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el conde de Romanones, liberal, que intentaba desarrollar un plan de obras públicas y otro de educación para sacar a España de su sucia pereza eclesial y terrateniente. Romanones lo intentaba sin mucha convicción ni demasiado éxito. Los condes liberales, aunque al principio parezcan un ímpetu subido a un alazán, son gentes que se cansan enseguida.

      Tampoco es que la Historia se lo pusiera fácil al tal Romanones en su tibio afán por modernizar España. La Restauración de la monarquía española en el ya lejano 1874 sólo fue posible gracias al apoyo de la Iglesia a los Borbones. A cambio, los obispos exigieron a Cánovas que volviera a suprimir la libertad de cátedra. Así la Iglesia se aseguraba el control del sistema educativo para que la incultura se expandiera como Dios manda. En 1875, los mejores cerebros del país fueron expulsados de las universidades. Algunos se rebelaron. Como Francisco Giner de los Ríos, que fundó la Institución Libre de Enseñanza, abriendo un pequeño resquicio de racionalidad entre tanto acientífico fervor sotanero. Cuarenta años después, Romanones se daba cuenta de que España no se desbravaría si no se ponía algo de coto a la educación superchera y sin método que administraban curitas poco preparados o muy pudorosos con su saber.

      En la confusión de la Gran Guerra, los empresarios, industriales y terratenientes de nuestro neutral país se dedicaron a vender y traficar materias primas y alimentos hacia los frentes, hacia cualquier frente, dependiendo de quien mejor pagara. A pesar de la bonanza económica, la escasez de productos básicos en España provocó un enorme repunte en los precios: el pan subió un 40 por ciento, mientras los sueldos se estancaban. En consecuencia, obreros y campesinos pasaban hambre y protestaban iracundos, ignorantes de que sus estómagos vacíos estaban alimentando los vientres de la Historia. Quizás el hecho de que el 60 por ciento de la población fuera analfabeta explique un poco esta desatención popular hacia las necesidades siempre urgentes del progreso. Los que se obcecan en comer algo son inevitablemente destruidos por aquellos que se limitan a vestir mejor.

      ***

      Asquerosa, 3 de septiembre de 1916

      Depende del río Genil. Si el río Genil viene con prisas de invierno desde Sierra Nevada, la fiesta del Corpus Chico se jode. Todo se llena de niebla algodonosa y de hielos flotantes, y la fiesta dura lo que mandan las mujeres frioleras. Otros años, por el contrario, el Genil trae nostalgia de llanura y pide más verano, y entonces el Corpus Chico de Asquerosa es la fiesta menos refajona de la Vega granadina. Se ven escotes, los hombres bailan con los párpados caídos y las mujeres le enseñan los dientes a la Luna haciéndose las tontas.

      Las que tienen dientes.

      Las mujeres que tienen dientes se ríen en la mitad derecha de la plaza, donde están los ricos. Las que no tienen dientes, se ríen en la mitad izquierda. Las separa un cordón protegido por guardiaciviles borrachos. Es ley, en muchos pueblos de España, que un cordón separe en las fiestas a unos españoles de otros. En la mitad izquierda de la plaza, los gitanos y los alpargateros han plantado tres hogueras. En la mitad derecha, como la gente va mejor abrigada, no hace falta lumbre.

      Un Ford T negro entra a la plaza desde la calle de la Iglesia esputando humos. La orquestina desafina, ensordecida por los pistones violentos del motor del coche. Frasquito se acerca a don Federico García, 56 años, alto y fuerte, elegante y patricio.

      —Papá, ¿por qué no te compras un coche como ése?

      —Porque nosotros no vamos por la vida haciendo ruido.

      Cuando el coche apaga el motor, la orquestina recupera la afinación del tango. Las estrellas son tan grandes que, si se caen, nos van a deslomar. Y la Luna es redonda como un vientre indescifrable. El pueblo huele a pueblo y a viento mal domado que trae desde lejos sahumerio de establos y granjas, de cerdos y gallinas, de arrayán y aligustre. Pero a Lucero ya nada le huele a nada.

      —¡Es Horacio!

      —Mira quién es –Vicenta Lorca aprieta el brazo musculado de don Federico–. Qué guapo ha salido este niño –dice coqueta–. Parece mentira que sea hijo de Alejandro.

