una y otra vez. Podría haber dejado el asunto en manos de sus guardaespaldas, pero quería ver la cara del tipo que había tenido el atrevimiento de entrar en la propiedad. ¿Sería alguno de sus muchos enemigos? ¿O un simple vagabundo?

      Lo primero que pensó al abrir la puerta de la habitación fue que el intruso los había oído y se había escapado por la ventana. Y no pensó nada más, porque una mujer salió súbitamente del cuarto de baño y cargó contra él pegando gritos y sosteniendo lo que parecía ser la alcachofa de la ducha.

      Antes de que el objeto impactara en la cabeza de Dante, uno de los guardaespaldas la agarró y la inmovilizó con sus fuertes brazos. Por suerte, Lino era un hombre rápido.

      Completamente perplejo, miró a la intrusa. ¿Quién se habría imaginado que sería una mujer? Llevaba un albornoz de color marrón, y no dejaba de soltar palabrotas en inglés, aunque su mirada era de pánico.

      –Suéltala –ordenó a Lino.

      El guardaespaldas obedeció, y ella retrocedió como si estuviera muerta de miedo, lo cual no tenía nada de particular. A fin de cuentas, Lino, Vincenzo y él mismo eran hombres tan altos como imponentes.

      –Marchaos –les dijo–. Esperadme abajo.

      Sus guardaespaldas fruncieron el ceño, pero sabían que discutir con él era inútil, así que se marcharon. Además, la intrusa no suponía ningún peligro. Solo lo habría sido si hubiera llevado una pistola, y el simple hecho de que lo hubiera atacado con una alcachofa de ducha demostraba que no tenía armas.

      Dante dio un paso hacia ella, repentinamente consciente de su suave olor a flores. La mujer se apretó contra la esquina, casi jadeando. Era una joven de veintipocos años, esbelta, de pequeña altura y con la cara llena de pecas. No pudo distinguir el color de su pelo, porque lo llevaba mojado; pero cualquiera se habría dado cuenta de que era preciosa.

      –¿Quién eres? –le preguntó en su idioma.

      Ella no dijo nada.

      –¿Qué haces aquí?

      Ella se mantuvo en silencio.

      –Sabes que has entrado en una propiedad privada, ¿verdad? –continuó Dante–. La casa está vacía, pero es mía.

      La joven clavó en él sus extraños y bellos ojos, y él notó que ya no estaba asustada, sino enfadada.

      –¿Que es tuya? ¡Y un cuerno! –replicó, con un fuerte acento irlandés–. La casa forma parte de la herencia de tu padre, y deberías compartirla con tu hermana.

      Dante estuvo a punto de perder la calma. ¿A qué venía eso? ¿Sería otra charlatana de las que fingían ser hijas de Salvatore Moncada para llevarse un pellizco de su fortuna? Su padre solo llevaba muerto tres meses, pero ya habían aparecido ocho o nueve estafadoras con el mismo cuento.

      –Si tuviera una hermana, estaría encantado de compartir mi herencia con ella, pero…

      –¿Si la tuvieras? –lo interrumpió ella–. La tienes, y lo puedo demostrar.

      Por su tono de voz, Dante supo que estaba hablando en serio, y se quedó sin habla. ¿Sería posible que aquella criatura increíblemente sexy estuviera realmente convencida de ser su hermana?

      Aislin había visto muchas fotografías del siciliano que le intentaba negar lo que era suyo, pero no le hacían justicia.

      Era mucho más alto de lo que suponía, y de pelo más rizado y más oscuro. Tenía un cuerpo escultural y, aunque no se había afeitado, la sombra de su barba no ocultaba en modo alguno la perfección de sus apetecibles labios. ¿Y qué decir de aquellos ojos verdes que la miraban con una mezcla de disgusto e incredulidad?

      Era el hombre más guapo y más sexy que había visto en su vida. De hecho, le gustó tanto que se cerró el albornoz un poco más, porque la intensidad de su mirada hacía que se sintiera maravillosamente desnuda.

      Por lo visto, la suerte no estaba de su lado. Llevaba dos días en la casa, esperando a que alguien reparara en su presencia y avisara a Dante Moncada. Pero ¿quién le habría dicho que se presentaría mientras estaba en la ducha? Su intención de dar una impresión fría y serena había saltado por los aires. Hasta había intentado atacarlo con la alcachofa de la ducha.

      –¿Crees que eres mi hermana? ¿De verdad? –preguntó él, arqueando una ceja.

      Ella alzó la barbilla, intentando ocultar su incomodidad.

      –Si dejas que me vista, te lo explicaré todo –respondió–. Los armarios de la cocina están llenos de café.

      Dante soltó una carcajada de sorpresa.

      –¿Te cuelas en mi casa y pretendes que te prepare un café?

      –Solo te estoy pidiendo que me concedas un momento de intimidad para poder vestirme y hablar sobre la herencia que quieres quedarte –afirmó ella–. En cuanto al café, lo he dicho por si te apetecía tomar uno… pero, si lo preparas, yo lo tomo con leche y una cucharada de azúcar.

      Él la miró de arriba abajo, devorándola con los ojos.

      –Está bien, vístete –dijo.

      Dante salió de la habitación y cerró la puerta, dejándola sin aliento. Se sentía como si el oxígeno hubiera desaparecido de la habitación y solo quedara el aroma de su colonia, tan sexy como el hombre que la usaba.

      Mientras intentaba calmarse, se puso la ropa interior, unos vaqueros y un jersey plateado. Luego, entró en el servicio, se pasó los dedos por el cabello y, tras respirar hondo, salió de la habitación, convencida de que estaba preparada para enfrentarse a él. De hecho, se había preparado para cualquier eventualidad, aunque había acelerado las cosas cuando supo que Dante había vendido las cuarenta hectáreas de Florencia y se había embolsado el beneficio.

      Sin embargo, tenía que recuperar el aplomo. Dante no era un tipo cualquiera, sino uno que se había hecho multimillonario con su esfuerzo y talento y que era capaz de robarle a su propia hermana la parte de la herencia que le correspondía.

      Al llegar abajo, descubrió que se había sentado en uno de los dos desvencijados sillones, y que estaba ojeando sus libros de la universidad.

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