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la otra, queriendo cerrar la puerta, con una opinión absoluta, a todas las dudas que pudieran surgir.

      —Podrá ser... Guillermina se despidió rogando a los dependientes que le cambiaran por billetes tres monedas de oro que llevaba. «Pero me habéis de dar premio—les dijo—. Tres reales por ciento. Si no, me voy a la Lonja del Almidón, donde tienen más caridad que vosotros».

      En esto entró el amo de la casa, y tomando las monedas, las miró sonriendo.

      «Son falsas... tienen hoja».

      —Usted sí que tiene hoja —replicó la santa con gracia, y los demás se reían—. Una peseta de premio por cada una.

      —¡Cómo va subiendo!... Usted nos tira al degüello.

      —Lo que merecéis, publicanos.

      Villuendas tomó de un cercano montón dos duros y los añadió a los billetes del cambio.

      «Vaya... para que no diga...».

      —Gracias... Ya sabía yo que usted...

      —A ver, doña Guillermina, espere un ratito—añadió Ramón—. ¿Es cierto lo que me han contado, que usted, cuando no cae bastante dinero en la suscrición para la obra, le cuelga a San José un ladrillo del pescuezo para que busque cuartos?

      —El señor San José no necesita de que le colguemos nada, pues hace siempre lo que nos conviene... Con que buenas noches; ahí les queda ese caballerito. Lo primero que deben hacer es ponerle a remojo para que se le ablande la mugre.

      Ramón miró al Pituso. Su semblante no expresaba tampoco una convicción muy profunda respecto al parecido. Sonreía Benigna, y si no hubiera sido por consideración a su querida hermana, habría dicho del Pituso lo que de las monedas que no sonaban bien: Es falso, o por lo menos, tiene hoja.

      «Lo primero es que le lavemos».

      —No se va a dejar—indicó Jacinta—. Este no ha visto nunca el agua. Vamos, arriba.

      Subiéronle, y que quieras que no, le despojaron de los pingajos que vestía y trajeron un gran barreño de agua. Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿estará muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a pasar!». Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los chillidos del Pituso se oían desde la Plaza Mayor. Enjabonáronle y restregáronle sin miramiento alguno, haciendo tanto caso de sus berridos como si fueran expresiones de alegría. Sólo Jacinta, más piadosa, agitaba el agua queriendo hacerle creer que aquello era muy divertido. Sacado al fin de aquel suplicio y bien envuelto en una sábana de baño, Jacinta le estrechó contra su seno diciéndole que ahora sí que estaba guapo. El calorcillo calmaba la irritación de sus chillidos, cambiándolos en sollozos, y la reacción, junto con la limpieza, le animó la cara, tiñéndosela de ese rosicler puro y celestial que tiene la infancia al salir del agua. Le frotaban para secarle y sus brazos torneados, su fina tez y hermosísimo cuerpo producían a cada instante exclamaciones de admiración. «¡Es un niño Jesús... es una divinidad este muñeco!».

      Después empezaron a vestirle. Una le ponía las medias, otra le entraba una camisa finísima. Al sentir la molestia del vestir volviole el mal humor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amor propio y la presunción acallaban su displicencia.

      «Ahora, a cenar... ¿Tienes ganita?».

      El Pituso abría una boca descomunal y daba unos bostezos que eran la medida aproximada de su gana de comer.

      «Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás... Vas a comer cosas ricas...».

      —¡Patata!—gritó con ardor famélico.

      —¿Qué patatas, hombre? Mazapán, sopa de almendra...

      —¡Patata, hostia! —repitió él pataleando.

      —Bueno, patatitas, todo lo que tú quieras.

      Ya estaba vestido. La buena ropa le caía tan bien que parecía haberla usado toda su vida. No fue algazara la que armaron los niños de Villuendas cuando le vieron entrar en el cuarto donde tenían su nacimiento. Primero se sorprendieron en masa, después parecía que se alegraban; por fin determináronse los sentimientos de recelo y suspicacia. La familia menuda de aquella casa se componía de cinco cabezas, dos niñas grandecitas, hijas de la primera mujer de Ramón, y los tres hijos de Benigna, dos de los cuales eran varones.

      Juanín se quedó pasmado y lelo delante del nacimiento. La primera manifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de la propiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Una de las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unos chillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín.

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