      —Calla, loca –Federico García tuerce la cara para que el insulto sólo llegue al oído de su mujer; ayudan el estrépito desafinado de la charanga, las voces de los borrachos, los gritos de los niños. La noche se va abovedando, aunque nadie se dé cuenta.

      Horacio Roldán sale del Ford T torpemente, a pesar de ser el dueño. O el hijo del dueño, mejor dicho. Del otro lado intenta bajar, sin despeinarse el traje, el diputado provincial conservador Juan Luis Trescastro, un tipo fornido y muy perfumado que siempre apesta a sí mismo. El Marranero, uno de los criados de los Roldán, se queda sentado ante el volante del Ford T, mascando una paja con la ventanilla abierta. Trescastro y Horacio sonríen al descubrir entre el gentío a la familia García. El Lucero también sonríe. Don Federico se limita a esbozar con sus arrugas un mapa de ironía liberal. Y doña Vicenta, que ya sabe que su hijo le ha salido maricón, intenta no mirar a Horacio bajando la sonrisa.

      —¿Qué tal está tu padre? –don Federico es uno de esos hombres que no pierden el tiempo en saludar.

      —Enfadado con usted, como siempre.

      —¿Y esta vez por qué? –se ríe don Federico.

      Horacio levanta un hombro cómico sin contestar.

      El diputado Juan Luis Trescastro se acerca a Vicenta y le besa la mano, y después abre su sonrisa llena de dientes hacia don Federico.

      —Tenemos que hablar, don Federico.

      —Pues aquí me tienes, diputado.

      Horacio Roldán y el Lucero se sonríen y se dan palmadas casi violentas en el hombro, como queriendo ser adultos.

      —Hola, primo.

      —Hola, Horacio.

      —¿Por qué nunca me llamas primo?

      —Porque tengo doscientos primos. O trescientos. Si te llamara primo, no sabría qué Horacio eres.

      El Marranero escupe la pajita por la ventanilla del Ford T al ver abrazados a los chicos. Al Marranero lo llaman así porque, a pesar de sus quince años, no hay en la Vega mejor criador de marranos. Sus cerdos ganan todos los concursos comarcales y municipales de Granada. Todos. Se rumorea que el Marranero conoce el lenguaje de los guarros. Que les susurra a las cerdas palabras seductoras antes de lanzarlas al semental. Es como el Cyrano de la piara, endulzando a la dama con sus versos para humedecer la embestida del bello Christian. Los cerdos del Marranero tienen nombre y apellidos: así, el Marranero controla la pureza genealógica de las camadas y evita los riesgos dinásticos de la consanguinidad. Conoce de memoria los nombres y apellidos de decenas de animales. No puede apuntarlos porque no sabe escribir. Fuera de la piara, le basta entender sucintamente las órdenes que le dicta siempre a voces el diputado Trescastro. Y, si él mismo ha de aparearse, busca soluciones fáciles y que no requieran mucho verbo, aunque a veces cuesten unos reales.

      Al Marranero no le gusta que el señorito Horacio pase la mano sobre el hombro del Lucero mientras se ríen las gracias. Don Federico García es liberal, y ya se conoce la propensión de los liberales a engendrar niños maricones. El Lucero tiene las caderas anchas y nunca se le vio abatir un conejo o una perdiz, ni montar uno de los caballos de don Federico.

      —Palo que nace doblao, jamás su tronco endereza –mista el Marranero desde dentro del Ford T, sacando otra pajita del bolsillo y colocándosela entre la paleta y el colmillo derechos.

      Don Federico García también echa un reojo al abrazo de su hijo con Horacio, pero le distrae la insistencia del diputado Trescastro, que lo empuja hacia un aparte intentando esquivar parejas de baile, perros y niños. Los guardiaciviles que protegen el cordón que divide la plaza empiezan a bostezar, pero también bosteza la lucha de clases, según han dicho algunos intelectuales estos días en los periódicos.

      —¿Cuándo? –Trescastro quiere ser tan confidencial que se entera todo el mundo.

      —Me han dicho que el Tío Paje está al llegar –susurra don Federico.

      —¿Su Majestad vuelve a la Vega? –a Trescastro se le han agrandado

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