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y abundante que rodeaba una frente amplia y bombeada, ojos negros de mirada dulce y penetrante, tez blanca pálida, como son generalmente los cubanos, bigote negro y crespo y un óvalo perfecto redondeaba su fisonomía armoniosa y vivaz. En su cuerpo delgado predominaba el temperamento nervioso, que hacía rápidos todos sus movimientos y sus manos finas y alargadas revelaban al hombre culto consagrado a las tareas intelectuales. Llevaba como único adorno en uno de sus dedos un anillo de plata en el cual estaba grabada la palabra «Cuba».

      Cubrían los muros de su despacho estanterías de pino blanco, algunas de las cuales él mismo construyó, y en los pocos espacios libres que ellas dejaban colgaban retratos de los héroes de la revolución cubana que terminó con la paz del Zanjón, y entre los de varios literatos ocupaba lugar preferente el de Víctor Hugo.

      Constituían su biblioteca, en primer término, las publicaciones que se hacían en la América latina, cuyo progreso intelectual seguía con avidez, habiendo escrito juicios sobre muchas de ellas; pero tampoco faltaban los de la literatura norteamericana, cuya lengua conocía profundamente, aunque no fuera inclinado a hablarla. Su mesa de trabajo, sumamente sencilla, estaba siempre repleta de papeles que formaban sus numerosos trabajos de correspondencia para los periódicos de Cuba, Méjico, Guatemala, Argentina, y las revistas que bajo su dirección se publicaban en Nueva York, aparte de los documentos oficiales de su consulado. El único ornamento de ella era un tosco anillo de hierro que tuvo de grillete durante su prisión en la isla de Cuba, cuando aun era un niño, por causa de sus ideas liberales y que le fue regalado por su señora madre después de su deportación a España, para que le sirviera de amuleto en su peregrinación por la libertad de su patria.

      En aquel modesto despacho mantuvo por muchos años el fuego sagrado de la independencia cubana, sin que por un momento les hicieran desfallecer ni las disidencias entre sus propios amigos, muchos de los cuales creían utópica la revolución, ni el espectáculo de las fortunas que se acumulaban a su alrededor por todos los que consagraban su inteligencia y su autoridad a los negocios comerciales.

      Allí llegaban y eran cordialmente recibidos no solo los sudamericanos que deseaban un consejero honrado para orientarse en los caminos de la vida americana, sino todos los cubanos interesados en la política de su país. Allí conoció a Estrada Palma, que a la sazón ganaba su vida manteniendo un pensionado de enseñanza en el estado de Nueva Jersey, y a muchos otros después actuaron en la revolución. A todos recibía con los brazos y el corazón abiertos y para todos tenía no solo las hermosas palabras, sino la ayuda de su experiencia y aun de sus modestos recursos.

      Su fisonomía moral se caracterizaba por la más absoluta honestidad en todos los actos de su vida y por el mayor desprendimiento de sus propios intereses en favor del ideal a que había consagrado su existencia, la libertad de Cuba. Su espíritu eminentemente altruista, se asociaba a todos los dolores ajenos y a ellos llevaba el consuelo de su palabra inspirada; lo mismo compartía las alegrías de sus amigos. Su alma sensible y delicada sufría con las asperezas del alma yanqui, y nunca pudo fundirse en los moldes de ambición en que esta está vaciada. Recibió ofertas halagadoras para que pusiera su talento de escritor al servicio de intereses comerciales; pero jamás quiso desnaturalizar su pluma que solo debía servir para unir a la familia latinoamericana y para luchar por la libertad. Prefirió ser pobre con decoro (palabra que se encuentra en casi todos sus escritos) antes que sacrificar sus convicciones ni su tiempo a tareas menos nobles que aquella en que se había empeñado.

      Poseía un raro talento de asimilación y de generalización que le permitía abordar con brillo y con criterio sólido todos los problemas que en el orden político o sociológico entrañan el desenvolvimiento de las naciones y su memoria privilegiada le permitía recordar todo cuanto había pasado por el crisol de su inteligencia. Era raro hablarle de un libro recientemente publicado que él no lo conociera y sobre el cual pudiera expresar su propio juicio; así como conocía a todos los hombres que habían desempeñado un papel prominente en la vida de las naciones latinoamericanas.

