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á fin de no molestarme y con ademán de profundo respeto... ¡Valiente hipócrita está él! Nos miramos indecisos por espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante me preguntó en voz sumisa:

      —¿Doy orden de ir camino de la pradera?

      —Sí, sí... Dígaselo V. por el vidrio.

      Sacó fuera la cabeza y gritó:—«¡Al Santo!»—La berlina arrancó inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales exclamó Pacheco:

      —Veo que se ha prevenío V. contra el calor y el sol... Todo hace falta.

      Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de sorprendente) algo cohibida por la novedad de la situación. No se desalentó el gaditano.

      —Lleva V. ahí unas flores preciosas... ¿No sobraba para mí ninguna? ¿Ni siquiera una rosita de á ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?

      —Vamos—murmuré—que no es V. poco pedigüeño... Tome V., para que se calle.

      Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.

      —Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, ó con media hoja que V. le arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo lucirla... No se me va á sujetar en el ojal... A ver si V. consigue, con esos deditos...

      —Vamos, que V. no pedía tanto, pero quiere que se la prenda ¿eh? Vuélvase V. un poco, voy á afianzársela.

      Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor á pomada me subía al cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un modo expresivo é interrogador. En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir á la feria; pero ya...

      Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la Cebada á la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía á veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo á una no sé qué.

      —Nos toman por novios—advirtió dirigiéndose á mí.—No se ponga V. más colorada: es lo que le faltaba para acabar de estar linda—añadió medio entre dientes.

      Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos IV. Noté que Pacheco se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar las curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos puestos en mí con disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una fisonomía desconocida para leer en ella los pensamientos de la dueña. Yo también, á hurtadillas, procuraba enterarme de los más mínimos ápices de la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de razas que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol, casaban mal aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.

      —¿Es V. hijo de inglesa?—le pregunté al fin.—Me han contado que en la costa del Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al revés.

      —Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy español de pura sangre.

      Le volví á mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba haber oído á algún sabio de los que suele convidar á comer la Sahagún cuando no tiene otra cosa en que entretenerse, que es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que al contrario el tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón, porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos árabes. En efecto, los ingleses que yo conozco son por lo regular unos montones de carne sanguínea, que al parecer se escapa sola á la parrilla del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como ruedas de remolacha; las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan blancas, fastidian ya, porque eso de la frente pura está bueno para las señoritas, no para los hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un corte de labios sutil, y una sien hundida, y un cuello delgado y airoso como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo recreándome en las perfecciones de ese pillo?

      ¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se recuerda una decoración del teatro Real. Hervía la gente, y mirando hacia abajo, por la pradera y por todas las orillas de Manzanares no se veían más que grupos, procesiones, corrillos, escenas animadísimas de esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos, por ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el puente de Toledo, con sus retablazos, ó nichos, ó lo que sean aquellos fantasmones barrocos que le guarnecen á ambos lados, no está bien sin el rebullicio y la algazara de la gentuza, los chulapos y los tíos, los carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el puente tiene un encanto especial. Nuestro coche dió vuelta para tomar el camino de la pradera, y allí, en el mismo recodo, vi una tienda rara, una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos los tamaños, desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el bolsillo del pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de la fiesta, comprásemos una botita muy cuca que colgaba sobre el escaparate y la llenásemos de Valdepeñas: proposición que rechacé horrorizada.

      No sé quién fué el primero que llamó feas y áridas á las orillas del Manzanares, ni por qué los periódicos han de estar siempre soltándole pullitas al pobre río, ni cómo no prendieron á aquel farsante de escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le ofreció de limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan frescachón como nuestro Miño ó nuestro Sil; pero vamos, que no falta en sus orillas algún rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que convidan á descansar á la sombra, y unos puentes rústicos por entre los lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad es que acaso influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando el susto y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria. Varios motivos se reunían para completar mi satisfacción. Mi traje de céfiro gris, sembrado de anclitas rojas, era de buen gusto en una excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún no molestaba mucho; mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que antes me ponía miedo, iba pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues no se veía por allí ni rastro de persona regular que pudiese conocerme. Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún tertuliano de la Sahagún, ó vecina de butacas en el Real, que fuese luego á permitirse comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que interpretan y traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco le sirve á una mujer pasarse la vida muy sobre aviso, si se descuida una hora... (Sí, y lo que es á mí, en la actualidad, me caen muy bien estas reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas direcciones; y si algún hombre vestía americana, en vez de chaquetón ó chaquetilla, debía de ser criado de servicio, escribiente temporero, hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se tomaba un día de asueto y holgorio. Por eso, cuando á la subida del cerro, donde ya no pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina, parecíamos, por el contraste, pareja de archiduques que tentados de la curiosidad se van á recorrer una fiesta populachera, deseosos de guardar el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.

      En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería no tiene nada que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en sitios frescos, sombreados por castaños ó nogales, con una fuente ó riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto

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