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de sus deberes, eso sí, y muy docto en latines de todas clases... y en poner una bala en el corazón de un oso sin que le tiemble el pulso... No se le conoce otro vicio.

      El Cura soltó aquí una carcajada que retumbó en el embudo de la chimenea, y hasta farfulló unos latines de breviario que no pude entender.

      Después dijo mi tío refiriéndose al hombrazo del banco frontero:

      —El señor... Hombre—añadió encarándose repentinamente con él—, ¿me dejas entregar todo tu pasaporte de una vez, para acabar primero y entendernos mejor? Ya sabes que le tengo bien aprendido en la memoria...

      El hombrazo se revolvió en su banco gruñendo un poco, y dijo al fin, con voz cavernosa y resonante:

      —En ese que tú llamas pasaporte no hay cosa que me agravie, y puede estamparse siempre a la misma luz del sol: bien lo sabes tú. ¡Pero cuidado con el retintín! porque hay bocas que hasta el mismo «Credo» de la misa hacen sonar a lo que no es...

      —Esa boca no es la mía, ¡cuidado con ello!

      —Digo que hay esas bocas, y no digo más que eso—replicó el hombrazo.

      —Santo y corriente; pero yo vuelvo a preguntarte si va o no va, para conocimiento de mi sobrino, todo tu pasaporte, ¡cuartajo!

      —Y yo te respondo que lo que es honra para mí, no puede ofenderme. Con que allá te veas, y no hay más que decir.

      —Pues escucha, Marcelillo, que allá va el documento: don Pedro Nolasco de la Castañalera, alcalde que fue de este Real Valle en mil ochocientos treinta y dos, regidor en mil ochocientos treinta, teniente de alcalde en mil ochocientos veintisiete, síndico en mil ochocientos veinticinco, antiguo empleado en el lavadero de lanas de los señores Botifora y Compañía, extramuros de la ciudad de Valencia... Ordeno y mando.

      —¿Lo ves?—saltó aquí el hombrazo, con un vozarrón que aturdía. ¡Ya sacastes la pata!... ¡ya la jicistes!

      —¿En qué?—preguntó mi tío, fingiendo extrañeza, mientras el Cura reía a borbotones y lanzaba latines y yo no sabía qué pensar de todo aquello...

      —Oiga, usted, caballerito—díjome entonces don Pedro Nolasco, algo tembloroso de voz—: es la pura verdad que yo he sido, y a mucha honra, todas esas cosas que usted ha oído... pero contra el «ordeno y mando» del remate, protesto una vez, y dos veces, y dos millones de ellas.

      —Consta en papeles—afirmó mi tío con gran entereza.

      —Y mucho que consta—respondió don Pedro Nolasco—; pero con su cuenta y razón: en bandos que yo publiqué en su día, cuando las cosas andaban a paso más firme que ahora... sí, señor; allí estaba bien y en su punto; pero no lo está donde tú acabas de ponerlo con la mala intención que siempre tuvistes...

      —¡Eso es agraviarme!—exclamó mi tío sofocado por la tos.

      —¡De que me faltaras tú sin motivo me estoy quejando yo!

      —¡Yo no te he faltado!

      —¡Yo aseguro que sí!

      La cosa estuvo a punto de encresparse de veras por este camino; pero con la intervención del Cura y con la mía, conjuróse a tiempo la tempestad, que no era nueva en aquella cocina entre los mismos contrincantes, según luego supe; porque los dos eran sulfurosos de genio, y las cosas del don Pedro Nolasco una continua tentación para el espíritu marrullero de mi tío.

      Puestos en paz bien pronto, continuó éste:

      —Por lo demás, llévame dos años de fecha, aunque niégalo el arrastrado, sin pizca de temor de Dios, y tiene ya los cuatro duros bien corridos de peso. Fue siempre de mucho odre, buen apetito y mejor conducta. Así ha llegado él tan acá, sin un mal retortijón de tripas. Nunca le tomó apego, como el Cura, a la caza mayor... en los breñales, se entiende, porque a la vera de su casa o al amor de la lumbre, se zampa un buey en dos sentadas, si hay quien se le ofrezca. Por eso y otras cosas, le llamamos los que bien le queremos, sin que a mal lo tome ni se ofenda, «Marmitón».