      Su palabra era suave, fluida, límpida como su pensamiento, sin afectación ni rebuscamiento, y producía el encanto de una fuente cristalina que desciende en su curso halagando los sentidos. Cuántas veces en los días festivos, solíamos atravesar el río Hudson e internarnos en las hermosas arboledas de las Palisades o recorríamos las avenidas del Parque Central, y allí transcurrían insensiblemente las horas, bajo la influencia de su palabra sana y amena que hacía olvidar el bullicio de la metrópoli. Su oratoria sólida y rica en imágenes brillantes se derramaba como raudales de perlas y de flores, y su auditorio quedaba siempre cautivado por el encanto de ella. Recuerdo que en una conferencia que dio sobre Guatemala, con el propósito de reunir y vincular a los latinos residentes en Nueva York, tomó como tema las flores y los pájaros que adornaban el sombrero de una señorita allí presente, y sobre él hizo la pintura más hermosa que jamás haya leído de la naturaleza y de la sociedad centroamericana.

      La impresión que a todos nos produjo fue la de hacer olvidar que nos hallábamos bajo un cielo gris y helado, creyéndonos transportados a los trópicos, y solo volví a la realidad de nuestra existencia cuando sentí un «hurry up», pronunciado con áspero acento sajón por dos jóvenes que pasaban a mi lado.

      Era un trabajador infatigable y desde el alba que empezaba su labor con la lectura de los diarios hasta altas horas de la noche y a veces hasta la nueva aurora que solía sorprenderlo cuando, como él decía, se hallaba engolosinado por algún estudio en que ponía toda su alma para transmitirla a los lectores que el obligado por las visitas de sus amigos a quienes recibía con solícito cariño.

      Y no eran solo los trabajos literarios que ocupaban sus horas. Las dividía entre estos y las conferencias que daba a los cubanos pobres, en las que se esforzaba para vincular al elemento de color, con los de las clases superiores, porque unos y otros debían servir para preparar la revolución cubana que era el objeto de su permanencia en Estados Unidos.

      A pesar de los largos años que allí vivió, nunca pudo identificarse con la vida americana, porque su espíritu generoso y desinteresado era refractario a los procedimientos egoístas que constituyen el fondo del carácter de ese pueblo. Desconfiaba con las tendencias imperialistas de esa nación y creía que abrigaba propósitos absorbentes, contra los cuales las repúblicas latinas debieran estar prevenidas. Méjico, decía, solo ha podido evitar nuevas desmembraciones merced a una política hábil, en que sin resistir directamente, ha evitado la invasión de intereses americanos. Consideraba la conferencia monetaria internacional, iniciada por Blaine y a la que él fue delegado por el Uruguay, y yo lo fui por la Argentina, más como el medio de favorecer los intereses de los Estados Unidos platistas, que el de estrechar los vínculos de todas las naciones de América. Carece, pues, completamente de fundamento la versión de un escritor franco-argentino, de que Martí fuera partidario de la anexión de Cuba a los Estados Unidos, cuando, por el contrario, veía en ellos un peligro para la independencia. Creo, sin embargo, que sus temores eran infundados a este respecto, como lo ha demostrado la conducta de aquella nación, para terminar la guerra y establecer el gobierno propio de la isla y estoy convencido de que no tienen ambiciones de predominio sobre la América latina. Mr. Elihu Root me dijo durante su visita a esta capital, que los Estados Unidos nunca anexionarían a Cuba y tengo la más absoluta confianza en la sinceridad de este gran estadista americano.

      Los últimos años de la vida de Martí en Nueva York me son poco conocidos. Su última carta me revelaba un estado moral deprimido por el exceso del trabajo, que había creado en su organismo una excitación nerviosa. «Tengo horror a la tinta, me decía, y desearía huir a los bosques, aunque me crecieran las barbas verdes, para no ver papeles ni sentir las fealdades de las gentes». Pasaron algunos años, durante los cuales solo tuve noticias de él por intermedio de un amigo, cuando un día recibí un telegrama en que me decía: «deberes ineludibles me llaman a mi patria y necesito su ayuda, mándeme por cable quinientos dólares». Mi situación en aquel momento era difícil y me fue imposible ayudarlo. Tengo, pues, el remordimiento de no haber contribuido con esa suma a la independencia de Cuba, puesto que en esos días salía Martí de Nueva York para reunirse con el general Máximo Gómez e invadir la isla, iniciando la nueva insurrección que dio por resultado la terminación del dominio español.

      La noticia de

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