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Aristóteles, Corneille, Bacon, Montaigne, Joubert, Massillón, San Agustín, Rousseau, Voltaire, Shakespeare, Juvenal, toda una legión, se agitaba, bullía, vibraba en aquel cerebro poderoso, hecho para los torneos y las epopeyas, para las recias batallas y las hondas lucubraciones.

      En sus manos eran a diario: el Tratado de la Naturaleza de Malebranche, Los Pensamientos de Marco Aurelio, la Historia de España de Mariana, los Epigramas de Marcial, las endechas de Massinger, el Capital de Marx, las elegías de Propercio, los Ensayos de Macaulay, las Observaciones de Llorente, el Catecismo de Lutero, todo le era familiar, conocido, íntimo, y consideraba los periódicos como soldados y los libros como hermanos.

      Para él todas las mujeres eran santas, todos los hombres buenos, todos los guerreros dignos, todos los oficios nobles, todas las cosas bellas.

      El reptil, a sus ojos, se convertía en ave; el barro en oro; el erizo en flor; el espectro en ángel.

      Su voluntad era granito; su espíritu, llama.

      Unía, a la calma de Massena, el arrojo de Murat.

      Aunaba, al candor de Carlos Dickens, la precisión de Víctor Hugo.

      Odiaba el estilo misoneico y la poesía macróstica.

      Admiraba más a Martos que a Castelar.

      Para sus compañeros y admiradores era inofensivo como la malva; para sus enemigos, venenoso como el quedec.

      Polígloto, enciclopédico, polílogo.

      En aquellos, atardeceres mincosos de la gran Metrópoli, en que Martí solía pasearse por las alamedas de Green Wood, ¡quién iba a imaginarse que de aquella mano tan sencilla pendía un mundo, que tras aquella cabeza silenciosa iba una bandada de águilas libertadoras!

      Su erudición, pasma. Si todos van contra él, él va contra todos. Tiene del ala y del hacha. De la roca y del torrente. De la hoja y del rayo. Ensalza, y va hasta lo infinito; derriba, y llega hasta el abismo. Cuando alaba encumbra; cuando analiza, despedaza. Su palabra, ora corre mansa, ora retumba; sus verbos, ora se deslizan, ora estallan. Algo como un trueno avanza por entre sus frases calológicas. Se siente calor de nube y rodar de cañones. Esculpe de una plumada; retrata de un brochazo. Tiene arranques sublimes en que parece que la tierra se levanta o el cielo se desploma. Tiene voces que gimen, términos que gritan, giros que rimbomban. Se escucha vuelo de pájaros y fuego de fusilería. Su dibujo es línea recta; su corte, el del diamante. Es paleta y es cincel. Es terso y es hondo. Palpita y regolfa. Su ritmo es una nave que se aleja; su dialéctica, escuadra que combate. Por entre la malla de su prosa hay pueblos que se hunden, ejércitos que se destrozan, mares que se revuelcan, bosques que caminan. Es raso y es acero. Es guzla y es clarín. Es halago y es centella. Escribe versos que enamoran, filípicas que entusiasman, libros que glorifican. Es diminuto y es excelso. Sencillo y complicado. Es león y paloma. Oruga y colibrí. A veces se detiene, como ante un precipicio; a veces corre veloz, como una locomotora. Mezcla lo alto y lo bajo, lo noble y lo ruin, la mariposa y el estiércol, la mirla y el escarabajo, el dicterio y la canción.

      Todo sale embellecido y purificado de aquella péñola incomparable, péñola que hoy bendice todo un pueblo, y es lumbre de la humanidad.

      Su vida fue un himno permanente a todos los derechos, eterna protesta a todas las iniquidades.

      Fue mentor augusto, patriota insigne.

