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      —¿Pero qué tienes? ¿Qué es lo que no quieres?... ¿Qué te pasa?

      Y ella seguía gimoteando, revolviéndose en el lecho, agitando sus pies con furia nerviosa.

      —¡Déjame! No te quiero... No me toques... No lo consiento, no señor; no lo consiento. Me iré... me iré con mi madre.

      Renovales, asustado por esta furia de la mujercita siempre dulce, no sabía qué hacer para calmarla. Corría en camisa por el dormitorio y la inmediata pieza del tocador, mostrando sus músculos de atleta: la ofrecía agua, llegando, en su aturdimiento, á echar mano de los frascos de esencias, como si pudieran servirle de calmantes, y acabó por arrodillarse, intentando besar las manecitas crispadas que le rechazaban, enredándose en su barba y su cabellera.

      —Déjame... Te digo que me dejes. Veo que no me quieres. Me iré...

      El pintor sintió asombro y miedo por esta nerviosidad de su muñequita adorada: no se atrevía á tocarla por el temor á hacerla daño... ¡Apenas saliese el sol abandonaría aquella casa para siempre! Su marido no la quería; ella no tenía otro cariño que el de mamá. El pintor la ponía en ridículo... Y todas estas quejas incoherentes, sin explicar el motivo de su enfado, se prolongaron mucho tiempo, hasta que el artista columbró la causa. ¿Era la modelo... la mujer desnuda? Sí, esto era; ella no consentía en un estudio, que era como su casa, que se mostrasen las mujerzuelas impúdicamente á los ojos de su marido. Y al protestar contra tales abominaciones, sus dedos crispados rasgaban el pecho de la camisa, enseñando los ocultos encantos que tanto entusiasmaban á Renovales.

      El pintor, fatigado por esta escena, enervado por los gritos y lloros de su esposa, no pudo resistir su risa al conocer el motivo del disgusto.

      —¡Ah! ¿Conque todo es por la modelo?... Descansa, hija: no entrará ninguna mujer en el estudio.

      Y prometió cuanto quiso Josefina, para acabar pronto. Al caer de nuevo en la obscuridad, todavía suspiró ella; pero ahora lo hacía entre los fuertes brazos del marido, con la cabeza apoyada en su pecho, hablando con un ceceo de niña afligida que justifica su pasada rabieta. Nada le costaba á Mariano darla ese gusto. Ella le quería mucho, ¡mucho! y aun le querría más si respetaba sus preocupaciones. Podía llamarla burguesa, alma vulgar; pero así quería ser, como había sido siempre. Además, ¿qué necesidad tenía de pintar hembras desnudas? ¿No sabía hacer otras cosas? Le aconsejaba que pintase niños, con pellico y abarcas, tocando la gaita, rizados y mofletudos como el niño Jesús; viejas campesinas de rostro arrugado y cobrizo; ancianos calvos, de luenga barba; figuras de carácter; pero nada de mujeres jóvenes, ¿eh?; nada de bellezas desnudas. Renovales decía que si á todo, apretando aquel cuerpo adorable, todavía estremecido y vibrante por la pasada furia. Los dos se buscaban con cierta ansiedad, ganosos de olvidar lo ocurrido, y la noche acabó dulcemente para Renovales, en las efusiones de la reconciliación.

      Al llegar el verano alquilaron en Castel-Gandolfo un villino. Cotoner había marchado á Tívoli á la cola del cortejo de un cardenal, y el matrimonio vivió en el campo, sin otra compañía que la de un par de domésticas y un criado que cuidaba de los trebejos artísticos del señor.

      Josefina vivió contenta en este aislamiento, lejos de Roma, hablando con su marido á todas horas, libre de aquella inquietud que la acometía cuando él trabajaba en su estudio. Durante un mes permaneció Renovales en plácida vagancia. Parecía olvidado de su arte: las cajas de colores, los caballetes, todo el bagaje artístico traído de Roma, estaba empaquetado y olvidado en un cobertizo del jardín. Emprendía por las tardes largos paseos con Josefina, volviendo al cerrar la noche lentamente hacia su casa cogidos del talle, contemplando la faja de oro mortecino del crepúsculo, animando el silencio de la campiña con el canturreo de alguna de las romanzas apasionadas y dulzonas que llegaban de Nápoles. Al verse solos, en la intimidad de una vida sin ocupaciones ni amistades, renacía el entusiasmo amoroso de los primeros días de su casamiento. Pero el «demonio de la pintura» no tardó en batir sobre él sus alas invisibles, de las que parecía desprenderse un irresistible encantamiento. Se aburría en las horas de fuerte sol; bostezaba en su silla de junco, fumando pipa tras pipa, sin saber de qué hablar. Josefina, por su parte, combatía el tedio leyendo alguna de las novelas inglesas, de abrumadora moralidad y costumbres aristocráticas, á las que había tomado gran afición en sus tiempos de colegiala.

