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Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan
Читать онлайн.Название Insolación y Morriña (Dos historias amorosas)
Год выпуска 0
isbn 4057664142146
Автор произведения Emilia Pardo Bazan
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Una peripecia nos detuvo breves instantes. Fué una pelea de mujerotas. Pelea muy rara: por lo regular, estas riñas van acompañadas de vociferaciones, de chillidos, de injurias, y aquí no hubo nada de eso. Eran dos mozas: una que tostaba garbanzos en una sartén puesta sobre una hornilla: otra que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás he visto en rostro humano expresión de ferocidad como adquirió el de la tostadora. Más pronta que el rayo, recogió del suelo la sartén, y echándose á manera de irritada tigre sobre la autora del desaguisado, le dió con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar un ay, corriéndole de la ceja á la mejilla un hilo de sangre; y trincando á su enemiga por el moño, del primer arrechucho le arrancó un buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las uñas de la mano izquierda: cayeron á tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes, hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie pensase en separarlas, y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como muertas, una con la oreja rasgada ya, otra con la sien toda ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se reían á carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se despedazaban las infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el mareo, á fuerza de repugnancia y lástima: me acordé de mi paisano Pardo, y de aquello del salvajismo y la barbarie española. Pero duró poco esta idea, porque en seguidita se me ocurrió otra muy singular: que las dos combatientes eran dos pescados grandes, así como golfines ó tiburones, y que á coletazos y mordiscos, sin chistar, estaban haciéndose trizas. Y este pensamiento me renovó la fatiga del mareo de tal modo, que arrastré á Pacheco.
—Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.
Preguntóme Don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los barracones donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que me encontraba perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades de la romería. Entramos en varias barracas y vimos un enano, un ternero de dos cabezas, y por último, la mujer de cuatro piernas, muy pizpireta, muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y que enseñaba sonriendo—la risa del conejo—sus dobles muñones al extremo de cada rodilla. En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza que nunca, la convicción de que me hallaba en alta mar, entregada á los vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del barracón había una serie de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo empeñada en que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al través de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza del Carrousel... el Arco de la Estrella... el Coliseo de Roma... y otros monumentos análogos. Las perspectivas arquitectónicas me parecían desdibujadas y confusas, con gran temblequeteo y vaguedad de contornos, lo mismo que si las cubriese el trémulo velo de las olas. Al volverme y fijarme en el costado opuesto de la barraca, los grandes espejos de rigolada, de lunas cóncavas ó convexas, que reflejaban mi figura con líneas grotescamente deformes, me parecieron también charcos de agua de mar... ¡Ay, ay, ay, qué malo se pone esto! Un terror espantoso cruzó por mi mente: ¿apostemos á que todas estas chifladuras marítimas y náuticas son pura y simplemente una... vamos, una filoxerita, como ahora dicen? ¡Pero si he bebido poco! ¡Si en la mesa me encontraba tan bien!
—Hay que disimular—pensé.—Que Pacheco no se entere... ¡Virgen, y qué vergüenza si lo nota!... Volver á Madrid corriendo... ¡Quiá! El movimiento del coche me pierde, me acaba, de seguro... Aire, aire... ¡Si hubiese un rincón donde librarse de este gentío!
O Pacheco leyó en mis pensamientos, ó coincidió conmigo en sensaciones, pues se inclinó y en el tono más cariñoso y deferente murmuró á mi oído:
—Hace aquí un calor intolerable... ¿Verdad que sí? ¿Quiere V. que salgamos? Daremos una vueltecita por la pradera y la alameda; estará más despejado y más fresco.
—Vamos—respondí fingiendo indiferencia, aunque veía el cielo abierto con la proposición.
VII
SALIMOS de la barraca y bajamos del cerro á la alameda, siempre empujados y azotados por la ola del gentío, cuyas aguas eran más densas según iba acercándose la noche. Llegó un momento en que nos encontramos presos en remolino tal, que Pacheco me apretó fuertemente el brazo y tiró de mí para sacarme á flote. Me latían las sienes, se me encogía el corazón y se me nublaban los ojos: no sabía lo que me pasaba: un sudor frío bañaba mi frente. Forcejeábamos deseando romper por entre el grupo, cuando nos paró en firme una cosa tremenda que se apareció allí, enteramente á nuestro lado: un par de navajas desnudas, de esas lenguas de vaca con su letrero de si esta víbora te pica no hay remedio en la botica, volando por los aires en busca de las tripas de algún prójimo. También relucían machetes de soldados, y se enarbolaban garrotes, y se oían palabras soeces, blasfemias de las más horribles... Me arrimé despavorida al gaditano, el cual me dijo á media voz:
—Por aquí... No pase V. cuidado... Vengo prevenido.
Le vi meter la mano en el bolsillo derecho del chaleco y asomarse á él la culata de un revólver: vista que redobló mi susto y mis esfuerzos para desviarme. No nos fué difícil, porque todo el mundo se arremolinaba en sentido contrario, hacia el lugar de la pendencia. Pronto retrocedimos hasta la alameda, sitio relativamente despejado. Allí y todo continuaban mis ilusiones marítimas dándome guerra. Los carruajes, los carros de violín, los ómnibus, las galeras, cuantos vehículos estaban en espera de sus dueños, me parecían á mí embarcaciones fondeadas en alguna bahía ó varadas en la playa, paquetes de vapor con sus ruedas, quechemarines con su arboladura. Hasta olor á carbón de piedra y á brea notaba yo. Que sí, que me había dado por la náutica.
—¿Vámonos á la orilla... allí, donde haya silencio?—supliqué á Pacheco.—¿Donde corra fresquito y no se vea un alma? Porque la gente me mar...
Un resto de cautela me contuvo á tiempo, y rectifiqué:
—Me fatiga.
—¿Sin gente? Dificilillo va á ser hoy... Mire V.—Y Pacheco señaló, extendiendo la mano.
Por la praderita verde, por las alturas peladas del cerro, por cuanta extensión de tierra registrábamos desde allí, bullía el mismo hormigueo de personas, igual confusión de colorines, balanceo de columpios, girar de tíos vivos y corros de baile.
—Hacia allá—murmuré—parece que hay un espacio libre...
Para llegar adonde yo indicaba, era preciso saltar un vallado, bastante alto por más señas. Pacheco lo salvó, y desde el lado opuesto me tendió los brazos. ¡Cosa más particular! Pegué el brinco con agilidad sorprendente. Ni notaba el peso de mi cuerpo; se había derogado para mí la ley de gravedad: creo que podría hacer volatines. Eso sí, la firmeza no estaba en proporción con la agilidad, porque si me empujan con un dedo, me caigo y boto como una pelota.
Atravesamos un barbecho, que fué una serie de saltos de surco á surco, y por senderos realmente solitarios fuimos á parar á la puerta de una casuca que se bañaba los piés en el Manzanares. ¡Ay, qué descanso! Verse uno allí casi solo, sin oir apenas el estrépito de la romería, con un fresquito delicioso venido de la superficie del agua, y con la media obscuridad ó al menos la luz tibia del sol que iba poniéndose... ¡Alabado sea Dios! Allá queda el tempestuoso Océano con sus olas bramadoras, sus espumarajos y sus arrecifes, y héteme al borde de una pacífica ensenada, donde el agua sólo tiene un rizado de onditas muy mansas que vienen á morir en la arena sin meterse con nadie...
¡Dale con el mar! ¡Mire V. que es fuerte