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un vestido blanco con ribetes de organdí y una caradura enorme. Un año atrás, cuando quisieron escolarizarla en el mismo centro al que acudía Conchita, montó tal bronca que don Federico, quizá inspirado también en su rampante anticlericalismo, gritó para disgusto de la muy católica doña Vicenta: «Se acabaron las monjas. Ninguna de las dos vuelve a semejante colegio, donde son capaces de torturar». Y puso a las niñas una maestra particular. Desde entonces, Isabelita se cree que la libertad es algo relativamente fácil de conseguir. Que basta con llorar, gritar o patalear para alcanzarla.

      —¡Yo sí bailo!

      —Tú eres muy chica, Isabelita. Déjame a mí –irrumpe doña Vicenta y arroja al joven Alba al centro de la pista al compás del novísimo pasodoble El gato montés, del maestro Penella.

      Échale más valor,

      búscale sin temor.

      Anda, recréate en la suerte

      y olvida que la muerte

      acecha a perderte.

      Piénsalo y párate.

      Mátalo a volapié.

      Anda, no ves que ya se humilla,

      busca que ruede sin puntilla.

      Suena un ¡olé! y la plaza entera

      es un clamor toda puesta en pie.

      El flácido adolescente no sabe qué hacer, pero se deja arrastrar a la pista con la cara encarnada y los labios apretados. Vicenta tiene 46 años y es la esposa del hombre más poderoso de la Vega. Los que la conocen poco, dicen que está medio loca desde hace quince años, cuando me perdió por una mala fiebre. Otros, que conocen su historia aún menos, rumorean que Federico envenenó en 1894 a su primera esposa, Matilde, rica e infértil, para quedarse con su dinero y contraer con la atractiva maestra, que había llegado a Fuente Vaqueros un año antes. Matilde nunca había estado enferma. Se la llevó de repente, y con sólo 33 años, una obstrucción intestinal que fácilmente pudo haber sido provocada por la ingesta de ruibarbo o abrótano, plantas que proliferan en los campos de la Vega granadina. Con esos antecedentes, es comprensible que el chaval baile el pasodoble con la espalda más estirada que un mármol, con miedo a que don Federico le reviente el corazón de una puñalada por bailar un agarrao con su mujer desvariada.

      —¿Tú sabes quién soy yo? –le pregunta Vicenta.

      —Claro, señora.

      —¿Y tú sabes que yo también sé quién eres tú?

      —No, señora.

      —«Piénsalo y párate. Mátalo a volapié. Anda, no ves que ya se humilla» –canta la señora acompañando a la orquesta.

      Al adolescente bailaor Alejandro Alba le empiezan a dar temblores. La mujer de Federico García, es verdad, está rematadamente loca. Quizás el hijo perdido, quizás el asesinato de su antecesora en el lecho conyugal.

      —Tienes... diecisiete años. ¿Verdad, Alejandro?

      —Sí...

      —¿Qué tal la tía Frasquita?

      —Bien...

      —¿Te gusta mi hija Concha?

      El chaval no sabe qué decir. Esas preguntas no se hacen.

      Negro carbón del toril,

      igual que un ciclón,

      el torito aquel pisa el redondel

      y es un león.

      La canción se acaba, pero Vicenta Lorca sigue bailando. Mamá es ciclotímica. O algo peor. A veces se empoza en una tristeza de niebla densa. Otras parece un jilguero escapado de la jaula. El Lucero dice que madre es como Granada: tenebrosa o flameante, sin términos medios. Hoy Vicenta se ha levantado con el ánimo jilguero, y al chaval Alejandro Alba, de los Alba de Romilla, le toca pagar el pato en la pista de baile.

      Sale a correr con alegría,

      sueña la plaza es mía,

      y el matador, que desconfía,

      dice al pasar con valentía:

      «Sin compasión te he de matar».

      —Uy, Conchita. Conchita no necesita un pretendiente. Necesita un domador de circo sin látigo. ¿Entiendes?

      —No, doña Vicenta. A decir verdad, no entiendo nada.

      El diputado Trescastro es de los que alimentan especies acerca de los García Lorca, aunque ahora se ha acercado al bar para traerle a don Federico una copa de chinchón. Según el testaferro de Alejandro Roldán, aficionado a la Cábala, las fechas delatan la conspiración asesina. El padre de Matilde, el acaudalado Manuel Palacios, muere en 1891. Sólo un año más tarde, Vicenta gana plaza de maestra en Fuente Vaqueros, un traslado fácil de conseguir cuando se tiene la influencia política de la que goza el liberal don Federico. Apenas dos años después, Matilde fallece repentinamente con 33 años y una salud portentosa, sólo tiznada por su esterilidad. Había redactado su testamento la víspera misma de su muerte, dejándolo todo a su marido. Don Federico se convierte, por herencia de su esposa, en un viudo rico y le bastan 30 meses de luto para volver a pasar por vicaría de la mano de Vicenta, maestra pobretona pero dotada de excelentes virtudes conejiles para la conservación de la especie. A medida que el tiempo pasa, el bulo se va llenando de invenciones y detalles, y en algunas esquinas he oído versiones que alcanzan el rango de verdadera poesía popular.

      Don Federico conoce los chismes, pero le importan un carajo. A Federico García Rodríguez le importan otras cosas.

      —Algún día habrá que cambiarle el nombre a este pueblo –dice mirando la parte pobre de la plaza, donde bailan y hacen hogueras los gitanos y los alpargateros.

      —¿Cambiarle el nombre a Asquerosa? ¿Qué dice usted?

       –pregunta Trescastro con la copa de coñac recalentándose en su mano y una mueca incrédula bajo el bigote.

      —Mi hija Conchita me lo ha pedido. Dice que en Granada la llaman asquerosa.

      —Los de Asquerosa son asquerosos. Es el gentilicio. ¿Ha bebido usted, patrón?

      —Yo no bebo –responde Federico echando un trago al chinchón–. Una adolescente no debe tener casa en un pueblo que se llame Asquerosa. Y yo no pienso vender la huerta ni la casa. Así que el pueblo de mi hija se va a dejar de llamar Asquerosa.

      —¿Y cómo va a llamarse?

      —Villarrubio. Voy a plantar tanto tabaco rubio en Asquerosa que no va a quedar otro remedio que llamarlo Villarrubio. Villarrubio es bonito y original y... –se atusa el gran bigote–. Lo llevo pensando un tiempo. No está bien que nuestras muchachas se críen en un pueblo que se llama Asquerosa, coño.

      Desde el lado pobre de la plaza, el campesino José Daza intenta llamar la atención de don Federico, pero éste anda demasiado abstraído en su rebeldía toponímica como para ver otra cosa que no sean las hogueras. Acompañado de un campesino joven, alto y fuerte, con un niño colgado de la pernera del pantalón, Daza se acerca al cordal clasista que divide la plaza.

      —Eh, vosotros. A no molestar –les relincha uno de los guardiaciviles que protegen la frontera.

      Olmo le devuelve al tricorneado una mirada fusilera desde sus ojos grandes y de hondura líquida y agitanada. Al sentir el revuelo, don Federico repara en ellos.

      —Disculpa, diputado. Voy a saludar a un amigo.

      —No se mezcle usted con los alpargateros, don Federico. No le conviene.

      —¿Me estás dando un consejo, diputado provincial?

      —Siento haberle ofendido –responde Trescastro sin dejar de sonreír.

      —No me ofendes nunca –posa la mano García en el hombro de Trescastro–. Respecto a lo que viniste a averiguar, dile a Roldán que sí, que me presento en noviembre a concejal

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