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ley electoral de actuación —como, por ejemplo, la que durante muchos años reguló el voto en Italia, que no establecía porcentajes mínimos de sufragio para la asignación del premio de mayoría, sino solo altas barreras a las minorías— puede perfectamente violar el principio de igualdad en el ejercicio del derecho de voto. Por eso, en relación con la legislación, principio de igualdad y derechos fundamentales pueden muy bien ser coyunturalmente inefectivos.

      En suma, pueden producirse —e inevitablemente se producen, por la divergencia deóntica que siempre se da, en alguna medida, entre derecho y realidad, entre deber ser y ser, entre normas y hechos— violaciones del principio de igualdad en los derechos que se manifiestan en forma de lagunas, es decir, de vicios por omisión, o bien de antinomias, esto es, de vicios por acción. Violaciones y vicios cuya eliminación impone a la legislación (en el caso de las lagunas), o también a la jurisdicción constitucional (en el de las antinomias), el principio de igualdad.

      Es claro que en los ordenamientos estatales avanzados, donde el desarrollo de la democracia, del estado de derecho y del estado social se produjo a través de las leyes de actuación de los derechos fundamentales que introdujeron sus garantías, las violaciones de tales derechos, y por eso de la igualdad, se manifiestan sobre todo en antinomias, es decir, en la producción de normas contradictorias del principio constitucional de igualdad, que pueden ser eliminadas gracias a la garantía secundaria del juicio de inconstitucionalidad. Aunque no faltan lagunas: piénsese en la ausencia de una ley de actuación del derecho a «medios adecuados» de vida «en caso de desempleo involuntario» previsto por el artículo 38.2 de la Constitución italiana, de la que luego hablaré en el capítulo 6.

      Al contrario, en relación con los derechos fundamentales y el principio de igualdad establecidos en las cartas y en las convenciones internacionales, el principal problema —tanto más grave y dramático, en cuanto responsable de una inefectividad no contingente, sino estructural— es el de las lagunas, esto es, el de la omisión de leyes de actuación de las diversas cartas y declaraciones de los derechos, que se han acumulado en estos últimos setenta años. En efecto, de la globalización pueden darse muchas definiciones. Pero en el plano jurídico creo que puede identificársela, esencialmente, con un vacío de derecho público, o sea, con la ausencia de garantías de los derechos por más que solemnemente proclamados en las distintas cartas internacionales. Más en general, esta consiste en el vacío de reglas, de límites y de controles frente a tantos poderes transnacionales, sean públicos o privados, como han desapoderado a los viejos poderes estatales. Repárese: no se trata de un vacío de derecho, que nunca puede darse, sino de un vacío de derecho público cubierto, inevitablemente, por un pleno de derecho privado, es decir, de un derecho de producción contractual, que sustituye a las formas tradicionales de la ley y que es expresión de la ley del más fuerte.

      6. HISTORICIDAD DE LA DIMENSIÓN SEMÁNTICA DE LA IGUALDAD. LAS ACTUALES FRONTERAS DE LA IGUALDAD

      Este vacío ilegítimo de derecho público y de garantías, en una sociedad global cada vez más frágil e interdependiente, no es sostenible a largo plazo sin ir camino de un futuro de guerras, violencias y terrorismos capaces de poner en peligro la supervivencia de nuestras propias democracias. En efecto, un rasgo característico del principio de igualdad es la indivisibilidad, que impone su progresiva extensión a todos los seres humanos y con ello la adveración de todos los valores que implica: de la dignidad de la persona a la democracia, de la paz a la tutela de los sujetos más débiles.

      En efecto, hay una intrínseca, originaria ambivalencia del principio de igualdad, en virtud de la cual, históricamente, ha sido a veces afirmado y al mismo tiempo violado, y después reafirmado frente a las precedentes violaciones. Desde el comienzo, se ocultaron sus violaciones, precisamente porque quien lo proclamaba pensaba contestar de este modo solo las discriminaciones de las que él mismo había sido hasta entonces víctima, es decir, las propias, no las del resto. Cuando en 1776 los colonos de Virginia declararon que «todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes» no pensaban, ciertamente, en sus esclavos. Del mismo modo, cuando el 26 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional francesa proclamó la igualdad jurídica de todos los hombres, los burgueses que la componían pensaban solo en sí mismos: en los privilegios feudales y en las diferenciaciones de estamento que querían abatir, pero no realmente en las discriminaciones de sexo y de clase, y en las desigualdades económicas y sociales que, en cambio, dejaban subsistir simplemente ignorándolas. Sin embargo, el principio fue después empuñado por quienes antes habían sido discriminados, y que, mediante un replanteamiento de su significado, pasaron a invocarlo, reivindicándolo y dirigiéndolo contra quien anteriormente lo había hecho valer solo para sí mismo.

      Es esta historicidad de la dimensión semántica y al mismo tiempo pragmática del principio de igualdad lo que hace posible resolver una aparente aporía. El hecho de que fuera originariamente pensado y modelado sobre parámetros masculinos y de clase, y que, sin embargo, haya mantenido y conserve siempre, gracias a las luchas que ha orientado y a las nuevas subjetividades que ha promovido, un carácter permanentemente revolucionario. Los dos valores del principio —conservador y mistificador uno, desmitificador y revolucionario el otro— conectan, respectivamente, con su uso en sentido descriptivo, que toma por «verdadera» la igualdad modelada en ocasiones sobre parámetros

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