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      Capítulo 8

      Estoy cruzando la calle principal cuando veo a Lewis en el quiosco, hablando con el anciano propietario. Espero a que salga.

      —¿Es sospechoso?

      —No.

      Desde su tienda, Giles tiene una vista sin obstáculos de la estación de tren. También es el cotilla del pueblo, según Rachel. Su tienda está abierta más horas que ninguno de los otros negocios de la calle principal y conoce a todos los habitantes del pueblo. La gente le hace confidencias. Él pregunta sobre enfermedades, embarazos, divorcios… Recuerdo, absurdamente, que sabe lo de mi ruptura con Liam. Me lo sonsacó en los dos minutos que tardé en comprar un periódico y una botella de agua mineral en su tienda, en mayo.

      Reparo en sus vistas, las luces colgantes del andén y la comisaría, y luego sigo a Lewis por la calle principal. Encontramos un banco en el parque. El sacerdote está en el cementerio de la iglesia, con su sotana negra. Sobre él se erguía un olmo blanco, que lo resguardaba bajo su verde copa.

      —¿Los curas anglicanos escuchan confesiones? —pregunto.

      —No, oficialmente no. No como los católicos. Pero no serviría de nada si lo hicieran. Nunca sueltan prenda.

      El cura sube los escalones de la iglesia. Por un momento parece que nos esté mirando; entonces agarra las anillas de hierro de las dos puertas y las cierra.

      —¿Hace falta que cierre las puertas así? —dice Lewis—. ¿No puede cerrar primero una y después la otra?

      Me quedo mirando las vidrieras de la ventana encima de las puertas. El viento corre entre los tejos de la plaza, un sonido vasto, marítimo. Se vuelve más fuerte y es como si estuviera en la playa, en Edimburgo, cerca de mi universidad.

      —Un hombre llamado Andrew Healy atacó a una adolescente en Whitley hace dos años —dice Lewis—. Está a unos diez kilómetros de Snaith. Rachel le escribió una carta pidiéndole visitarlo en prisión. Él accedió y ella fue, en marzo.

      —¿Era él?

      —No. Healy estaba cumpliendo una condena por narcotráfico el verano que atacaron a Rachel.

      —¿Podría haberse escapado?

      —Era una prisión de alta seguridad. El día del ataque, estaba sirviendo en el comedor. Si hubiera faltado, habría un informe.

      —¿Rachel lo sabía?

      —Healy le dijo que no podía haber sido él. Rachel habló con su abogado, que le confirmó las fechas de la sentencia.

      —¿Dónde fue a visitarlo?

      —A una cárcel a las fueras de Bristol. —Lewis parece incómodo por mí. Ella no me dijo que viniera y esperara en el coche. Ni siquiera me dijo que le había escrito—. ¿Te contó Rachel alguna vez que estaba buscando a su agresor?

      —Dijo que había dejado de hacerlo. Que quería olvidar lo sucedido.

      Cómo no iba a decirme eso… Durante años le había rogado que dejara de buscar y, en algún momento, debió de empezar a resultarle más fácil mentir que discutir.

      —¿Cuándo fue esto? —pregunta Lewis.

      —Hace cinco años. ¿Es sospechoso?

      —No. Healy está en la cárcel todavía.

      En el Hunters, encuentro la ruta desde casa de Rachel a la cárcel. La imagino en la sala de visitas mientras los prisioneros comienzan a hacer fila. No sé qué planeaba decir. Qué diría que le había hecho él.

      No le preguntaría por qué lo hizo. Yo se lo pregunté a ella una vez y se rio en mi cara.

      «No necesita tener una razón», dijo.

      No iba a visitarlo para entender mejor lo que había pasado. Quería castigarlo.

      Me contó una vez cómo lo haría. Se escribiría con otros hombres de la cárcel y se los ganaría. Durante la visita, mencionaría sus nombres y diría lo que estaban dispuestos a hacer por ella.

      No sé hasta dónde habría llevado aquel plan, si realmente habría convencido a otro prisionero para que lo agrediera. Lo dudo, pero el efecto deseado sería el mismo.

      No fue él. Andrew Healy. Pero deben de parecerse, lo bastante como para que Rachel llamara al abogado para que confirmara su historia. Aun así, puede ser que lo amenazara. No la atacó a ella, pero sí había atacado a alguien. La veo volviendo a su coche, abrazándose a sí misma con fuerza, con una expresión llena de rabia.

      Tal vez parara en Bristol a tomar una copa. También me imagino el lugar; sería familiar, una cadena que hubiera visitado en Londres o Bath. El Slug and Lettuce, o algo así. Estaría aún escudriñando todos los planes que había hecho en su cabeza, y bebería demasiado como para volver conduciendo a casa. Estoy tan convencida de esto que empiezo a llamar a todos los hoteles de medio pelo que hay en el centro de Bristol.

      —Hola, soy Rachel Lawrence. Me gustaría reservar la misma habitación que en mi última visita. ¿Podría comprobar cuál era?

      Tan pronto como el recepcionista dice que no tienen ningún registro de Rachel Lawrence, cuelgo y marco el siguiente número, hasta que uno dice:

      —Habitación número doce.

      Pregunto el precio.

      —Eso parece más que la última vez. ¿Es la tarifa de fin de semana?

      —La tarifa del ocho de marzo también era de noventa y cinco libras.

      Me siento orgullosa. La conocía mejor que nadie.

      Capítulo 9

      «Nora», dijo Rachel, «¿quieres venir conmigo o quedarte?».

      «Quedarme».

      Y volví a dormirme. Rachel trastabilló por las escaleras. Le dijo adiós a Rafe y a los otros que seguían despiertos, giró el picaporte y abrió la puerta de malla, que resopló con el aire de verano. El sol aún no había salido, pero las aceras estaban calientes. Se habían mantenido calientes durante la noche.

      Rachel me contó esta historia solo una vez, dando por hecho que recordaría cada detalle y que nunca me la tendría que volver a contar.

      Caminó con las sandalias en la mano. Más tarde supo a qué hora había salido el sol ese día y dedujo que debió de haber salido de casa de Rafe poco después de las cinco. El cielo era de un insólito azul eléctrico. Poco después de irse, pisó una piedra afilada y volvió a ponerse las sandalias. Parecía creer que esta parte era importante. La describió con mucha precisión. No sé si fue porque pensó que, de no haber sido así, podría haber corrido.

      Dijo que tuvo un arrebato de felicidad. En vez de irse a casa, pensó en ir al río a ver el amanecer. Dijo que se compadecía de las personas que estaban durmiendo en sus casas, que sentía que su vida era mejor y más emocionante que la de ellos.

      Cruzó nuestra urbanización, una espiral de cajas blancas idénticas, la mitad de ellas, vacías.

      De repente, apareció un hombre caminando muy rápido entre dos de las casas en su dirección. Rachel lo vio por el rabillo del ojo mientras pasaba por la franja de césped. Cuando se giró, el hombre ya no estaba tras ella en la calle, y dio por hecho que habría entrado en alguna casa.

      Entonces apareció dos casas después. Debió de dar un rodeo para salir por los jardines. Esta segunda aparición la puso nerviosa. No sabía si sería mejor continuar en dirección a nuestra casa o volver corriendo al pueblo.

      El hombre siguió bajando por el jardín hasta llegar a la calle. No miró a Rachel, que se había quedado paralizada unos metros detrás de él.

      Comenzó a alejarse de ella, en la misma dirección en la que había estado yendo Rachel.

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