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pero nosotras lo guardaremos…. ¿Verdad Esperanza que tú no dirás nada?

      Y la escuálida chiquilla miraba maliciosamente a su amiga gozándose en su mal humor y en la inquietud de Ramoncito.

      —Yo no tengo gana de saber nada.

      —Ya lo oye usted, Ramón. Esperanza no tiene gana de oir hablar de sus novias. Yo bien sé por qué es, pero no lo digo….

      —¡Qué tonta eres, chica!—exclamó aquélla con verdadero enojo.

      El joven concejal quedó lisonjeado por tal advertencia que venía de una amiga íntima. Creyó, sin embargo, que debía cambiar la conversación a fin de no echar a perder su pretensión, pues veía a Esperanza seria y ceñuda.

      —Pues no crean ustedes que es tan difícil declararse a la Tosti y que ella responda que sí…. Y si no … ahí tienen ustedes a Pepe Castro, que puede dar fe de lo que digo.

      —Es que Pepe Castro no es usted—manifestó la niña de Calderón con marcada displicencia.

      Maldonado cayó de la región celeste donde se mecía. Aquella frase punzante dicha en tono despreciativo le llegó al alma. Porque cabalmente la superioridad de Pepe Castro era una de las pocas verdades que se imponían a su espíritu de modo incontrastable. Pudiera ofrecer reparos a la de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegar jamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia, despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, que caracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado. Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosa existencia. No pudo contestar; tal fué su emoción.

      Clementina estaba triste, inquieta. Desde que había entrado en casa de su cuñada, buscaba pretexto para irse. Pero no lo hallaba. Era forzoso resignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos. Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta la había dejado en cuanto entró el padre Ortega. Su cuñada estaba secuestrada por el general Patiño, que le explicaba minuciosamente el modo de criar a los ruiseñores en jaula. Las dos chicas de Alcudia que tenía al lado parecían de cera, rígidas, tiesas, contestando por monosílabos a las pocas preguntas que las dirigió. Una sorda irritación se iba apoderando poco a poco de ella. Dado su temperamento, no se hubieran pasado muchos minutos en echar a rodar todos los miramientos y largarse bruscamente. Alas al oir el nombre de Pepe Castro levantó la cabeza vivamente y se puso a escuchar con ávida atención. La reticencia de Ramoncito la puso súbito pálida. Se repuso no obstante en seguida, y, entrando en la conversación con amable sonrisa, dijo:

      —Vaya, vaya, Ramón; no sea usted mala lengua…. ¡Pobres mujeres en boca de ustedes!

      —No se habla mal sino de la que lo merece, Clementina—respondió éste animado por el cable que impensadamente recibía.

      —De todas hablan ustedes. Me parece que su amiguito Pepe Castro no es de los que se muerden la lengua para echar por el suelo una honra.

      —Clementina, hasta ahora no le he cogido tras de ninguna mentira. Todo

       Madrid sabe que es hombre de mucha suerte con las mujeres.

      —¡No sé por qué!—replicó con un mohín de desdén la dama.

      —Yo no soy inteligente en la hermosura de los hombres—manifestó el joven riendo su frase—, pero todos dicen que Pepito es guapo.

      —¡Ps!… Será según el gusto de cada cual … y que me dispense Pacita, que es su pariente. Yo formo parte de esos todos y no lo digo.

      —La verdad es—apuntó Esperancita tímidamente—que Pepito no pasa por feo…. Luego, es muy elegante y distinguido, ¿verdad tú?

      Y se dirigió a Pacita, poniéndose al mismo tiempo levemente colorada.

      Clementina le dirigió una mirada penetrante que concluyó de ruborizarla.

      —¿De qué se habla?—preguntó Cobo Ramírez acercándose al corro.

      Casi nunca se sentaba en las tertulias. Le placa andar de grupo en grupo, resollando como un buey, soltando alguna frase atrevida en cada uno. La faz de Ramoncito se nubló al aproximarse su rival. Este no dejó de notarlo y le dirigió una mirada burlona.

      —Vamos, Ramoncillo, dí; ¿cómo te arreglas para tener tan animadas a las damas? Me acaba de decir Pepa que vas echando ingenio.

      —No, hombre; ¿cómo voy a echarlo si lo tienes tú todo?—profirió con irritación el concejal.

      —Vaya, chico, si es que te azaras porque yo me acerco, me voy.

      Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostro anguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha de saberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de un académico de la lengua, que no se decía azararse, sino azorarse.

      —Querido Cobo—dijo echándose hacia atrás con la silla y mirándole con fijeza burlona—. Antes de hablar entre personas ilustradas, creo que debieras aprender el castellano…. Digo … me parece….

      —¿Pues?—preguntó el otro sorprendido.

      —No se dice azarar, sino azorar, queridísimo Cobo. Te lo participo para tu satisfacción y efectos consiguientes.

      La actitud de Ramoncito al pronunciar estas palabras era tan arrogante, su sonrisa tan impertinente, que Cobo, desconcertado por un momento, preguntó con furia:

      —¿Y por qué se dice azorar y no azarar?

      —¡Porque sí!… ¡Porque lo digo yo!… ¡Eso!…—respondió el otro sin dejar de sonreír cada vez con mayor ironía y echando una mirada de triunfo a Esperanza.

      Se entabló una disputa animada, violenta, entre ambos. Cobo se mantuvo en sus trece sosteniendo con brío que no había tal azorar, que a nadie se lo había oído en su vida y eso que estaba harto de hablar con personas ilustradas. El joven y perfumado concejal le respondía brevemente sin abandonar la sonrisilla impertinente, seguro de su triunfo. Cuanto más furioso se ponía Cobo, más se gozaba en humillarle delante de la niña por quien ambos suspiraban.

      Pero la decoración cambió cuando Cobo irritadísimo, viéndose perdido, llamó en su auxilio al general Patiño.

      —Vamos a ver, general, usted que es una de las eminencias del ejército, ¿cree que está bien dicho azorarse?

      El general, lisonjeado por aquella oportuna dedada de miel, manifestó dirigiéndose a Maldonado en tono paternal:

      —No, Ramoncito, no: está usted en un error. Jamás se ha dicho en España azorar.

      El concejal dió un brinco en la silla. Abandonando súbito toda ironía, echando llamas por los ojos, se puso a gritar que no sabían lo que se decían, que parecía mentira que personas ilustradas, etc., etc…. Que estaba seguro de hallarse en lo cierto y que inmediatamente se buscase un diccionario.

      —El caso es, Ramoncito—dijo D. Julián rascándose la cabeza—, que el que había en casa hace ya tiempo que ha desaparecido. No sé quién se lo ha llevado…. Pero a mí me parece también, como al general, que se dice azarar….

      Aquel nuevo golpe afectó profundamente a Maldonado, que, pálido ya, tembloroso, lanzó con voz turbada un último grito de angustia.

      —¡Azorar viene de azor, señores!

      —¡Qué azor ni qué coliflor, hombre de Dios!—exclamó Cobo soltando una insolente carcajada—. Confiesa que has metido la patita y dí que no lo volverás a hacer.

      El despecho, la ira del joven concejal no tuvieron límites. Todavía luchó algunos momentos con palabras y ademanes descompuestos. Pero como se contestase a sus enérgicas protestas con risitas v sarcasmos, concluyó por adoptar una actitud digna v despreciativa, mascullando palabras cargadas de hiel, los

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