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segundo lugar, incluso admitiendo el jesuita que el tirano no debe esperar que los súbditos se reconcilien con él a no ser que cambie sus costumbres, expone que en modo alguno es lícito «mezclar en la comida o bebida veneno alguno, para que lo tome el que haya de morir, ú otra cosa de semejante naturaleza, que es lo que disputamos»[59]. Mariana pone como ejemplo el caso de un príncipe germano, Adgadestrio, que envió una carta al Senado romano en la que prometía la muerte del enemigo Arminio si le enviaba un veneno para matarle. La respuesta fue que el pueblo romano acostumbraba a vencer a sus enemigos no con el engaño ni las malas artes, sino cara a cara y armado. Es útil este pequeño comentario porque podemos ver que, de acuerdo con el pensamiento de Mariana, ni siquiera los tiranos se merecían el final que aguardaba al conde Sancho, personaje que, por otra parte, en ningún lugar es definido como tal.

      En el último nivel del tratamiento de la leyenda se encontrarían eruditos como Rafael Altamira, quien, en su monumental Historia de España y de la civilización española, no describe este hecho. No es extraño, porque siempre desechó la mayoría de fábulas que recorrieron durante siglos la historiografía española. Esto tiene que ver también con la creciente importancia que adquiere la crítica histórica, basada en el análisis de documentos y monumentos, pilar fundamental en el nacimiento de la historia como ciencia en el siglo XIX. Los estudios sobre García Fernández conocieron, sin embargo, un gran impulso con la publicación que en el primer tercio del siglo XX les dedicó Menéndez Pidal dentro del volumen de Historia y epopeya.

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