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media vuelta y salió al galope en dirección sur. Sus hombres lo siguieron.

      XVII

      Después de la cena, que había consistido en leche de cabra y pan, los encerraron en un pajar. Era de los mismos campesinos que les habían dado de comer. Mejor dicho, que se habían visto obligados a darles de comer.

      – Nos alimentamos de la tierra – dijo cínicamente uno de los mercenarios sin quitarle la vista de encima a la hija del campesino, que aún no había cumplido catorce primaveras.

      Al oírlo, Elisabeth notó un escalofrío en la espalda, pero ¿qué podía hacer ella? ¿Qué podían hacer ellos? Ni siquiera se podía hablar de «ellos» como un todo, puesto que los prisioneros mantenían las distancias, bien por apatía o bien porque sabían que no merecía la pena entablar nuevas amistades.

      Una verdad impronunciable se cernía como una nube tóxica sobre ellos: iban camino a su ruina.

      Elisabeth, no. Ella tenía un plan, y Alain la ayudaría, aunque eso implicara la muerte de otras personas. Al pensarlo, se asustaba de sí misma. No estaba segura de si se reconocería en un espejo el día que pudiera mirarse en uno. ¿En qué se había convertido? ¿Cómo había llegado a tal extremo?

      –¡A dormir! – gritó el mercenario de la voz ronca, colgó dos lámparas de aceite en las vigas y, como siempre, se mostró satisfecho de que los enfermos cumplieran la orden sin ofrecer resistencia.

      Por primera vez desde que empezó su cautiverio, tenían la posibilidad de dormir en una superficie blanda. El heno del otoño anterior olía de maravilla y ofrecía calor. Elisabeth se sintió como si estuviera entre nubes.

      Los demás parecían sentirse igual, puesto que nadie protestó cuando el mercenario encendió las lámparas después de haberlas sujetado bien al techo. Si caían en la paja, aquélla sería la última noche para todos.

      Elisabeth se tumbó tan bien como pudo, se acurrucó de lado y cerró los ojos.

      –¡Elisabeth!

      La joven dormía profundamente y se despertó sobresaltada. ¿Cuánto tiempo había dormido?

      Miró hacia la puerta: fuera estaba muy oscuro, era una noche sin luna.

      – Elisabeth – volvió a sisear Alain—. Me debes una explicación.

      Mientras se quitaba algunas briznas de paja del pelo, reflexionó. ¿Había sido un acierto hablarle a Alain de su plan?

      Sí. Y ya es tarde para cambiar las cosas.

      – Tengo un plan para escapar – susurró.

      Alain torció el gesto como si acabaran de contarle un chiste malo.

      – Tenemos que esperar hasta que paremos en un claro del bosque – prosiguió Elisabeth impertérrita—. Fingiré que me duele mucho la barriga y tú me ofrecerás tu apoyo para caminar. Nos moveremos tan cerca como sea posible de los carros hasta llegar al último, en el que se guardan las provisiones.

      –¿Y si no nos dejan?

      – Diles que tendrán que responder ante el teniente general Gamelin. Todos me vieron bajar de su carruaje, aunque nadie sabe por qué estaba allí.

      – Sí, yo también me lo pregunté…

      – Eso ahora no importa – lo interrumpió Elisabeth con firmeza—. Cuando lleguemos a la parte trasera del carro de las provisiones, me haré con una lámpara de aceite y tú prenderás la mecha con la yesca, que llevarás encendida. Y luego arrojaremos la lámpara contra los barriles de pólvora. – Elisabeth miró con aire triunfal a Alain, que parecía desconcertado.

      –¿Y nos vamos sin más?

      – Claro que no, pero se desatará un caos tremendo. Los mercenarios tendrán que apagar el fuego para no perder todo el material. Y en medio del caos, nosotros correremos hacia el bosque y…

      – No funcionará —replicó Alain—. Imposible.

      –¿Quieres hacerme creer que un soldado francés no sabe cómo huir? – lo pinchó Elisabeth.

      Johann le había contado muchos chistes sobre el espíritu combativo de los franceses, casi siempre condimentados con un comentario mordaz por parte del prusiano.

      – Hay muchas cosas que podrían salir mal – insistió Alain.

      – Sí, y la primera es que lleguemos a nuestro destino sin haber intentado nada. Entonces moriremos todos.

      Alain se quedó callado un momento. Desde que sus compañeros lo habían encerrado con los prisioneros, él también había imaginado innumerables escenarios, pero no había llegado a ninguna conclusión. Al menos, a ninguna que le devolviera su vida anterior.

      – De acuerdo, supongamos que conseguimos provocar el caos – dijo finalmente—. ¿Y luego qué?

      – Buscaremos ayuda. Primero, para nosotros y, luego, para los demás prisioneros. No le han hecho daño a nadie y no podemos abandonarlos a su suerte.

      – Estás loca – dijo Alain, y realmente lo creía.

      – Mejor loca que muerta – replicó Elisabeth en tono respondón.

      Si Alain la conociera desde hacía tiempo, habría notado que, por un instante, había vuelto a ser la mujer alegre y extrovertida que era antes.

      – No sé… Tengo que consultarlo con la almohada.

      –¡Silencio ahí dentro! – retumbó una voz desde la puerta del pajar—. ¡O dormiréis en la jaula!

      Elisabeth miró a Alain muy seria.

      – En tal caso, que duermas bien.

      Y cerró los ojos.

      Te quiero, Johann.

      XVIII

      – Mañana alcanzaremos la caravana – dijo el prusiano con mucha convicción.

      – Eso espero – respondió Johann.

      Llevaban horas cabalgando juntos sin intercambiar palabra, absortos en sus pensamientos. El terreno era cada vez más montañoso, las cumbres que se veían al sur y al este eran cada vez más altas, y parecían formar una muralla infranqueable. Carruajes, carros, mensajeros a caballo y aldeanos tirando de un carretón… A todos los dejaban atrás, exigiéndoles a sus caballos toda la fuerza de la que eran capaces.

      Sólo descansaban para dar de beber a los caballos.

      Cuanto más cerca se creían de Elisabeth y de la caravana, más dudas albergaba Johann y más reales le parecían las dificultades que les aguardaban. En una cacería, una cosa era seguir el rastro de la presa y otra muy distinta abatirla. Ellos eran cinco. Sus contrincantes, probablemente una docena.

      O más.

      Y lo peor era que seguía sin tener un plan, porque no conocía los detalles. ¿Eran realmente dos carros y un coche de caballos? ¿En cuál iba Elisabeth? ¿Y en cuál Gamelin?

      Gamelin.

      Sabía que lo único que había conseguido era cambiar un mal por otro. Con la muerte de Von Pranckh se había librado de su archienemigo, pero el militar le había creado otro con su último suspiro. Y con ello había vencido no sólo a Johann, sino incluso a la muerte. Y le había arrebatado lo único que creía seguro: un futuro con Elisabeth.

      Johann sacudió la cabeza para apartar de su mente esos pensamientos lúgubres. Primero tenían que encontrar la caravana, luego…

      Nunca des las cosas por seguras. Sé espontáneo.

      «Improvisaremos», pensó Johann, y sonrió. Como siempre, el abad Bernardin tenía razón.

      A su derecha, el sol se acercaba a la línea del horizonte. El paisaje florido resplandecía de nuevo en todo su esplendor cromático. Sin embargo, por encima de las montañas se alzaba una tenebrosa fortaleza de nubes que no prometía nada bueno para los próximos días.

      – Mi

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