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para "romper y cultivar la tierra". Además, las nuevas poblaciones recibieron un terreno amplio para ejidos y pastos.12

      En la primera época de la colonización, principalmente en el siglo XVI y principios del XVII, hubo varias formas de adquirir propiedad privada sobre la tierra: una era la compra o renta de terrenos a los propietarios indígenas, consideradas como un procedimiento preliminar a la titulación formal por las autoridades coloniales; así se crearon vastas propiedades civiles o eclesiásticas. Otro modo de poseer las tierras fue el uso de los privilegios otorgados por la encomienda o las posiciones de autoridad política, ya que la encomienda no permitía la propiedad pero facilitaba su adquisición; un tercer método fue la recepción de una merced real.

      Con el paso del tiempo, la hacienda dejó de ser una mera "tierra de labor" o "estancia de ganado", tal y como la documentación del siglo XVI y principios del XVII la menciona, para transformarse en una unidad de producción independiente. En adelante fue un territorio permanentemente habitado, con zonas de barbecho y cultivo, trojes donde guardar los productos de las cosechas, viviendas para los propietarios y administradores, chozas para los trabajadores e instalaciones para las herramientas y pequeñas artesanías.

      Podemos plantear, en consecuencia, siguiendo los lineamientos de la mayoría de los autores, que la hacienda, considerada como la unidad fundamental de la estructura agraria mexicana por más de tres siglos, tenía una matriz básica, compuesta de una serie de elementos esenciales —como la propiedad privada sobre la tierra, el control de la fuerza de trabajo y los mercados—, a partir de los cuales se desplegaba un amplio abanico de combinaciones probables, que variaban según el tiempo y el lugar.

      Siguiendo a Nickel, la hacienda tenía también características estructurales secundarias, como eran la extensión de sus tierras, la elección del cultivo y volumen de la producción, el origen del capital, el ausentismo de los propietarios, la presencia del arrendamiento, el nivel de autarquía económica adquirido, la producción autoconsumida, el grado de división del trabajo, el equipamiento de la explotación y las técnicas de trabajo empleadas. La combinación de las variables primarias y secundarias daba lugar a diferentes tipos de haciendas.

      Para Marco Bellingeri e Isabel Gil Sánchez la hacienda dividía sus tierras en tres áreas, la explotada directamente, tanto para cultivar la producción mercantil como la de autoconsumo; la otorgada en arrendamiento, mediería o aparcería; y la de reserva, para hacer frente a los cambios en los precios y en la demanda:

      Para otra pareja de autores, Juan Felipe Leal y Mario Huacuja, la hacienda nunca fue una institución estática, dado que sufrió cambios y modificaciones a lo largo de su existencia, y su historia fue diferente en el centro, en el norte y en el sur del país. Las haciendas adquirieron una creciente especialización en su producción, pero aun así tenían "una matriz básica, constante y característica".

      A diferencia de otros autores, destacan el papel del acasillamiento; y resaltan, lo mismo que Bellingeri y Gil Sánchez, cómo la racionalidad económica de las haciendas se apoyaba en la existencia de tres sectores en la producción, que estaban bien diferenciados, y a pesar de ser contradictorios, eran complementarios. Un sector de explotación directa, otro de explotación indirecta y uno más de reserva. El primero tenía las mejores tierras, húmedas o irrigadas, bien comunicadas, explotadas directamente por la administración y cuya producción se orientaba tanto al mercado como al autoconsumo.

      El segundo sector era de tierras pobres y sin infraestructura, que el hacendado daba en arrendamiento, aparcería o colonato, del que obtenía rentas en dinero, en especie o en trabajo, y cuya existencia estaba determinada por la necesidad de contar con trabajadores en ciertas fases del ciclo agrícola. El tercer sector era el de tierras de reserva.

      Ante los cambios del mercado o de los precios, los hacendados respondían con la variación de la extensión de cada uno de estos sectores. Por eso, las haciendas eran "unidades económicas fundamentalmente mercantiles", ya que la producción para autoconsumo estaba subordinada a la de mercancías. A fines del siglo XIX, durante el porfiriato, con mayor integración del país, el crecimiento de las ciudades y la mejoría del transporte gracias a los ferrocarriles, fue posible la salida de los productos a áreas lejanas del mercado nacional e, incluso, la exportación de muchos cultivos; por lo que se acentuaron los rasgos mercantiles de las haciendas.

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