      —¡Celso!—rugió aquí don Pedro Nolasco, dando patadas en el borde de la meseta en que apoyaba los pies, calzados con zapatillas de cintos negros, lo mismo que el señor Cura y que mi tío.

      Y entonces me fijé yo en que debajo de las zapatillas calzaba medias alagartadas, verdes, con grandes pintas negras.

      —Eso es lo único que te afea, salvo la cara—díjole mi tío serenamente—: el genial... En ese punto eres una jabalina celosa, a lo mejor de una chanza. Salimos de una chamusquina, y ya te quieres meter en otra...

      —¡Barájolas!—exclamó don Pedro Nolasco santiguándose—. ¿Ustedes han visto otra como ella? Trapalón de los demonios, ¿pues me he metido yo contigo ni tanto así, desde que se acabó lo otro?

      Mi tío no le hizo caso, y me preguntó a mí:

      —¿Le has visto ya bien? Pues con esas cerdas y todo, es el vecino más noblón del pueblo y el mejor amigo de sus amigos, y además es uva de la nuestra cepa. Lleva el corazón en la mano, y dará la piel cuando no tenga capa que partir con el pobre. Te lo digo yo, Marmitón de los demonios, aunque me pegues—añadió encarándose con el gigante—; te lo digo yo, ¡cuartajo!, yo, que tengo buenas pruebas de ser verdad: y te lo digo con el alma y vida. Si quieres creerme, me crees, y si no, peor para ti. ¿No es así, Cura?

      —Est Deus in nobis—respondió éste moviendo la cabeza de un lado a otro, como quien afirma algo bueno que es además indiscutible—. No hay que darle vueltas, est Deus in nobis, semper et ubique. Y si no fuera así, pobres de nosotros a cada chapucería de las que arma Satanás en las disputas de los hombres.

      —Pues bueno—repuso mi tío volviéndose hacia su amigo que no chistaba ni se movía, con los ojazos clavados en la lumbre—. Ahora quiero que te quedes a cenar con nosotros, no por mí, que no lo merezco, sino por honrar a mi sobrino.

      —¡A buen tiempo!—murmuró el gigante revolviendo un poco la mirada hacia don Celso y descargando mucho los celajes de su faz.

      —¿Lo dices porque has cenado ya?—le replicó mi tío.

      —Naturalmente.

      —Pues por eso mismo, porque lo presumía, te convido yo. En estómagos como el tuyo, ceba llama ceba... Y para animarte más y hacerla redonda y cabal esta noche, también te convido a ti, Cura.

      —Eso ya es otra cosa—dijo entonces don Pedro Nolasco, entrando de frente a la porfía—: si él se queda...

      Negábase el Cura a ello de todas veras; pero a fuerza de insistir mi tío y de empeñarme yo también, aceptó al cabo.

      —¿Lo has oído, Tona?... Pues llévale el cuento a Facia para que ponga dos platos más en la mesa, y añade tú lo que falte, si es que falta algo en la cocina.

      Tona respondió que sobraba con lo que había arrimado a la lumbre, siempre que cada cual comiera «como Dios mandaba»; y mi tío, mientras el hombrón recibía con carraspeos la condicional que la sirviente había echado hacia allá con los ojos, dio por rematada la historia y mandó que se tratara de otra más divertida.

      No lo fueron ni tanto siquiera, para mi gusto, las pocas que salieron a relucir después, mientras la mocetona rubia, y Facia, la mujer gris, que entraba y salía a menudo, daban los últimos toques a los condumios arrimados al fuego. Por mi parte, y «para ir tirando de la conversación» tuve que suministrar, a instancias del Cura y de don Pedro Nolasco, cuatro vaguedades sobre «esos mundos de Dios», por los que tanto había rodado, al decir de los mismos señores; y menos interesado ya que al principio en lo que allí se trataba, y pudiendo llevar mi atención a otros términos del cuadro, observé, entre otras cosas, que Tona y Chisco no tomaban parte en ello más que con los ojos y alguna que otra exclamación o risotada, y que la tal sirvienta, por su cara y por su talle, de pies a cabeza, en fin, era lo que se llamaba una buena moza.

      —Ya

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