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a su nuera—, que hasta se saca la lotería sin jugar!».

      —Plácido—gritó Jacinta riéndose con mucha gana—, es el que nos ha traído la suerte.

      —Pero si yo...—murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de contrabando.

      —Pero tonto... cómo tendrás esa cabeza—dijo Barbarita con mucho fuego—, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para la lotería.

      —Yo... cuando usted lo dice... En fin... la verdad, mi cabeza anda, talmente, así un poco ida...

      Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dado el escudo.

      «¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos...!—manifestó D. Baldomero con orgullo—. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí la corazonada».

      —Como bonito...—agregó Estupiñá—, no hay duda que lo es.

      —Si tenía que salir, eso bien lo veía yo—afirmó Samaniego con esa convicción que es resultado del gozo—. ¡Tres cuatros seguidos, después un cero, y acabar con un ocho...! Tenía que salir.

      El mismo Samaniego fue quien discurrió celebrar con panderetazos y villancicos el fausto suceso, y Estupiñá propuso que fueran todos los agraciados a la cocina para hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbarita prohibió todo lo que fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, a Eulalia Muñoz y a uno de los Chicos, Ricardo Santa Cruz mandó destapar media docena de botellas de champagne.

      Toda esta algazara llegaba a la alcoba de Juan, que se entretenía oyendo contar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente el milagro del premio de Estupiñá. Lo que se rió con esto no hay para qué decirlo. La prisión en que tan a disgusto estaba volvíale pronto a su mal humor y poniéndose muy regañón decía a su mujer: «Eso, eso, déjame solo otra vez para ir a divertirte con la bullanga de esos idiotas. ¡La lotería!, ¡qué atraso tan grande! Es de las cosas que debieran suprimirse; mata el ahorro; es la Providencia de las haraganes. Con la lotería no puede haber prosperidad pública... ¿Qué?, te marchas otra vez. ¡Bonita manera de cuidar a un enfermo! Y vamos a ver, ¿qué demonios tienes tú que hacer por esas calles toda la mañana? A ver, explícame, quiero saberlo; porque es ya lo de todos los días».

      Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltar una mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos, velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.

      «Pues entonces—replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas—, yo quiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan la vida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de Santa Cruz... A ver, que me expliquen esto...».

      La algazara de los premiados, que iba cediendo algo, se aumentó con la llegada de Guillermina, la cual supo en su casa la nueva y entró diciendo a voces: «Cada uno me tiene que dar el veinticinco por ciento para mi obra... Si no, Dios y San José les amargarán el premio».

      —El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda—dijo D. Baldomero—. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.

      —¡Hereje!...—replicó la dama haciéndose la enfadada—, herejote... después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de la Iglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres... El veinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento... Y punto en boca. Si no, lo gastarás en botica. Con que elige.

      —No, hija mía; por mí te lo daré todo...

      —Pues no harás nada de más, avariento. Se están poniendo bien las cosas, a fe mía... El ciento de pintón, que estaba la semana pasada a diez reales, ahora me lo quieren cobrar a once y medio, y el pardo a diez y medio. Estoy volada. Los materiales por las nubes...

      Samaniego se empeñó en que la santa había de tomar una copa de Champagne.

      «¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!... ¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza de Fraga. No te dejaré vivir».

      Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oído indiscreto.

      «Ya puedes vivir tranquila—le dijo la Pacheco—. El Pituso es tuyo. He cerrado el trato esta tarde. No puedes figurarte lo que bregué con aquel Iscariote. Perdí la cuenta de las hostias que me echó el muy blasfemo. Allá me sacó del cofre la partida de bautismo, un papelejo que apestaba. Este documento no prueba nada. El chico será o no será... ¡quién lo sabe! Pero pues tienes este capricho de ricacha mimosa, allá con Dios... Todo esto me parece irregular. Lo primero debió ser hablar del caso a tu marido. Pero tú buscas la sorpresita y el efecto teatral. Allá lo veremos... Ya sabes, hija, el trato es trato. Me ha costado Dios y ayuda hacer entrar en razón al Sr. Izquierdo. Por fin se contenta con seis mil quinientos reales. Lo que sobra de los diez mil reales es para mí, que bien me lo he sabido ganar... Con que mañana, yo iré después de medio día; ve tú también con los santos cuartos.

      Púsose Jacinta muy contenga. Había realizado su antojo; ya tenía su juguete. Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía sus razones para obrar así. El plan que concibió para presentar al Pituso a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó que nada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo en casa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable. Después diría que era un huerfanito abandonado en las calles, recogido por ella... ni una palabra referente a quién pudiera ser la mamá ni menos el papá de tal muñeco. Todo el toque estaba en observar la cara que pondría Juan al verle. ¿Diríale algo la voz misteriosa de la sangre? ¿Reconocería en las facciones del pobre niño las de...? Al interés dramático de este lance sacrificaba Jacinta la conveniencia de los procedimientos propios de tal asunto. Imaginándose lo que iba a pasar, la turbación del infiel, el perdón suyo, y mil cosas y pormenores novelescos que barruntaba, producíase en su alma un goce semejante al del artista que crea o compone, y también un poco de venganza, tal y como en alma tan noble podía producirse esta pasión.

       Índice

      Cuando fue al cuarto del Delfín, Barbarita le hacía tomar a este un tazón de té con coñac. En el comedor continuaba la bulla; pero los ánimos estaban más serenos. «Ahora—dijo la mamá—, han pegado la hebra con la política. Dice Samaniego que hasta que no corten doscientas o trescientas cabezas; no habrá paz. El marqués no está por el derramamiento de sangre, y Estupiñá le preguntaba por qué no había aceptado la diputación que le ofrecieron...

      Se puso lo mismito que un pavo, y dijo que él no quería meterse en...

      —No dijo eso—saltó Juanito, suspendiendo la bebida.

      —Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos... no sé qué.

      —Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.

      —Pero hijo, si lo he oído yo.

      —Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso... vaya.

      —¿Pues qué? —El marqués no pudo decir meterse... yo pongo mi cabeza a que dijo inmiscuirse... Si sabré yo cómo hablan las personas finas.

      Barbarita soltó la carcajada.

      —Pues sí... tienes razón, así, así fue... que no quería inmiscuirse...

      —¿Lo ves?... Jacinta. —¿Qué quieres, niño mimoso?

      —Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.

      —¿Para

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