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montículos, cauces retorcidos con orillas de arbolado, pueblecillos diseminados en todas direcciones, y uno más grande que todos ellos, con una alta torre en el medio, como en muestra de su señorío indisputable sobre la planicie entera. Aunque no fiaba mucho de mi memoria ni de mi sensibilidad artística, creía yo que aquel panorama, con ser montañés de pura casta, se diferenciaba mucho de los que yo había visto «abajo» alguna vez: era pariente de ellos, sin duda, pero no en primer grado. Desde luego no había, entre todos los valles que yo conocía de peñas al mar, uno tan extenso ni de tanta luz como aquél; y ya, puesto a comparar, me atreví a hallarle más semejante, en sus líneas y en la austeridad de su color, a los valles de Navarra cuando aún verdeguean en el campo sus sembrados. De todas suertes, era muy bello, y podía considerarse como una gallarda variante de la hermosura campestre de que tanta fama goza la Montaña, con sobrada razón.

      Por las noticias no muy minuciosas que fue dándome Chisco, supe que aquel valle era el de los tres Campóes: el de «Suso», o de Arriba (el más cercano a nosotros), el de Enmedio, y el de «Yuso», o de Abajo; y el pueblo grande con la torre en el centro, que se veía en lo más lejano de la llanura, Reinosa, la villa en que yo había dejado el tren y encontrado a Chisco.

      Cuando éste no tuvo más que decirme, continuó su acompasada marcha monte arriba, y no tardé en verle detenido con su caballo, y como encaramados los dos en el parapeto de una azotea, sobre el perfil de la loma, destacándose ambas siluetas en una mancha azul del cielo remendado de nubes cenicientas. Dejé yo entonces mis éxtasis contemplativos y piqué a mi dócil y resignada cabalgadura, que arrancó trotando a la querencia de la otra.

      Pocos pasos antes de llegar yo al punto en que me aguardaba el espolique, volvióse éste hacia mí; y tendiendo el brazo derecho en dirección opuesta, me dijo con cierta solemnidad que entonaba muy bien con lo señalado por su mano:

      —El Puertu.

      Subí lo que me faltaba, púseme junto a Chisco y miré... Tenía razón el espolique: era mucha la tierra que había que pisar por aquel lado. ¡Pero qué tierra, divino Dios! A mi izquierda, y en primer término, dos altísimos conos unidos por sus bases, de Norte a Sur, como dos gemelos de una estirpe de gigantes; enfrente de ellos, a mi derecha, las cumbres de Palombera dominadas por el «Cuerno» de Peña Sagra que extendía sus lomos colosales hacia el Oeste; y allá en el fondo, pero muy lejos, cerrando el espacio abierto entre Peña Sagra y los dos conos, las enormes Peñas de Europa, coronadas ya de nieve, surgiendo desde las orillas del Cantábrico y elevándose majestuosas entre blanquecinas veladuras de gasa transparente, hasta tocar las espesas nubes del cielo con su ondulante y gallarda crestería. Por el lado en que me encontraba yo, descendía la sierra blandamente hasta la base del primer cono, de la cual arrancaba hacia la derecha un cerro de acceso fácil, que resultaría montaña desde el fondo de la barranca en que terminaba bruscamente. Lo que había entre la loma de este cerro y el espacio limitado por las Peñas de Europa, no era posible descubrirlo, porque lo bajo quedaba oculto por el cerro, y lo alto me lo tapaba una neblina que andaba cerniéndose en jirones, de quebrada en quebrada y de boquete en boquete. Sin aquel obstáculo pertinaz, hubiera visto, al decir del espolique, maravillas de pueblos y comarcas, y hasta el mar por el boquete de Peña Sagra. Hacía más imponente el cuadro el contraste de la luz del sol iluminando gran parte de los altísimos peñascos más próximos y reluciendo a lo lejos sobre las veladuras de los Picos, con la tétrica penumbra del fondo de aquel brocal enorme, cuyo lado más bajo me servía a mí de observatorio.

      Ni entonces supe ni sabré jamás definir las complejas impresiones que me produjo la súbita aparición de aquel espectáculo ante mis ojos, en cuyas retinas conservaba todavía estampada la imagen del risueño valle de los tres Campoés. Lo que recuerdo bien es que, sin apartar la vista del cuadro que tenía al alcance de ella, me fui con el pensamiento al otro, y me abismé en la contemplación del contraste que formaban los dos.