      Fue principio y resumen. Alfa y Omega. Sacerdote y apóstol. Mecenas y Catón. Sufrió, amó, creó. Conoció lo pasado, vislumbró lo porvenir. Fue artista, gladiador, vidente. Se echó un mundo a la espalda y con él se le vio, radioso y fatigado, camino de la inmortalidad. Ante los obstáculos se duplicaba; ante los imposibles, no cedía. Enérgico, rápido, tenaz. Si nublado, se alzaba; si torrente, se sumergía. Para él era pira la existencia, átomo el universo, minutos las edades. Limpiaba, talaba, esclarecía. Hacía surgir proclamas de los muertos, lanzas de las tumbas, auroras de los antros, escuadrones de las piedras. Brotaba chispas su espada; relámpagos, su pensamiento.

      Dominó, coronó, ascendió.

      Y al caer, rota la frente, en un charco de sangre, hubo irrupción de llamas en el cielo, aglomeración de palmas en la tierra, condensación de recuerdos y sentimientos en el corazón de los americanos.

      Para llorar a Martí no son suficientes las lágrimas de todos los hombres ni el grito clamoroso de todos los siglos.

      ¡Santa memoria de Martí, bendita seas!

       Índice

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      En la Cámara de representantes de Cuba el 19 de mayo de 1910

      Señor Presidente y señores Representantes:

      Cuantos aquí nos congregamos, hacemos memoria, sin duda, de una sesión análoga a esta—igual a esta diría mejor—en el año precedente. El entonces designado para hablar de Martí, fue el señor Miguel Viondi, y los que aquí estamos y estábamos aquella tarde, recordamos cuán gratamente nos entretuvo; dando a su disertación el interés de la relativa novedad, única a que puede aspirarse cuando del Padre de nuestra Patria se trata hoy entre nosotros. Colocado se encontraba el señor Viondi en ventajosas condiciones para ello: amigo íntimo de Martí, lo había tratado durante largo tiempo y de la manera más estrecha y podía referirnos rasgos, de esos que parecen insignificantes, pero que mejor que ninguna otra cosa indican el temperamento y la condición peculiar de un personaje. Refiriéndonos historias de esa clase, podía entretenernos con algo nuevo que no supiéramos los demás, que pudiera servir para rectificar algún juicio de detalle y para confirmar, como no podía, menos de resultar confirmado, el juicio que en conjunto formáramos todos de antemano del hombre insigne cuyo nombre invocamos en estos instantes.

      En cambio, el que se ha designado para que lleve la palabra en el día de hoy, y de él os hable, se encuentra en condiciones más desventajosas, porque no tuvo la dicha de conocerlo, ni de vista; y porque de él sabe lo que sabemos todos; y de él no puede decir otra cosa que lo que está en la mente y en el corazón de todos. No era posible que en Cuba se ignorara quién fue Martí, cuál fue su obra y cuál su representación entre nosotros. Desde los más humildes—desde el punto de vista de la inteligencia—hasta los que pueden decirse próceres de esa inteligencia, muchos han hablado entre nosotros de aquel que por antonomasia se ha llamado el Maestro. Historia de su vida, antecedentes de su carrera política, antecedentes de la agitación que organizara y todos los detalles relativos a su participación en el movimiento revolucionario que definitivamente independizó a Cuba, son, para cuantos aquí estamos, cosas sabidas; e igualmente son sabidas por todos los cubanos. En tal concepto, al que no pueda referir algún aspecto de la vida personal de aquel gran cubano, a un auditorio distinguido como este, se le coloca en una situación verdaderamente difícil cuando se le hace hablar de Martí. El tema es atractivo, es simpático, y porque siempre ha sido tema atractivo y simpático, muchos lo han tratado, muchos lo han desarrollado. El terreno, de tal modo, está espigado por completo; y yo he de recomendarme a la benevolencia de ustedes para que con esa benevolencia se me perdone todo lo que en mi discurso no puede menos de ser una repetición.

      Pudiéramos dividir en tres partes, no iguales, cierta mente, un discurso como el que debo pronunciar en el día de hoy: en una se puede hablar de la vida de Martí; en otra, de su carácter y de los rasgos prominentes del mismo; en la tercera, de su obra. Digo que no pueden ser iguales, porque acaso algo pueda decirse más extensamente, con un relativo aire de novedad de la segunda y de la tercera; de la primera, imposible. Hacer aquí un resumen de su existencia, de todos conocida, sería hacer perder tiempo a los señores que me escuchan.

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