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su específico estatuto moral para convertirse en un sistema jurídico, como por lo demás admite la propia Iglesia católica cuando la califica de «derecho natural». Consecuentemente, al menos según la meta-ética laica, no tienen un estatuto moral, sino jurídico, las acciones realizadas no ya de forma autónoma, como fines en sí mismas, sino solo en observancia de normas heterónomas para evitar sanciones terrenas o ultraterrenas. Naturalmente, también las morales heterónomas, comenzando por la moral católica, merecen respeto. Pero quienes las profesan no pueden pretender el monopolio de la moral y de la concepción meta-moral de la moral, y menos aún imponer a todos, incluidos los no creyentes, una y otra a través del derecho, discriminando así las diferencias culturales y las concepciones morales de cuantos no tienen sus mismas creencias religiosas.

      8. COGNOSCITIVISMO ÉTICO, VERDAD MORAL E INTOLERANCIA. ANTICOGNOSCITIVISMO ÉTICO, RACIONALIDAD DE LOS JUICIOS DE VALOR, TOLERANCIA Y LAICIDAD

      Como se ha visto en el § 6.2, la implicación ética más grave de las éticas y de las meta-éticas objetivistas y cognoscitivistas es la intolerancia hacia los comportamientos y las tesis que las contradigan. En efecto, si las tesis y los juicios morales son concebidos como verdaderos o como falsos, es claro que no son admisibles las tesis y los juicios falsos y lo son solo los verdaderos, que por eso pretenden imponerse a todos a través del derecho, contradiciendo el principio de igualdad y no discriminación de las diferentes opiniones políticas y morales. Por el contrario, la meta-ética laica, precisamente porque no concibe las tesis morales como «verdaderas» u «objetivas», implica la tolerancia para todas las diferentes tesis y concepciones morales, frente a las cuales, como se ha dicho en el § 6.1, requiere por eso un paso atrás del derecho, de acuerdo con el principio de su igualdad liberal y de su no discriminación.

      A este propósito se revela, a mi juicio, la incompatibilidad entre filosofías morales objetivistas y cognoscitivistas10 y principio de laicidad. En efecto, pues cuando el objetivismo moral se asocia a los principios morales de justicia establecidos en las constituciones, expone a los defensores de esta tesis a ser objeto de la acusación de intolerancia, con el resultado de un inútil debilitamiento del constitucionalismo y de los derechos fundamentales; los cuales, en vez de garantías del multiculturalismo y de las diferencias religiosas, corren el riesgo de aparecer, del mismo modo que en la falacia consensualista antes criticada, como la enésima pretensión imperialista de Occidente de imponer a todos su propia cultura.

      Naturalmente, la implicación entre objetivismo ético e intolerancia en modo alguno quiere decir que los objetivistas laicos sean intolerantes. Con seguridad, no lo es ninguno de los muchos que conozco. Aquella implicación tiene el valor de un argumento a contrario contra las tesis meta-éticas de cuantos se declaran objetivistas simplemente porque consideran —exactamente como gran parte de los anticognoscitivistas— racionalmente argumentables sus opciones morales y, sin embargo, rechazan la (acusación de) intolerancia. En efecto, pues, en realidad, tal rechazo implica la negación, por modus tollens, de su profesado objetivismo y del consiguiente cognoscitivismo ético, con los que no puede en modo alguno identificarse la simple racionalidad de las argumentaciones morales.

      Por eso tengo la impresión de que en la base del disenso entre cognoscitivismo ético de tipo laico y anticognoscitivismo ético, obviamente laico, no hay más que una divergencia terminológica, es decir, un significado diverso asociado a palabras como «objetividad», «verdad» y «falsedad», extendido por los cognoscitivistas a cualquier justificación o argumentación racional y limitado por los anticognoscitivistas a solo las tesis asertivas de tipo lógico o fáctico11. Para estos últimos, el campo de las argumentaciones es inmenso, enormemente más amplio que el de las tesis lógicas o fácticas de las que es predicable la verdad o la falsedad; nuestro vocabulario es lo bastante rico como para permitirnos designar con palabras diferentes de «verdad» y «falsedad» los valores, distintos del valor de verdad, a los que se refieren nuestras argumentaciones. Piénsese en las razones no de tipo teórico, sino moral o político o, en cualquier caso, pragmático, en apoyo no ya de la verdad o de la objetividad, sino de la justicia, no de nuestros conocimientos, sino de nuestras tomas de posición y en general de nuestras opciones de fondo. Por ejemplo, en favor de los cuatro valores ético-políticos —la dignidad de la persona, la democracia, la paz y la tutela de los más débiles— señalados en el § 2 del capítulo 1 como fundamentos axiológicos del principio de igualdad y de los derechos fundamentales. Piénsese no solo en los juicios de valor morales o políticos, sino también en los estéticos, e incluso en las razones de carácter teórico con que son argumentadas, por ejemplo, las asunciones y las definiciones estipulativas de una teoría. Piénsese, sobre todo, en las soluciones de gran parte de las cuestiones filosóficas y teóricas —a comenzar por la de filosofía moral que aquí estoy discutiendo—, todas las que, de identificarse la racionalidad con la verdad o con la objetividad, resultarían descalificadas como irracionales por quien sostenga soluciones diversas.

      Es claro que las discrepancias sobre tales cuestiones —a veces superables, otras reducibles, en ocasiones insuperables e irreducibles— no dependen en absoluto de la verdad y de la falsedad de las posiciones en conflicto, sino solo de la diversidad de los valores de partida. Son superables o al menos reducibles los desacuerdos entre personas que comparten los mismos valores de fondo o las mismas asunciones primitivas. Si compartimos el principio de igualdad y el de la dignidad de la persona, llamándonos a la coherencia con estas comunes asunciones, no será difícil concordar —y acaso convencer con argumentos racionales a los que disienten— sobre la inaceptabilidad, por ejemplo, de tantas formas de exclusión, opresión y discriminación como se dan en perjuicio de los inmigrantes. Por el contrario, podemos discutir hasta el aburrimiento de cuestiones éticas o políticas con un fascista o con un racista; pero al fin, si este no se convence hasta cambiar sus propias ideas de fondo, el disenso resultará insuperable y la discusión abandonada por su esterilidad. Se le podrá decir que «no tiene razón», pero no que lo que dice es falso. Se le podrán hacer ver las consecuencias perversas de sus tesis para los fines de la paz o de la democracia, pero no se podrá «probar» o «demostrar» la falsedad de tales tesis. Por eso, un buen resultado de todas las discusiones sobre cuestiones morales o políticas, pero también sobre gran parte de las cuestiones filosóficas o teóricas, es siempre la identificación y la clarificación de las asunciones, sean comunes o diferentes, que están detrás. Pero esto quiere decir que tales asunciones, incluidos los valores morales y políticos últimos —el principio de igualdad y con él la libertad, la dignidad de las personas, la democracia, la paz, la protección de los más débiles— no se demuestran, no se deducen y tampoco se inducen del hecho de que sean más o menos ampliamente compartidos. En definitiva, no tienen nada que ver con la verdad: ni con la verdad lógica, al no ser susceptibles de demostración; ni con la verdad empírica, puesto que no pueden ser objeto de prueba. Simplemente se eligen, obviamente, sobre la base de su argumentación racional, y se defienden.

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