      «Allá—me decía—, la llanura abierta, los campos amenos, el sol radiante, los frutos, las flores, la égloga, el idilio de la vida; aquí, la bravura salvaje, la lobreguez de los abismos, el silencio mortal de los páramos, la inclemencia de la soledad; allí, el hombre, rey y señor de la tierra fértil; aquí, siervo infeliz, sabandija miserable de sus riscos escarpados y de sus moles infecundas.» Y me sentí invadido de una profunda tristeza.

      Lo que Chisco había hecho poco antes en el entrellano de la sierra, repitió en su loma: cuando agotó el caudal de sus informes, tiró de las riendas de su rocín y comenzó a sumirse con él en las honduras de aquel pozo.

      Yo me resigné a seguir su ejemplo, mas no sin despedirme antes con una mirada cariñosa del esplendente panorama de la vega, contemplado entonces por mí desde una altura digna de las águilas.

      Hecho el descenso de aquella parte del brocal muy fácilmente, no tardamos en subir la ladera del cerro que seguía a la primera hondonada. Arrastrábame hacia allí la fuerza misteriosa de una curiosidad que tenía mucho de la atracción de los abismos. Llegó Chisco a la loma antes que yo, según costumbre, y aguardóme en ella con el brazo extendido ya, como la otra vez, para mostrarme lo que desde allí se veía... ¡Y por Dios crucificado que no era poco! El pozo de antes se ahondaba por aquel lado mucho más, y su suelo, ondulante y caprichoso, se perdía en todas direcciones entre espesas neblinas sobre las cuales alzaban sus cabezas de granito las montañas del brocal. Toda aquella interminable superficie parecía un mar de lava cuajado de repente; un mar hasta con sus islotes y escollos; unos monolitos muy grandes que se destacaban, escuetos y descarnados, sobre la aridez del suelo entre matojos de «escobinos», de árnica o de regaliz. Abundaban los manchones verdes de las brañas de jugosos pastos, y no era ingrato a la vista el color de otros detalles; pero ¡lo demás!... Aquellos cantos pelados, tan grandes, tan secos, tan esparcidos en todas direcciones; aquella inmensa extensión calva, monda, rapada y desnuda de todo follaje; aquellas nieblas tenaces cerrando todas las salidas y surgiendo de todas las hoyadas; aquellos riscos inaccesibles y fantásticos elevándose sobre todo y por todos lados; aquel cierzo continuo y gemebundo que parecía el espíritu funerario de las grandes necrópolis, llevando consigo los jirones de la niebla como si fueran sudarios arrancados de las tumbas en los senos entenebrecidos de las barrancas; aquellos buitres que me señalaba Chisco, revolando en las alturas; aquel cielo que iba encapotándose poco a poco... todo ello, que era lo más, visto a través de las lentes pesimistas de mis ojos, se imponía al resto, que era, relativamente, muy escaso, y me presentaba toda la superficie del Puerto bajo un aspecto feroz y repulsivo. Yo no veía más que una llanura infinita, plagada de costras y tumores; y los monolitos solitarios y dispersos, se me antojaban erupciones de verrugas asquerosas sobre una inmensa piel de leproso.

      Contemplando desde la sierra lo que se veía del panorama del Puerto, habíame comparado yo, por la fuerza del contraste, con un mísero gusanejo; pero al hallarme en el observatorio de más adentro, ¡qué cambio tan radical y tan súbito de ideas, y cuán extrañas las impresiones recibidas!... Creo que fue de espanto, de frío y de «arrepentimiento» la primera, y estoy seguro de que fue de melancolía la segunda, como lo estoy también de que la siguiente me infundió la sensación de lo que tenía a la vista, de tal modo y con tal intensidad y fuerza, que hubiera jurado yo que circulaban por mis venas líquidos pedernales, y era mi cuerpo una estatua de granito coronada con manojos de «loberas» y acebuches.

      Dejándome llevar del único pensamiento racional que sobrevivía en mi cabeza, pregunté a Chisco:

      —Dime, hombre, ¿se parece a esto nuestro valle?

      —¡Quiá!—me respondió el espolique con el mayor desdén.

      —Es más ancho, ¿eh?... y más...

      —¡Quiá! Ni la metá siquiera.

      —¡Demonios!—repliqué—. Pero serán más bajos los montes...

      —Tampoco da en el jitu ahora—me contestó el arrastrado con una flema desesperante—, porque son hasta más altus; sólo que están más «tupíus»... más arrimaus unus a otrus.

      —Pues entonces—exclamé hasta con ira—, ¿en qué está la ventaja de tu valle sobre este puerto, alma de cántaro?

      —Pos la

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