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Cotoner le ayudaba á ponerse el traje de ceremonia.

      —¡La cruz!—exclamaba Josefina al verle con el frac puesto.—Pero hombre, ¿cómo te olvidas de la cruz? Ya sabes que allí todos llevan algo.

      Cotoner iba en busca de las insignias de una gran cruz que el gobierno español había dado á Renovales por su cuadro, y el artista, con la pechera cortada por la banda y un redondel brillante en el frac, partía con su mujer para pasar la noche entre diplomáticos, ilustres viajeros y sobrinos de cardenales.

      Los otros pintores rabiaban de envidia al enterarse de la frecuencia con que visitaban su estudio los embajadores de España, el cónsul y ciertos personajes allegados al Vaticano. Negaban su talento, atribuyendo estas distinciones á la posición de Josefina. Le llamaban cortesano y adulador, suponiendo que se había casado para hacer carrera. Uno de sus visitantes más asiduos era el padre Recovero, procurador de cierta orden frailuna poderosa en España; una especie de embajador con capucha que gozaba de grandes influencias cerca del Papa. Cuando no iba por el estudio de Renovales, éste tenía la certeza de que se hallaba en su casa, cumpliendo algún encargo de Josefina, la cual mostrábase orgullosa de su amistad con este fraile influyente, jovial y de pretenciosa elegancia, bajo su hábito burdo. La esposa de Renovales siempre tenía asuntos que encargarle; las amigas de Madrid no la dejaban parar con sus incesantes peticiones.

      La viuda de Torrealta contribuía á esto, hablando á sus conocimientos de la alta posición que ocupaba su niña en Roma. Marianito, según ella, ganaba millones; Josefina pasaba por gran amiga del Papa; su casa estaba llena de cardenales, y si el Sumo Pontífice no iba á visitarla, era porque el pobrecito vivía en el Vaticano. Y la esposa del pintor siempre tenía que enviar á Madrid algún rosario pasado por la tumba de San Pedro, ó reliquias extraídas de las Catacumbas. Daba prisa al padre Recovero para que solucionase difíciles dispensas de casamiento, y se interesaba por otras peticiones de ciertas señoras devotas, amigas de su madre. Las grandes fiestas de la Iglesia romana la entusiasmaban por su interés teatral, y agradecía mucho al campechano fraile que se acordase de ella, reservándole una buena localidad. No había recepción de peregrinos en San Pedro, con marcha triunfal del Papa, llevado en andas entre abanicos de plumas, á la que no asistiese Josefina. Otras veces el buen padre la anunciaba con misterio que al día siguiente cantaba Pallestri, el famoso castrado de la capilla papal, y la española madrugaba, dejando acostado á su marido, para oir la voz dulcísima del eunuco pontificio, cuyo rostro imberbe figuraba en los escaparates de las tiendas entre los retratos de las bailarinas y los tenores de moda.

      Renovales reía con bondad de las innumerables ocupaciones y fútiles entretenimientos de su esposa. Pobrecilla; debía pasar la vida alegremente: para eso trabajaba él. Bastante sentía no poder acompañarla más que en sus diversiones nocturnas. Durante el día confiábala á su fiel Cotoner, que iba con ella como un rodrigón, llevándola los paquetes cuando salía á compras, llenando las funciones de administrador de la casa y en ciertas ocasiones de cocinero.

      Renovales lo había conocido al llegar á Roma. Era su mejor amigo. Mayor que él en diez años, mostraba Cotoner por el joven artista una adoración de discípulo y un afecto de hermano mayor. Toda Roma le conocía, riendo de sus pinturas (cuando pintaba, de tarde en tarde) y apreciando su carácter servicial, que dignificaba en cierto modo una existencia de parásito. Pequeño, regordete, calvo, con las orejas algo despegadas y una fealdad de fauno alegre y bondadoso, el signore Cotoner, al llegar el verano, encontraba siempre un refugio en el castillo de algún cardenal, en la campiña romana. Durante el invierno veíasele en el Corso, como una figura popular, envuelto en su macferlán verdoso, que agitaba las mangas con aleteo de murciélago. Había comenzado en su país como paisajista, pero quiso pintar figuras, igualarse á los maestros, y cayó en Roma acompañando al obispo de su tierra, que le consideraba una gloria de campanario. Ya no se movió de la gran ciudad. Sus progresos fueron notables. Conocía los nombres y las historias de todos los artistas; nadie podía medirse con él en punto á saber el modo de vivir en Roma con economía y dónde se encontraban las cosas más baratas. No pasaba un español por la gran ciudad que él no lo visitase. Los hijos de los pintores célebres le miraban como una especie de ama seca, pues á todos los había adormecido en sus brazos. El gran triunfo de su vida era haber figurado de Sancho Panza en la cabalgata del Quijote. Siempre pintaba el mismo cuadro, retratos del Papa en tres diversos tamaños, amontonándolos en el cuartucho que le servia de estudio y dormitorio. Los cardenales amigos, á los que visitaba con frecuencia, compadecíanse del povero signor Cotoner, y le compraban por unas cuantas liras un retrato del Pontífice, de horrible fealdad, regalándolo á una iglesia de aldea, donde la obra producía admiración por venir de Roma y ser nada menos que de un pintor amigo de Su Eminencia.

