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Prueba de lo estéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba, que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebre la consumía, que su piel se pegaba á los huesos abrasada por el mal, y que en los accesos, á cada paso más frecuentes, sentía, ó como un ascua en sus entrañas, ó como un enorme témpano de hielo en su corazón, próximo á cesar de latir. ¿Iba á durar eternamente aquella infernal tortura? ¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaría de repente del todo, dejándola alzarse, fuerte y gozosa, en el ímpetu de la juventud, á disfrutar de la existencia, á reir, á correr, á saltar como los pájaros felices?

      Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesusa. En tal día, sus padres la abrumaban á regalos, inventaban caprichos para darse el gusto de satisfacerlos. Se armaba el belén, renovado siempre, siempre más lujoso, de más finas figuras, de más complicada topografía; pero aquel año, suponiendo que la enferma estaba cansada ya de tanto pastorcito y tanta oveja y tanto camello, discurrió la madre colocar un precioso Niño Jesús, de tamaño natural, joya de escultura, en un pesebre, sobre un haz de paja. La sencilla imagen atrajo á la abatida enferma. Parecía una criatura humana, allí echada, desnudita. Y al mirarla, al pensar que tendría mucho frío, Jesusa creyó adivinar por qué no la sanaba á ella Dios... No bastaba dar á otros niños limosna y socorro: era preciso ser como ellos, aceptar su estado, abrazarse á la humildad, á la necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente, la niña llamó á su madre y suplicó, trémula de ilusión y de deseo:

      —Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verás si sano... Ponme como están los niñitos pobres... Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No me tapes con nada, déjame tiritar...

      Resistíase la madre, temblando de miedo á la idea de su hija con frío y sobre unas tablas; pero, á pesar suyo, el loco ensueño también se apoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿quién sabe?... Las alas de la quimera batían misteriosamente el aire en derredor... Alejó á los criados, miró si nadie venía... y cargando el leve peso de la enferma, la tendió sobre la paja esparcida, en el mismo pesebre donde sonreía y bendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miró ansiosamente á la imagen, y después los cerró con lentitud. Su carita demacrada, crispada, expresó de pronto la mayor serenidad; una especie de beatitud bañó las facciones, iluminó la frente; un ligero suspiro salió de la cárdena boca... La madre, aterrada, se inclinó, la llamó por su nombre, la palpó... No respondía; el sueño se realizaba; los dolores de Jesusa habían cesado; no volvería á sufrir.

       Índice

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      El vicio del juego me dominaba.—Cuando digo el vicio del juego, debo advertir que yo no lo creía tal vicio, ni menos entendía que la ley pudiese reprimirlo sin atentar al indiscutible derecho que tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo que de ganarla. «De la propiedad es lícito usar y abusar», repetía yo desdeñosamente, burlándome de los consejos de algún amigo timorato.

      No obstante mi desprecio hacia el sentimiento general, procuraba por todos los medios que en mi casa se ignorase mi inclinación violenta. Habíame casado, loco de amor, con una preciosa señorita llamada Ventura; estrechaba más nuestra unión la dulce prenda de un niño que aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo á mis brazos; y por evitar á mi esposa miedo y angustia, escondía como un crimen mis aficiones, sorteando las horas para satisfacerlas. Precauciones idénticas á las que adoptaría si diese á mi mujer una rival, adoptaba para concurrir al Casino y otros centros donde se arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; é inventando toda clase de pretextos—negocios bursátiles, conferencias con amigos políticos, enfermos que velar, invitaciones que admitir—cohonestaba mis ausencias y explicaba de algún modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios, mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la alteración de mi sistema nervioso, quebrantado por la más fuerte y honda tal vez de las emociones humanas.

