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introducida por la Declaración francesa de los derechos de 1789 —incomprendida incluso por algunos grandes pensadores de la época, como, por ejemplo Jeremy Bentham, que vio en ella una larga serie de falacias ideológicas12— fue haber hecho del principio de igualdad una norma jurídica. Todos los seres humanos son «iguales en derechos», dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789 y repite el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: es decir, son iguales en aquellas figuras normativas que son los derechos fundamentales. Esto quiere decir que la igualdad no es un hecho, sino un valor; no es una tesis descriptiva, sino un principio normativo; estipulado, como todas las normas, contra la realidad, justo porque se reconoce, en el plano descriptivo, que en realidad los seres humanos son, de hecho, diferentes y desiguales. Precisamente, vale la pena repetirlo, esta es la norma por la que se conviene, de un lado, la igualdad de las diferencias a través de los derechos de libertad, que son todos derechos a la propia identidad y a las propias diferencias, y, del otro, la igualdad en los mínimos vitales por el cauce de los derechos sociales, que, a su vez, son todos derechos a la reducción de las desigualdades.

      En ambos casos la igualdad, al consistir en una norma, requiere ser actuada, como ahora veremos, a través de las garantías dispuestas para la tutela de las diferencias y contra las desigualdades excesivas que son, en cambio, repito, hechos o circunstancias de hecho. En efecto, decir que el principio de igualdad es una norma equivale a afirmar que puede ser violado y que existe una divergencia entre su normatividad y su efectividad, de la que la política y la cultura jurídica deben hacerse cargo. El principio de igualdad formal en los derechos de libertad al igual valor de las diferencias puede ser violado. Y también el principio de igualdad sustancial en los derechos sociales a las condiciones vitales de la existencia. Llamamos discriminaciones a las violaciones del primer tipo y desigualdades intolerables a las violaciones del segundo. Así pues, nuestra reflexión se proyectará ahora, y con más amplitud en los próximos capítulos, sobre las discriminaciones y las desigualdades: para medir el grado de efectividad y, sobre todo, de inefectividad de la igualdad normativamente dispuesta por nuestras cartas constitucionales e internacionales, y, si queremos que este principio sea tomado en serio, para identificar las técnicas de garantía idóneas para reducir el grado de inefectividad.

      4. DISCRIMINACIONES Y GARANTÍAS DE LA IGUALDAD FORMAL. IGUALDAD Y CIUDADANÍA

      Hablaré primero de las discriminaciones, esto es, de las violaciones del igual valor de las diferencias. Y a tal fin distinguiré dos tipos de discriminaciones: las jurídicas o de derecho y las de hecho.

      En cambio, son discriminaciones de hecho las que se producen de manera efectiva, a despecho de la igualdad jurídica de las diferencias y en contradicción con el principio de igualdad en las oportunidades. Piénsese en las discriminaciones que, de hecho, con independencia de razones de mérito, sufren las mujeres, los jóvenes, los ancianos, los inmigrantes incluso si regularizados, o las personas de color, excluidas o desvalorizadas por el mercado de trabajo o destinadas a trabajos precarios o sin cualificación. Piénsese en los índices de paro femenino, muy superiores a los del desempleo masculino, y en los salarios de las mujeres, por lo general más bajos —se calcula que en torno a un quinto— que los de los hombres.

      Pero las discriminaciones, en total ausencia de garantías de las diferencias y de los conexos derechos de libertad, se manifiestan a escala planetaria en las formas y en las dimensiones más dramáticas. Sobre todo, las discriminaciones de las diferencias de religión provocadas por la explosión de los fundamentalismos, por la falta de secularización de las instituciones públicas en gran parte del mundo, y por los consiguientes conflictos, intolerancias, opresiones y persecuciones de minorías religiosas o culturales. En segundo lugar, las discriminaciones y las persecuciones políticas en tantos regímenes autoritarios, totalitarios o, de distintas maneras, despóticos e iliberales como infectan nuestro planeta. En tercer lugar, las discriminaciones y las opresiones de las minorías étnicas o de otro tipo, tal como se manifiestan, por ejemplo, en formas trágicamente destructivas, en todo el Oriente Medio, cuyos estados —de Irán a Irak, de Turquía a Siria e Israel— son todos multi-étnicos, en los que las etnias y las religiones dominantes son intolerantes con las distintas minorías y han dado vida a sociedades militarizadas y a guerras civiles permanentes alimentadas por el odio y el miedo. En fin, la gigantesca discriminación de las mujeres, que, en tres cuartos del planeta, son objeto de opresiones, segregaciones, servidumbres, molestias, agresiones sexuales, venta de niñas como esposas, prostitución forzada, sufrimientos y mortificaciones permanentes y sistemáticas de su identidad y dignidad. Según un informe del Programa de la ONU para el Desarrollo, en India y en China son decenas de millones las niñas y las jóvenes desaparecidas. Todavía son más numerosos los abortos y los infanticidios debidos a discriminaciones por razón del sexo. Además, se ha calculado que las mujeres constituyen el 70 % de los pobres del mundo aun cuando desarrollan los dos tercios del trabajo global.

      El fenómeno más dramático de opresión de la diferencia femenina —presente desde siempre en todo el mundo y por lo general impune por no ser siquiera denunciado— es, sin embargo, el estado de verdadera esclavitud doméstica producido por la violencia masculina, del que son víctimas muchas mujeres y que, en los casos extremos, llega al feminicidio. Hay dos rasgos característicos y al mismo tiempo dos factores de esta violencia que la hacen odiosa y terrible, y convierten la casa y la familia en los lugares más inseguros para las mujeres. El primero consiste en la

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