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salido tan mono y tan bien adornado el Jesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas y esclavas de la rutina, murmuraron que le faltaban dijes de abalorio y talco y cintas de colores.—Y cuando Sor María se recogió á su celda y se arrodilló para rezar antes de extenderse en la pobre tarima, donde, sin regalo, casi sin abrigo, dormía el sueño de los ángeles, sintióse de repente profundamente triste, y le pareció que delante de ella se abría un abismo negro, muy hondo, y que la entraban ganas vehementes de morir. No penséis mal, oh escépticos, de Sor María. ¡No la creáis una monja liviana!

      No era el amor profano y su deleitosa copa lo que el tentador hacía girar ante sus ojos preñados de lágrimas de fuego. Tened por seguro que la pureza de Sor María llegaba al extremo de ignorar si renunciando al amor sacrificaba venturas. En el amor sólo sospechaba fealdades, desencantos, humillaciones y groserías indignas de un alma escogida y bien puesta. Lo que en aquel momento hacía sollozar á la monja era el instinto maternal, despertado con fuerza irresistible á la vista y al contacto del monísimo Jesusín...

      Y mal de su grado, ofuscada por la insidiosa tentación (solo el Maldito pudo infundirla tan trasnochados y estemporáneos pensamientos), Sor María no estaba á dos dedos de renegar de los votos y de las tocas y de los deberes que al convento la sujetaban. Nunca estrecharía contra su infecundo seno una tierna cabecita de rizada melena; nunca besaría una frente pura y celestial; nunca unos brazos mórbidos ceñirían su garganta. La única criatura que le había sido dado tener en brazos y á la cual pudo prodigar ternezas, era un chiquillo de palo, duro, frío, que ni respondía á las caricias, ni balbucía entrecortado el nombre de madre. Y Sor María, cada vez más hondamente desesperada, acordábase, en aquella hora fatal, de su propio hogar que había abandonado, y pensaba en el delirio con que su padre amaría á un nietezuelo, y lloraba con llanto más amargo, con lágrimas sangrientas, como lloraría una virgen de Israel, condenada á muerte, la esterilidad de su seno y la soledad eterna de su corazón, sentenciado á no probar nunca el más intenso y completo de los cariños femeniles...

      Mas he aquí que al hallarse Sor María fuera ya de sentido y á punto de rebelarse impíamente contra su destino y de romper su juramento de fidelidad al Divino Esposo, cuentan las crónicas (no sé si protestaréis los que lleváis sobre las pupilas la membrana del topo, la incredulidad) que la celda se iluminó con luz blanca y suave, y que de súbito el Niño del Misterio, no rígido é inmóvil en su invariable actitud, sino animado, hecho de carne, sonriendo, gorgeando, acariciando, salió de una nube ligera y se vino apresuradamente á los brazos de la monja.

      —Soy yo, tu Jesusín, el que nació hoy á las doce—parecía balbucir la criatura, halagando blandamente á Sor María. Y como ésta pagase con besos los halagos, el chiquillo rompió á llorar tiernamente, y la monja, olvidando sus propias lágrimas y su reciente desconsuelo, comenzó á bailar para entretenerle, á arrullarle, á cantarle, á contarle cuentos, y al fin le arropó en su cama, llegándole al calor de su propio cuerpo y recostándole sobre su pecho tibio, que henchían activas corrientes de vitalidad y de amor. Y allí se pasó la noche el pobre nene, hasta que la blanca aurora, que disipa las sombras y ahuyenta las tentaciones, lanzó sus primeras claridades al través de la reja, y la campana llamó al templo á las monjas, que se pasmaron del resplandor extático que brillaba en el hermoso semblante de Sor María...

      Desde entonces Sor María hace prodigios de austeridad, mortificación y penitencia. Sus rodillas están ensangrentadas, sus costados los desuella el cilicio, sus mejillas las empalidece el ayuno, su boca la contrae el silencio.—Pero todos los años, después de la misa del Gallo y el Misterio del pesebre, se repite la visita del Niño á la celda melancólica y solitaria, y por espacio de unas cuantas horas, Sor María se cree madre.

       Índice

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      Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!

      Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano ó de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir á su piel averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal;—todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cotejo de pasar rozando una pradería verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oir el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él—el manso, el resignado, el trabajador, el obediente—pensó hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter á coces y á muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!

      Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside á la existencia del jumento. Sí; lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía á creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese, lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre... Arriba con la carga; avante por la senda—y nada de protestas ni de quiméricos ensueños.

      Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, á medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas á palo seco en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de Diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado á una argolla de hierro, á la puerta de la conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpican las orillas de la carretera de Marineda á Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra ó de un estercolero, ó siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó á la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó á la pared, le amarró á la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.

      Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban á los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de

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