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comenzó a repartir apretones de manos de un modo tan distraído que ofendía. Únicamente cuando saludó a Pepa Frías dió señales de animación. Esta le preguntó en voz baja tuteándole:

      —¿Cómo vienes de frac?

      —Voy a comer a la embajada francesa.

      —¿Vas luego a casa?

      —Sí.

      Este diálogo rapidísimo en voz imperceptible fué observado por el duque, quien acercándose a Pinedo le preguntó con reserva y haciendo una seña expresiva:

      —Diga usted, ¿Arbós y Pepa Frías?…

      —Hace ya lo menos dos meses.

      La mirada que el banquero le echó entonces a la viuda no fué de la calidad de las anteriores. Era ahora más atenta, más respetuosa y profunda, quedándose después un poco pensativo. Calderón se había acercado al ministro y le hablaba con acatamiento. Salabert hizo lo mismo. Pero el personaje no tenía ganas de hablar de negocios o por ventura le inspiraba miedo el célebre negociante. La prensa hacía reticencias malévolas sobre los negocios de éste con el Gobierno. Por eso, a los pocos momentos, se fué en pos de Pepa Frías y se pusieron a cuchichear en un ángulo de la estancia.

      Clementina estaba cada vez más impaciente, con unos deseos atroces de marcharse. Dejaba de hacerlo por el temor de que su padre la acompañase. El ministro se fué a los pocos minutos, repartiendo previamente otros cuantos apretones de manos con la misma distracción imponente, mirando, no a la persona a quien saludaba, sino al techo de la estancia. Entonces el duque se apoderó de Pepa Frías, mostrándose con ella tan galante y expresivo, como si fuese a hacerle una declaración de amor. El general, observándolo, dijo a Pinedo:

      —Mire usted al duque, qué animado se ha puesto. De fijo le está haciendo el amor a Pepa.

      —No—respondió gravemente el empleado—. A lo que está haciendo el amor ahora es al negocio de las minas de Riosa.

      La viuda anunció al cabo en voz alta que se iba.

      —¿Adonde va usted, Pepa, en este momento?—le preguntó el banquero.

      —A casa de Lhardy a encargar unas mortadelas.

      —La acompaño a usted.

      —Vamos; le convidaré a tomar unos pastelitos.

      Al duque le hizo mucha gracia el convite.

      —¿Vienes, chiquita?—le dijo a su hija.

      Clementina aún pensaba quedarse un rato. Pepa, al tiempo de salir del brazo del banquero, dijo en alta voz volviéndose a los Presentes:

      —Conste que no vamos en coche.

      Lo cual les hizo reir.

      —Conste—dijo el duque riendo—que esto lo dice por adularme.

      —Que se explique eso: no hemos comprendido …—gritó Cobo Ramírez.

      Pero ya el duque y Pepa habían desaparecido detrás de la cortina. Clementina aguardó sólo cinco minutos. Cuando presumió que ya no podía tropezar en la escalera a su padre, se levantó, y pretextando un quehacer olvidado, se despidió también.

       Índice

      #La hija de Salabert.#

      Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar un suspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en la plaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a su pensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabeza con inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía. En la puerta de una de las primeras casas y mejores de la calle, se detuvo, miró rápida y disimuladamente a entrambos lados y penetró en el portal. Hizo una seña casi imperceptible de interrogación al portero. Este contestó con otra de afirmación llevándose la mano a la gorra. Lanzóse por la escalera arriba. Subió tan de prisa, sin duda para evitar encuentros importunos, que al llegar al piso segundo le ahogaba la fatiga y se llevó una mano al corazón. Con la otra dió dos golpecitos en una de las puertas. Al instante abrieron silenciosamente: se arrojó dentro con ímpetu, cual si la persiguiesen.

      —Más vale tarde que nunca—dijo el joven que había abierto, tornando a cerrar con cuidado.

      Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular, delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigote retorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por el medio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esos soldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipo militar afeminado. También parecía su rostro al que suelen poner los sastres a sus figurines; y era tan antipático y repulsivo como el de ellos. Vestía un batín de terciopelo color perla con muchos y primorosos adornos; traía en los pies zapatillas del mismo género y color con las iniciales bordadas en oro. Advertíase pronto que era uno de esos hombres que cuidan con esmero del aliño de su persona; que retocan su figura con la misma atención y delicadeza con que el escultor cincela una estatua; que al rizarse el bigote y darle cosmético creen estar cumpliendo un sagrado e ineludible deber de conciencia; que agradecen, en fin, al Supremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuran en cuanto les es dado mejorar su obra.

      —¡Qué tarde!—volvió a exclamar el apuesto caballero dirigiéndola una mirada fija y triste de reconvención.

      La dama le pagó con una graciosa sonrisa, replicando al mismo tiempo con acento burlón:

      —Nunca es tarde si la dicha es buena.

      Y le tomó la mano y se la apretó suavemente, y le condujo luego sin soltarle al través de los corredores, hasta un gabinete que debía ser el despacho del mismo joven. Era una pieza lujosa y artísticamente decorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro, prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce; sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio de nogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunos libros, hasta dos docenas aproximadamente. Suspendidos del techo por cordones de seda y adosados a la pared veíanse algunos arneses de caballo, sillas de varias clases, comunes, bastardas y de jineta con sus estribos pendientes, frenos de diferentes épocas y también países, látigos, sudaderos de estambre fino bordados, espuelas de oro y plata; todo riquísimo y nuevo. Las aficiones hípicas del dueño de aquel despacho se delataban igualmente en los pasillos, que desde la puerta de la casa conducían allí; por todas partes monturas colgadas y cuadros representando caballos en libertad o aparejados. Hasta sobre la mesa de escribir, el tintero, los pisapapeles y la plegadera estaban tallados en forma de herraduras, estribos o látigos. Al través de un arco con columnas, mal cerrado por un portier hecho de rico tapiz en el que figuraban un joven con casaca y peluca de rodillas delante de una joven con traje Pompadour, veíase un magnífico lecho de caoba con dosel.

      Así que llegaron a esta cámara, la dama se dejó caer con negligencia en una butaquita muy linda y volvió a decirle con sonrisa burlona:

      —¡Qué! ¿no te alegras de verme?

      —Mucho; pero me alegraría de haberte visto primero. Hace hora y media que te estoy esperando.

      —¿Y qué? ¿Es gran sacrificio esperar hora y media a la mujer que se adora? ¿Tú no has leído que Leandro pasaba todas las noches el Helesponto a nado para ver a su amada?… No; tú no has leído eso ni nada…. Mejor: yo creo que te sentaría mal la ciencia. Los libros disiparían esos colorcitos tan lindos que tienes en las mejillas, te privarían de la agilidad y la fuerza con que montas a caballo y guías los coches…. Además, yo creo que hay hombres que han nacido para ser guapos, fuertes y divertidos, y uno de ellos eres tú.

      —Vamos, por lo que estoy viendo me consideras como un bruto que no conoce ni la A—respondió triste y amoscado el joven, en pie frente

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