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en una curva en dirección a una fábrica abandonada o un huerto vacío. La autopista está repleta de ángulos muertos, así que tiene muchas posibilidades. Me preparo para clavarle el boli en el ojo y luego volver corriendo a la casa. Rachel estará sentada en el salón. Levantará la vista, con el ceño fruncido. «¿Funcionó?»

      Pero aparece el cartel de Abingdon, y el inspector sale de la autopista, frenando al final de la vía de acceso. Tiene la cara flácida y los ojos fijos en el semáforo a través del parabrisas.

      —¿Quién lo ha hecho? —pregunto.

      No me mira. El intermitente hace tictac en el coche en silencio.

      —Todavía no lo sabemos.

      El semáforo cambia y pone el coche en marcha. El cartel luminoso de la policía de Thames Valley da vueltas en un poste a la entrada del edificio.

      En un espacio abierto del piso de arriba, un hombre pálido con un traje oscuro colgando de los hombros está de pie frente a una pizarra blanca. Cuando nos oye entrar, se aleja de la pizarra, en la que acababa de pegar una foto de Rachel.

      Se me escapa un quejido. Es la foto de la página web del hospital, su rostro ovalado está enmarcado por el cabello oscuro. Su cara es tan familiar que es como si estuviera mirándome a mí misma. Es más pálida y tiene los rasgos más marcados. Yo puedo desaparecer en una habitación, ella no. Ambas tenemos pómulos altos, pero los suyos acaban como pomos. En la fotografía sonríe con la boca cerrada, los labios se estiran ligeramente hacia los lados.

      En la sala de interrogatorios, Moretti se sienta frente a mí y se desabrocha el botón de la chaqueta del traje con una mano.

      —¿Está cansada? —pregunta.

      —Sí.

      —Es por el shock.

      Asiento. Es extraño estar tan cansada, y también tan asustada, como si mi cuerpo estuviera dormido pero recibiendo descargas eléctricas.

      —¿Puedo ofrecerle algo? —pregunta.

      No sé qué quiere decir y, como no contesto, me trae un té que no me bebo. Me ofrece una sudadera azul oscuro y unos pantalones de chándal.

      —Por si quiere cambiarse.

      —No, gracias.

      Dice naderías durante algunos minutos. Tiene una cabaña en Whitstable.

      —Es precioso cuando la marea está baja —comenta.

      Me pone nerviosa, incluso cuando habla del mar. Me pide que le diga lo que vi nada más entrar en la casa. Oigo como la lengua se me separa del fondo de la boca con un clic antes de cada respuesta. Se frota la nuca y la presión de la mano hace que baje la cabeza.

      —¿Vive aquí con ella?

      —No, vivo en Londres.

      —¿Es habitual que venga a visitarla un viernes por la tarde?

      —Sí, vengo a menudo de visita.

      —¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermana?

      —Anoche, sobre las diez.

      El cielo se ha oscurecido, así que veo los cuadrados color cuarzo pálido de las luces de la oficina al otro lado de la carretera.

      —¿Y cómo la oyó?

      —Como siempre.

      Por encima de su hombro, uno de los cuadrados amarillos se apaga. Me pregunto si cree que lo he hecho yo. Lo dudo, la verdad, y el miedo a que lo piense es distante, como otra carga profunda pero que apenas me alcanza. Por un momento, desearía que me estuvieran acusando. Así lo que sentiría en este momento sería otra cosa —preocupación, indignación, rectitud— diferente a esto. Lo cual es nada, como despertarse en un campo y no recordar cómo has llegado hasta allí.

      —¿Cuánto durará esto? —pregunto.

      —¿Qué?

      —El estado de shock.

      —Depende. Puede que algunos días.

      En una oficina al otro lado de la calle, una mujer de la limpieza levanta el cable de la aspiradora y aparta las sillas de su camino.

      —Lo siento —dice—. Sé que quiere irse a casa. ¿Le parecía que Rachel estaba preocupada por algo últimamente?

      —No. Bueno, un poco, por el trabajo.

      —¿Se le ocurre alguien que quisiera hacerle daño a Rachel?

      —No.

      —Si se hubiera sentido amenazada, ¿se lo habría dicho?

      —Sí.

      Nada de esto es propio de ella. No me cuesta nada imaginarme la otra cara de la moneda. Veo a Rachel, empapada de sangre, sentada en esta silla y explicando pacientemente al inspector cómo mató al hombre que la atacó.

      —¿Tardó mucho? —pregunto.

      —No lo sé —contesta. Yo inclino la cabeza contra el zumbido de mis oídos. La mujer que llegó con él abre la puerta. Tiene la cara suave y regordeta, y el pelo rizado recogido en un moño.

      —Alistair —dice—, ven un momento.

      —¿Rachel tenía novio? —dice Moretti cuando regresa.

      —No.

      Me pide que escriba los nombres de los hombres con los que salió alrededor del último año. Escribo cada letra cuidadosamente, comenzando por el más reciente y remontándome dieciséis años atrás, al primer novio que tuvo en Snaith, donde nos criamos. Cuando termino la lista, me siento en la mesa que tengo delante con los puños cerrados y Moretti se queda de pie junto a la puerta e inclina su pesada cabeza cuadrada sobre el papel. Lo observo para ver si reconoce alguno de los nombres de otros casos, pero su expresión no cambia.

      —El primer nombre —digo—. Stephen Bailey. Estuvieron a punto de casarse hace dos años. Se veían de vez en cuando. Vive en West Bay, en Dorset.

      —¿Fue violento con ella alguna vez?

      —No.

      Moretti asiente. De todos modos, Stephen será la primera persona que eliminarán. El inspector sale de la habitación y, cuando regresa, tiene las manos vacías. Pienso en el pub de esta tarde y en la mujer desaparecida en Yorkshire.

      —Hay algo más —digo—. Alguien atacó a Rachel cuando tenía diecisiete años.

      —¿La atacaron?

      —Sí. El cargo habría sido lesiones físicas graves.

      —¿Conocía al atacante?

      —No.

      —¿Detuvieron a alguien?

      —No. La policía no la creyó.

      No atacada, pero no de la manera en que ella lo describió. Sospecharon que había intentado robar a alguien o prostituirse y que la habían rechazado violentamente. Eran los últimos policías de la vieja escuela, preocupados por lo que había bebido ella y por que no hubiera llorado.

      —Ocurrió en Snaith, en Yorkshire —dije—. No sé si aún tienen el registro. Fue hace quince años.

      Moretti me da las gracias.

      —Necesitaremos que se quede por la zona. ¿Tiene algún lugar donde dormir esta noche? —pregunta.

      —La casa de Rachel.

      —No puede quedarse allí. ¿Hay alguien que pueda venir a recogerla?

      Estoy muy cansada. No quiero tratar de explicar esto a nadie, ni esperar en la estación a que llegue uno de mis amigos de Londres. Cuando el interrogatorio termina, un agente me lleva en coche al único motel de Marlow.

      Ojalá nos estrelláramos. Un camión cargado con postes de metal circula delante

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