      Hacía tiempo que no poseía sino lo que al juego me granjeaba. Dueño de un mediano caudal, había ido enajenando mis fincas para cubrir pérdidas. Vino después una larga temporada de prosperidad, pero invertí las ganancias en valores fáciles de negociar, que ya mermaban recientes descalabros. Nada de esto notaba mi Ventura, porque, á semejanza de casi todas las mujeres, recibía de manos de su esposo el dinero sin preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva y feliz en su hogar, ni se la ocurría ni quizás deseaba conocer el estado de nuestros intereses. En las ocasiones felices, yo la traía ricas alhajas y la compraba lindos trajes; en los momentos de estrechez, una indicación mía bastaba para que ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con instintiva complicidad. Pero si mi esposa no me causaba inquietud y el desorientarla me parecía facilísimo, otra persona de la familia me inspiraba indefinible recelo.

      Era esta persona el hermano mayor de Ventura, mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento vivo y sagaz, de fogosa condición, á quien penas ignoradas, quizás dolorosos desengaños, impulsaron á abrazar el estado eclesiástico. Bernardo ejercía su ministerio con un celo abrasador, con sed de sacrificio que le consumía, demacrando su cuerpo y encendiendo en sus azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, al fijarse en mí, mostraban vislumbres de desconfianza y severidad. Indudablemente el santo altruista, consagrado á hacer el bien, olfateaba en mí la egoísta y desenfrenada pasión que teñía de un círculo de oscuro livor mis párpados y hacía temblar febrilmente mi mano cuando estrechaba la suya. Una desazón, un desasosiego parecido al del que con ropa sucia arrostra la luz del sol en un paseo concurrido, me asaltaban al encontrarme frente á frente con Bernardo. Este, que vivía fuera de Madrid, absorbido siempre por empresas de beneficencia, fundaciones de Asilos y Asociaciones caritativas, sólo venía á vernos dos veces al año; en Pascua de Resurrección y en Navidades.

      Acercábase precisamente esta solemne época del año, cuando la suerte, que ya se me había torcido, comenzó á mostrarse airada, contra mí. Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemente y dura, que arrebataba mis esperanzas todas. Fallaban mis más laboriosas martingalas; se malograban mis golpes de habilidad, mis corazonadas se desmentían y naipe que yo tocase era naipe funesto. Encarnizado en el desquite, me precipitaba con ciega cólera, obstinándome en despeñarme, agotando mis recursos, desafiando al porvenir. La intuición de que se me venía encima la catástrofe, redoblaba mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi palabra crecida suma, busqué un prestamista—el más usurero, el más infame—y sin vacilar, como quien cierra los ojos y se arroja á una sima, me abandoné á sus uñas, firmando cuanto quiso, comprometiendo mi honor á cambio de la inmediata posesión de la cantidad que necesitaba para saldar mi deuda en el Casino y tentar el golpe supremo. Estaba determinado á que no luciese para mí el día de confesarle á Ventura que nos aguardaba la miseria y la afrenta además. Cierto que á veces se me ocurría decirla: «Figúrate que yo era un negociante; he quebrado; es preciso resignarse y trabajar.»—Pero inmediatamente comprendía la imposibilidad, el absurdo de calificar de quiebra los resultados de mi desorden. Si caía á los pies de mi mujer revelando la verdad, tendría que implorar perdón, como cumple al que faltó á sus deberes. Antes morir, y morir me parecía la solución única del pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía tan claro como la luz que la muerte era precisa y natural consecuencia de mi modo de entender la vida, y el derecho de jugar, hermano del de suicidarse: ambos se reducían á uno solo... «Usar y abusar»... Y morir sin miedo.

      Con estos pensamientos volví á mi casa la tarde del día 24 de Diciembre, llevando en el bolsillo la cantidad obtenida del usurero. No bien entré en la antesala, sentí que me abrazaban á un tiempo por el cuello y por las piernas. El primer abrazo era el de la mujer amante, que unía su rostro al mío con arrebato mimoso; el segundo... ¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla, sino el nene, el muñeco que se ensaya en romper á andar y aun necesita agarrarse á algo para no caer de bruces?

      Sentí que el corazón se me hendía; sentí que me acudían lágrimas á los ojos; y apartándome bruscamente, por disimulo, exclamé:

      —¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?

      —Ha

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