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Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
Читать онлайн.Название Morbus Dei: Bajo el signo des Aries
Год выпуска 0
isbn 9783709937129
Автор произведения Matthias Bauer
Жанр Языкознание
Серия Morbus Dei (Español)
Издательство Bookwire
Morbus Dei: Bajo el signo de Aries
Traducción de Lidia Álvarez Grifoll
© 2016
HAYMON verlag
Innsbruck-Wien
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de la editorial, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
En función del dispositivo de lectura utilizado, la presentación del texto autorizado por la editorial puede presentar diferencias.
ISBN 978-3-7099-3712-9
Diseño gráfico: Kurt Höretzeder, Büro für Grafische Gestaltung,
Scheffau/Tirol
Diseño de la cubierta: Kurt Höretzeder, Büro für Grafische Gestaltung,
Scheffau/Tirol, a partir de un diseño de Bastian Zach
Colaboración: Ines Graus
Imagen de la cubierta: www.istockphoto.com
La versión impresa de esta novela se puede adquirir en librerías o directamente en www.haymonverlag.at.
Bastian Zach: A mi madre. Y a Sabine
Matthias Bauer: A mi familia
Prólogo
… una dosis de hierba angélica, dos de ruda, una de polvo de sapo, cuatro de miel y dos de pimpinela.
Moler todos los ingredientes y mezclar con cuidado hasta obtener una pasta espesa. Dejar secar durante tres días y tres noches.
El viejo abad dejó la pluma a un lado y sopló para secar la tinta. Contempló satisfecho el texto que había escrito. De repente, un crujido lo sobresaltó.
Paralizado, escuchó unos segundos con atención; nada. «Habrá crujido una viga», pensó el abad, al tiempo que sonreía.
En la chimenea crepitaban un par de leños, mientras la única vela que ardía en la tenebrosa biblioteca estaba a punto de consumirse. A la trémula luz de la llama, el abad comparó meticulosamente una última vez el texto que había escrito con el original, sabedor de que la falta de un solo ingrediente podía tener consecuencias impredecibles.
Todo estaba en orden. El abad respiró profundamente. La tensión que lo dominaba desde hacía tiempo había desaparecido.
Se pasó la mano por la barba blanca de tres días. ¿Acaso el día anterior no era todavía castaña? ¿O hacía una década de eso? Se miró las manos huesudas, plagadas de manchas típicas de la vejez.
Tempus fugit.
El viejo abad dobló el escrito y lo guardó en la pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cinturón.
De pronto, la pesada puerta de madera se abrió de golpe y tres hombres vestidos con el hábito de los dominicos entraron en la biblioteca y le dirigieron una mirada severa.
– Ya habéis tenido tiempo de sobra para buscarlo – le espetó uno de los hombres.
– Y lo he encontrado. – El abad tomó las hojas sueltas de la mesa y se las mostró. El corazón le latía con fuerza.
Uno de los dominicos se las arrebató de las manos y las hojeó.
–¿Esto es todo? – le preguntó uno de los hermanos que estaba a su espalda.
El dominico asintió con la cabeza. Se acercó con paso rápido a la chimenea y arrojó las hojas sobre las ascuas. Las llamas engulleron de inmediato el papel, que se dobló con el calor y al poco se convirtió en cenizas.
Una ráfaga de viento levantó las partículas blancas, las hizo bailar en círculos en el aire y finalmente las aspiró por el tiro de la chimenea.
«Perdidas para siempre – pensó el viejo abad—. A ese extremo se había llegado».
Sin decir una palabra más, los dominicos salieron de la biblioteca. El abad los siguió con la mirada hasta que desaparecieron en la oscuridad del corredor. Pensativo, acarició la bolsa de cuero.
Los dominicos seguramente creían que actuaban por el bien general de la humanidad y por el de la Iglesia en particular.
Igual que yo.
Unos pasos apresurados le hicieron levantar la cabeza. Un novicio llegó corriendo por el pasillo y se detuvo en el umbral de la puerta con los ojos inundados de lágrimas.
– El hermano Martin se nos va – dijo, jadeando—. Venid, por favor, abad Bernardin. Ha pedido que vayáis a verlo.
Persecutio
Viena,
anno Dómini de 1704
I
La tormenta que hasta poco antes del amanecer había azotado la ciudad imperial como si quisiera destruirla se había disipado y había dejado el cielo sin una sola nube. Ahora soplaba un viento suave de principios de verano. El sol calentaba y secaba los charcos de agua y lodo.
Después del receso del mediodía, los campesinos habían vuelto al trabajo, y casi nadie prestaba atención a la delgada nube de humo que se alzaba al norte por encima de las colinas.
El día anterior había sido un espectáculo: así denominaron unos cuantos la destrucción de la capital del reino devorada por las llamas. Y no sin alegrarse por el mal ajeno, puesto que por fin sabrían los ricachones de la ciudad lo que significaba perderlo todo, como les había ocurrido a los campesinos después del último asedio turco.
Sin embargo, hacia el atardecer, cuando ya se extinguía el resplandor del fuego, todos comprendieron que Viena seguiría en pie.
De modo que los labradores regresaron a sus labores para ganarse el sustento y no mostraron interés por el convoy de carros que avanzaba a trompicones por la carretera, escoltado por una docena de hombres a caballo. Las armas que llevaban, su actitud fiera y el hecho de que fueran sin uniforme no dejaban lugar a dudas sobre su identidad. Eran mercenarios.
Encabezaba la caravana un coche de caballos negro con las cortinillas cerradas, seguido por dos carromatos con ruedas anchas y guarnecidas de hierro, y cubiertos con toldos de cuero. El último vehículo era un carromato de provisiones. Los escoltas, al frente y a la cola de la comitiva, vigilaban con mirada adusta, preparados para eliminar cualquier obstáculo que perturbara el viaje.
El rítmico balanceo de los coches de caballos siempre le había resultado desagradable a François Antoine Gamelin, enviado especial y mariscal de campo del ejército francés, ya que, en su opinión, aislaba a sus ocupantes de la realidad. Detestaba viajar como un noble pusilánime, prefería notar la dureza del sillín entre las piernas y el viento fresco en la cara, pero las circunstancias del momento no se lo permitían.
Descorrió un poco las cortinillas para echar un vistazo fuera, contempló los prados verdes y se enfadó por estar enfadado. Verdaderamente, no tenía ninguna razón para ello, puesto que aquella mañana había conseguido dar un golpe de efecto por el que lo admiraría todo el generalato. Se había adueñado de un material decisivo para la guerra y ahora lo transportaba en los dos carros que lo seguían. Un material que había sacado clandestinamente de Viena.
Complacido, se retorció las puntas del bigote y volvió los ojos al interior del carruaje. Frente a él se sentaba una parte de aquel material: una mujer hundida en el lujoso tapizado, con la cabeza gacha y el vestido desgarrado. Los cabellos oscuros le caían despeinados sobre la cara pálida y llena de pecas. En la mejilla izquierda tenía una mancha roja que empezaba a teñirse de azul.
Gamelin la había capturado en el último instante. Era la clave de lo que había ocurrido en Viena, la chispa que había provocado