      Renovales volvió á trabajar. Su criado sacó á luz los trastos artísticos, y el pintor cogió la paleta con un entusiasmo de principiante. Pintaba para él con un fervor religioso, como si pretendiera purificarse de aquel año de vil sumisión á los encargos de un mercader.

      Estudió directamente la Naturaleza; pintó rincones adorables del paisaje, cabezas tostadas y antipáticas que respiraban la brutalidad egoísta del campesino. Pero esta labor artística no parecía satisfacerle. Su vida de mayor intimidad con Josefina excitaba en él misteriosos anhelos, que apenas se atrevía á formular. Por las mañanas, cuando su mujer, fresca y sonrosada por una ablución general, mostrábase ante él casi desnuda, la contemplaba con ojos ávidos.

      —¡Ay! ¡Si tú quisieras!... ¡Si no tuvieses esas manías!...

      Y sus exclamaciones la hacían sonreir, halagada su vanidad femenil por esta adoración. Renovales se lamentaba de que su talento de artista tuviera que ir en busca de cosas bellas, cuando la obra suprema y definitiva estaba junto á él. La hablaba de Rubens, el maestro gran señor, que rodeaba á Elena Froment de un lujo de princesa, y de ésta, que no sentía reparo en despojar de velos su fresca belleza mitológica para servir de modelo al marido. Renovales elogiaba á la dama flamenca. Los artistas formaban una familia aparte; la moral y los prejuicios vulgares eran para los otros. Ellos vivían acogidos al fuero de la Belleza, teniendo por natural lo que las gentes miraban como pecado...

      Josefina protestaba con una indignación cómica de los deseos de su marido, pero se dejaba admirar. Cada vez eran mayores sus abandonos. Por las mañanas, al levantarse, permanecía más tiempo desnuda, prolongando las operaciones de su aseo, mientras el artista rondaba en torno de ella elogiando las diversas bellezas de su cuerpo. «Esto es Rubens puro; esto es el color del Ticiano... Á ver, nena, levanta los brazos... así. ¡Ay; eres la maja, la majita de Goya!...» Y ella se prestaba á sus manejos con graciosos mohines, como si paladease el gesto de adoración y contrariedad que ponía su esposo al poseerla como hembra y no poseerla como modelo.

      Una tarde de viento abrasador que esparcía en su soplo la asfixia de la campiña romana, Josefina cedió. Estaban en su habitación con las vidrieras cerradas, buscando en la clausura y la ligereza de las ropas un remedio al terrible siroco. No quería ver á su marido con aquella cara triste ni escuchar sus lamentaciones. Ya que estaba loco y se había aferrado á aquel capricho, no osaba contrariarle. Podía pintarla, pero sólo un estudio; nada de cuadro. Cuando se cansase de reproducir su carne sobre el lienzo, rompería éste... y como si nada hubiese hecho.

      El pintor dijo á todo que si, deseando verse cuanto antes, pincel en mano, ante la codiciada desnudez. Tres días trabajó con una fiebre loca, los ojos desmesuradamente abiertos, cual si pretendiera devorar con su retina aquellas formas armoniosas. Josefina, acostumbrada ya á su desnudez, permanecía tendida, olvidando su situación, con ese impudor femenil que sólo siente vacilaciones al dar el primer paso. Agobiada por el calor, dormíase mientras su marido seguía pintando.

      Cuando la obra estuvo terminada, Josefina no pudo menos de admirarla. «¡Qué talento tienes! ¿Pero realmente soy yo así... tan bonita?» Mariano mostrábase satisfecho. Era su mejor obra, la definitiva. Tal vez en toda su existencia no hallaría otro momento como este, de prodigiosa intensidad mental, lo que llamaban vulgarmente inspiración. Ella seguía admirándose en el lienzo, lo mismo que ciertas mañanas se contemplaba en el gran espejo de su dormitorio. Ensalzaba con tranquila inmodestia las diversas partes de su hermosura, fijándose especialmente en el vientre recogido, de curva suave, en las audaces y duras puntas de sus pechos, orgullosa de estos blasones de la juventud. Deslumbrada por la belleza de su cuerpo, no se fijaba en la cara, que parecía sin valor, perdida en suaves veladuras. Cuando sus ojos se posaron en ella, mostró cierta decepción.

      —¡Se me parece muy

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