      Estas compras eran un rayo de alegría para Cotoner, que llegaba al estudio de Renovales con la frente alta y una sonrisa de falsa modestia.

      —He hecho una venta, chiquillo. Un Papa... el grande: el de dos metros.

      Y con súbita confianza en su talento, hablaba del porvenir. Otros deseaban medallas, triunfos en las exposiciones; él era más modesto. Se daba por contento con adivinar quién sería Papa cuando muriese el actual, para ir pintando retratos suyos, por docenas, con alguna anticipación. ¡Qué triunfo lanzar la mercancía al día siguiente del Conclave! ¡Una verdadera fortuna! Y conocedor de todos los cardenales, pasaba revista en su memoria al Sacro Colegio, con una tenacidad de jugador de lotería, dudando entre la media docena que aspiraban á la tiara.

      Vivía como un parásito entre los altos personajes de la Iglesia, pero era indiferente en religión, cual si el trato con aquéllos le hubiesen arrebatado toda creencia. El anciano vestido de blanco y los otros señores rojos, le infundían respeto porque eran ricos y servían indirectamente á su mísera industria de retratos. Toda su admiración era para Renovales. En los estudios de los otros artistas acogía las bromas mortificantes con su sonrisa plácida de eterno agradador; pero que no hablasen mal de Mariano, que no discutiesen su talento. Para él, Renovales sólo podía producir obras maestras, y en su ciega admiración, llegaba á extasiarse ingenuamente ante los cuadros de caballete que pintaba para su empresario.

      Algunas veces Josefina presentábase de improviso en el estudio de su marido, charlando con él mientras pintaba, alabando los lienzos que eran de asunto bonito. Prefería en estas visitas encontrarle solo, pintando de fantasía, sin otra ayuda que unas ropas puestas sobre un maniquí. Sentía cierta repugnancia por los modelos, y en vano intentaba Renovales convencerla de su necesidad. Él tenía talento para pintar cosas hermosas sin apelar al auxilio de aquellos tíos ordinarios, y sobre todo, de las mujeres, unas hembras mal peinadas, de ojos de brasa y dientes de loba, que le parecían temibles en la soledad y el silencio del estudio. Renovales reía. ¡Qué disparate! ¡Celosilla! ¡Como si él, con la paleta en la mano, fuese capaz de otros pensamientos que los de su arte!...

      Una tarde Josefina, al entrar de pronto en el estudio, vio sobre la tarima del modelo una mujer desnuda, tendida en unas pieles, mostrando las redondeces de su torso, de un color amarillento. La esposa apretó los labios y fingió no verla, oyendo con aire distraído á Renovales, que explicaba esta innovación. Estaba pintando una bacanal y le era imposible pasar adelante sin modelo. Era una necesidad: la carne no podía hacerse de memoria. La modelo, tranquila ante el pintor, sintióse avergonzada de su desnudez en presencia de aquella dama elegante, y luego de arrebujarse en las pieles, se ocultó tras un biombo, vistiéndose con apresuramiento.

      Renovales se serenó al volver á su casa, viendo que su mujer le recibía con la efusión de siempre, como si hubiera olvidado su disgusto de la tarde. Rió oyendo al famoso Cotoner; fueron después de la comida á un teatro, y al llegar la hora de dormir, el pintor ya no se acordaba de la sorpresa en el estudio. Comenzaba á dormirse cuando le alarmó un suspiro doloroso, prolongado, como si alguien se asfixiase junto á él.

      Al dar luz vió á Josefina con los puños en los ojos, derramando lágrimas, agitado su pecho por estremecimientos de angustia, moviendo los pies con una rabieta de niña, que apelotonaba las ropas de la cama echando abajo el rico edredón.

      —¡No quiero! ¡No quiero!—gemía con acento de protesta.

      El pintor

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